No quedarse solo en eso

Ismael Ugarte

Por más que quería, no lograba quitarse de encima, o de adentro, esa sensación que creía superada. El chico ya tenía la edad suficiente para identificar correctamente las implicancias del “estar de cumpleaños”. Una de las cosas importantes que ya sabía, por ejemplo, era que, si bien le correspondía a él recibir (esto podía ir desde un paquete cúbico hasta un abrazo cargado de muchos sentimientos), estaba de igual forma obligado, y para esto solo le bastaba con dejarse ver, a sostener el peso de la festividad. Había tenido que crecer un poco para entender, por sencilla que fuera, la lógica: alrededor de él giraban gran parte de las tesituras del día; día que, quiérase o no, llevaba inscrito su nombre. Y aunque era cierto que ser el centro del universo por veinticuatro horas no constituía en sí mismo el quid de la tribulación, el hecho, irremediablemente, lo colocaba en una posición vulnerable.  Había momentos que, de tanto pensar en la fecha de su cumpleaños, esta empezaba a darle vueltas, así como una doble hélice, por sitios inespecíficos del cuerpo. Un flujo energético que, apegándonos al hábito de categorizar, diremos que era ansiedad.

Ninguna proyección que pudiera hacer del futuro le haría justicia a los incontables y diversos problemas a los que se vería enfrentado en su vida adulta. Mientras tanto, se aferraba a los pocos recursos con los que a su corta edad contaba a fin de apaciguar la tenaz aversión que le producía el llamado inminente de su abuela materna. El verdadero quid. . Al pensar esto se imaginó las cajas de cartón que usan en las mudanzas, y el nombre de su abuela en una de ellas. Racionalizar la situación no lo estaba haciendo sentir mejor y el miedo a escuchar su celular y ver en la pantalla iluminada el nombre de la vieja (nombre que utilizaba cuando la rabia lo vencía) le impedía seguir con su vida y realizarse con total independencia a través de alguna actividad. Imbuido por el calor de su mente, se detuvo un tiempo a examinar algunos de los aspectos de su abuela que lo aterraban  y pronto empezó a verse absorbido hacia la oscuridad, como si un remolino lo quisiera devorar; se podría estimar que iba en la mitad del hundimiento cuando recordó los largos dedos de su abuela estirándole los cachetes y las filudas uñas hiriéndole la piel, y volvió a hacerse la pregunta que de pequeño se hizo más de una vez: ¿me quiere dañar? Pensar en esto lo hizo girar más rápido, como si el remolino se estrechara, y perder la orientación por unos segundos. La divagación había sido tan vivida que debió sacudir la cabeza después, para volver en sí y continuar ordenando la pieza como le había dicho la mamá.  

El timbre,  que conservaba el mismo ding dong de los de antaño, sonó y fue como si alguien, conforme él caminaba por un callejón oscuro de un barrio marginal, saliera de adentro de un basurero y lo asustara. El sonido lo pilló cortándose las uñas, lo hizo saltar y por poco no ocurrió un accidente. La madre se paró bajo el marco de la puerta y él supo, por su mirada culposa, que algo malo sucedía. ¡Que no sea ella, que no sea ella!, repitió para sí mismo hasta que la mamá abrió la boca y pronunció sus primeras palabras: Vino a verte tu abuela. En un reflejo que recordaría por muchos años, dado lo inverosímil que resultaba conseguir el objetivo, lo que hizo fue buscar instintivamente,  consciente de que la mamá le daría chance de terminar de hacer lo que estuviese haciendo antes de tener que ir a dar la cara al living,  la manera de  aplazar el encuentro el mayor tiempo posible.. Todo con una tensión melodramática y demanda emocional,  atribuible al de una persona que de milagro  es liberada y  logra por un pelo sacar la cabeza del tambor donde el verdugo clavará el hacha. Para ganar aquel preciado tiempo, después de decir “ya voy” en un tono energético, pero urbano, se giró sobre sí mismo y exagerando la meticulosidad  fue doblando una a una  unas poleras que no hubiera doblado bajo ninguna circunstancia que no fuera esa. La madre tenía muy claro lo que tramaba su hijo, y hacía notar su posición y ánimo tamborileando los dedos en una cajonera ubicada por debajo del interruptor de la luz.

