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Anne Carson
Trad. Rodrigo Barra Valenzuela
Ella visita a otros. Antes de que se levanten, al amanecer, camina hacia el lago, escuchando Bach, el primer ejercicio de clavicordio, que algún día planea hacer sonar en su funeral. Ha tenido este plan desde que escuchó esa música por primera vez y, al pensar en ello, llora un poco. El lago es azotado por el viento y las mareas (gran lago) que hacen lo que hacen las mareas, ella nunca sabe si suben o si bajan. En la orilla hay un hombre de pie y un perro grande nada de vuelta hacia él con un palo en la boca. Esto se repite. El perro no se cansa. Se pone un gorro de natación en la cabeza, gafas, y entra en el agua, que está fría pero no tan terrible. Nada. Grandes olas en una dirección. El perro se ha ido. Ahora está sola. Hay una presión por nadar bien y usar esta agua de manera correcta. Las personas creen que nadar es algo casual y que no requiere esfuerzo. ¡Bañarse! Un acto lleno de ansiedad. Cada agua posee sus propias reglas y posibilidades. Su mal uso, en cambio, es difícil de explicar. Quizá involucra esa típica lucha por conocer la belleza, por conocerla con exactitud, por ponerse una misma justo en su camino, estar en el lugar perfecto para oír el canto del ruiseñor, ver al novio besar a la novia, cronometrar el cometa. Toda agua tiene un lugar indicado para estar, pero ese lugar está en movimiento. Tienes que seguir encontrándolo, seguir haciendo que te encuentre. Tu movimiento se sumerge dentro y fuera con cada brazada. Puedes fallarle con cada brazada. Qué significa eso, fallarle.
Después de un rato sube y sale por las piedras, se pone unas pequeñas aletas y vuelve a entrar al agua. La diferencia es como la que hay entre vislumbrar algo hermoso y quedarse contemplándolo. Ahora ella puede fluir en el cauce del agua, y quedarse allí. Se queda. Es una de las personas más egoístas que ha conocido, lo piensa mientras nada y después, en la playa, con su toalla, tiritando. Es un aspecto de la personalidad, difícil de cambiar. Los gestos generosos, cuando los ensaya, parecen atravesar la vida de los demás como el zarpazo repentino de un oso, a menudo empeorando las cosas. Nunca ha tenido el impulso de compartir, de sentir benevolencia o caridad, ninguna interacción con otra persona le trajo alguna vez un destello de vivacidad tan pura como entrar en el agua en una mañana tranquila con el mundo vacío en cada rincón del cielo. Esa primera entrada. Cruzando la barrera de la conciencia hacia, ¿hacia qué?
Luego la (busca la palabra justa) instrucción de flotar en el agua, los diez mil arreglos de la acción vívida, la conjunción de la mente y el tiempo donde ella ya no está a kilómetros de distancia de su propia vida, viéndola desplegarse, sino en ella, como ella, ella. Nada que ver con la meditación —una analogía aducida, a menudo, irreflexivamente—, si no, en cambio, algo casi forense, una aplicación de la atención, que es, al mismo tiempo, en cierto grado, autónoma. Estos modos no se excluyen entre sí, por lo que la natación instruye. Hay una pedregosidad. El agua es tan distinta del aire como de las piedras, debes encontrar tu camino a través de sus estructuras, su antigüedad. Allí no tienes personalidad, el agua es desinteresada en sí misma y a las piedras no les preocupa que cuentes bien su historia. Tus entrañas, tu vida milagrosa y afortunada, tu amor por tu mamá, tus símiles bien construidos, todas se pierden en el deslizamiento, de profundidad en profundidad, puro, impuro, sin compasión. No hay renuncia en esto (compárese con la meditación), no hay esfuerzo por desapegarse, todas estas cosas, todas las cosas que puedas nombrar, simplemente se han ido. Es decir, se han ido.
Termina su visita. De vuelta en casa, los periódicos —fotos en primera plana de un vagón de tren en Europa, atestado de principio a fin con víctimas que huyen de una zona de guerra más al sur, personas a las que se les niega el tránsito—. Familias sucias y almas desesperadas, apretadas unas contra otras en el afán de sobrevivir, incontables brazos y piernas, ojos rasgados, encerrados en el tren toda la noche esperando el amanecer. Una escena tan opuesta a su propia mañana que es incapaz de acceder a ella. Qué sentido tiene que estas dos mañanas existan lado a lado, en este mundo. Si esto se planteara como una pregunta, ella teme, no podría ser respondida por la filosofía, la poesía, las finanzas ni en las zonas bajas o profundas de su propia mente. Palabras como “racional” se vuelven, bueno, ridículas. Los razonamientos tienen que ver con cosas compuestas —migrantes, nadadores, los egoístas, los condenados, el plural—, pero la existencia y el sentido pertenecen a la singularidad. Puedes armar frases sobre una cosa compuesta, pero no puedes pedirle que te devuelva la mirada. Las frases son estratégicas. Te dejan ir.
Baja las escaleras y sale a la entrada, esperando que esté más fresco. Los autos pasan a gran velocidad. En la vereda Chandler hace un dibujo con tiza. Camarada Chandler, dice ella. Él no levanta la vista. ¿Qué dibujas? Sigue con la tiza. Su mirada va hacia el frente y hacia dentro. Él vive en algún lugar de la parte trasera de la casa, no habla mucho, dibuja un montón. Lo llama Camarada porque el verano en que lo conoció había estado leyendo libros rusos y él le pareció alguien reservado. Esto fue un error. La reserva supone una inquietud por la propia personalidad. Nunca ves a Chandler entrar a una pieza: solo está ahí. Tampoco lo ves salir: se escabulle. Pequeña marea de persona, percibida como retracción.
Se acerca a él. El dibujo es un peral. Puede ver las peras por todas partes, pequeños, perfectos globitos verdes de tiza con toques amarillo-crema-blanco. Quiere inclinarse y morderlas. Has dado en el clavo, Camarada, le dice. Él no responde. Una vez tuvieron una conversación sobre los hongos que se prolongó, en trozos, durante varios meses. Él le había dicho que, cuando estuvo preso, lo que más odiaba eran los hongos. Durante varios días ella se preguntó si se refería a la comida, pero dudaba de que en la cárcel se sirvan hongos tan a menudo como para ser un problema. ¿Y si tenía una celda húmeda llena de hongos en las esquinas? Esto también sonaba exagerado. Poco a poco entendió a lo que se refería: desde su ventana, veía una colonia de hongos, Boletus, los mismos que, cuando niño, solía recolectar en el bosque con su madre y eso le entristecía. Como no era aficionada a los hongos, no tuvo nada personal que responderle, así que le contó que John Cage también era un recolector de hongos, que había escrito un libro al respecto, una especie de guía sobre hongos, y que podía prestárselo. Chandler no respondió. Ella no estaba segura de que él leyera libros o de que supiera quién era John Cage. Conversar es algo precario. Ahora, mientras mira las peras, redondas y pálidas, los hongos vuelven a su mente y le dice: un día, si mal no recuerdo, John Cage andaba recolectando hongos con su mamá y, luego de más o menos una hora, ella se volvió hacia él y le dijo: “También podemos ir a la tienda y comprar unos de verdad”.
Silencio de Chandler. Aquí y allá le agrega toques de rojo al surtido de peras. Entonces, de repente, sus cinco dientes se ríen. La risa se le escapa de golpe y desaparece. Vuelve a rayar con la tiza. Muyrápido, muyrápido, murmurando para sí mismo, y algo que ella no puede escuchar del todo, un pretendido sarcasmo de niño[1], parecía sonar. Vuelve a la escalera y se para en el primer escalón. Ya es de noche. Todavía hace calor. Un largo día, Chandler, le dice en la nuca. Él baja por la vereda, tiza en mano, para trazar un nuevo dibujo. Va a hacer un zorro. Al final del día, quiere un zorro.
En el piso de arriba, ella piensa de nuevo en el fracaso de nadar. Puede ser algo cuantitativo como cualitativo. Imagina cuántas piscinas, estanques, lagos, bahías, arroyos, tramos de costa para nadar hay en el mundo, ahora mismo, la mitad de ellas probablemente sin nadadores, por culpa de la noche o la negligencia. Vacías, quietas, perfectas. Qué desperdicio, qué extravagancia: ¿por qué no hacerse cargo una misma de ello?, ¿por qué no ir y nadar en todas ellas? Una por una o en todas a la vez, geográfica o conceptualmente, dejando de lado al brillante Burt Lancaster, alguien debería estar usando toda esa agua. Por el calmo océano de su mente vienen flotando unos refugiados en un improvisado bote de plástico, tan lleno de pasajeros que se amontonan en filas y caen por los costados. Ella ha visto esta imagen. Ha leído, también, que los barcos más grandes podrían navegar muy cerca, que podrían detenerse para considerar las desgracias y sus posibilidades, y luego seguir adelante. A veces desde los barcos más grandes lanzaban botellas de agua o galletas antes de poner en marcha sus motores otra vez. Qué podía oponer ella a la desolación de ese momento, viendo al barco volver a arrancar su motor. Cuál es el precio de la desolación, quién lo paga. Algunas preguntas no merecen un signo de interrogación.
Pasajeros. Pasar. Pasar la inspección. Pasar por alto. Ser pasado por alto. Pasar la pelota. Resignarse. Perder la conciencia. Morir. Se está comiendo un yogur cuando suena el timbre. No sabía que ese timbre funcionaba, dice, limpiándose la boca con la manga mientras llega a la puerta. El Camarada Chandler no responde. Hace un gesto hacia la calle con la cabeza. Bajan. Yogur en tu ceja, le dice por encima del hombro mientras bajan. Oh, dice ella, gracias. Bajo un poste de luz está el dibujo del zorro terminado. Brilla. Ha utilizado algún tipo de tiza fosforescente y, el rostro del zorro, nadando en una luminosa gelatina azul-verdosa, escapa a toda explicación. Se queda mirando ese azul-verdoso. Tiene transparencia, humedad, frescura, la profunda auto inmersión del agua. Hiciste un lago, le dice volviéndose a él, pero él se ha ido, ahora que es de noche, donde sea que va cuando es absuelto. Se queda un rato mirando al zorro nadar, recordando el día, sus imágenes demasiado intensas y, sin embargo, el alma -cómo es que consigue tener paz en la boca, cerrar en paz su boca mientras vive. Estar viva es sólo verterse adentro y afuera. Encontrar, perder, exigir, obsesionarse, acercar un poco la cabeza. Intenta nadar sin pensar en lo duro que se ve. Intenta hacer lo que haces sin burlarte de nuestra pequeña época con el corazón roto. Burlarse es fácil. Ella siente una brisa en la frente, el viento nocturno. El zorro golpea, avanza y no chapotea. El zorro no falla.
[1] En inglés: had a kidscad buttended. Expresión tomada de la primera página de Finnegans Wake de Joyce, de difícil traducción, y que acá llevamos al español según el sentido del párrafo.


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