Con los años los acontecimientos se le habían empezado a grabar en estratos cada vez más recónditos. Los más graves los podía llegar a sentir en alguna capa muscular interior o incluso alojados en un órgano. Y es que a medida que uno crece se va dando cada vez más importancia. Tenía miedo. Ese acontecimiento en particular, la nueva visita de la abuela, corría el riesgo de instalársele como un tumor en alguna parte de la cabeza. Dejó atrás la pieza y caminó por el pasillo sin ocultar en lo más mínimo su malestar; esperaría hasta el final, a que su mamá se hiciera a un lado, para tomar posesión del rol. ¿Hasta cuándo? No le era claro. A pesar de su poca experiencia, algo sí sabía muy bien , todavía no se incubaba en él la suficiente hipocresía para extender en el tiempo aquella actitud solícita de niñito bien. Su mamá se dio la vuelta justo antes de salir del pasillo e inclinándose hacia su hijo, efectuó algunos ajustes, que consistieron en subirle de un tirón los jeans hasta arriba de la cadera, cerrarle por completo el cierre del polerón y bajarle los pelos rebeldes usando saliva. Él arrugó la cara. En ese gesto estaba alojado  gran parte del odió que le tenía a ella por contribuir a mantener la farsa en pie y, dicho sea de paso,  traicionarlo otro año consecutivo.

Mientras su mamá abría los brazos y caminaba en dirección a la abuela, él pudo ver a su papá tomando algo de distancia para que su esposa abrazara a su suegra, desplegaba una sonrisa cínica que, a juicio del chico, era la representación de todo lo que un hombre no debiera nunca llegar a ser. Su papá se quedó con la vista fija en el abrazo, la sonrisa había quedado congelada, y nunca le dirigió una mirada a él, lo que lo hizo sentir muy  solitario. La abuela luchaba contra el paso de los años y, como quedaba de manifiesto, no lo hacía con mucha distinción: a los cuatro o cinco pelos que aún poseía le daba un aspecto rocambolesco y costaba trabajo entender cómo se atrevía a salir a la calle pintada con ese volumen de maquillaje encima, con grumos que se le acumulaban en los ojos y las arrugas más pronunciadas.

Su abuela no se andaba con complejos. En distintas ocasiones, el chico la había visto cambiándose de ropa o removiendo su dentadura postiza. No obstante, el tiempo no había transcurrido en vano; cada año que pasaba él veía con mayor nitidez ese momento en que podría decir no más. Para entonces, en las puertas de un nuevo cumpleaños, el chico daba por hecho que, aunque se pudiera ver como algo repentino, ser ahora un adolescente cambiaba los términos en cuanto a su vínculo con los adultos. En esta nueva etapa la gente, entre otras condiciones, estaba obligada a tomar distancia de su cuerpo, a respetar su espacio. En esta nueva relación cuerpo-gente ya no se tolerarían desnudos ni tocaciones espontáneas. Muchas veces reflexionaba sobre cosas que en la vida real por ningún motivo se podían llegar a concretar o eran muy poco plausibles. Todavía no lo sabía, pero de una manera natural reunía los rasgos de un idealista. La abuela abrió mucho los ojos para mirarlo al acercarse; luego, cuando estuvo a buena distancia, estiró los brazos y con sus dedos largos llenos de anillos formó dos pinzas que le dilataron los cachetes hasta dejar, por efecto colateral, una larga corrida de dientes expuestos. Volvió a sentir el mismo dolor agudo de todos los años, al ir las uñas clavándosele en la carne. Pero qué bigotitos más lindos, fue lo único que dijo la vieja.

Todavía respiraba fuerte y padecía un ardor en la garganta de la rabia cuando la abuela se despidió de todos y subió a su auto. La situación lo había hecho sentir otra vez ultrajado, lo que emocionalmente se agravaba, dada la impotencia de saberse pequeño y en disparidad de fuerzas. En la pieza estuvo viendo tv un rato, pero se le hacía imposible concentrarse en la pantalla. Su mente tomó distintos rumbos al principio, recreaba, por ejemplo, el apretón de cachetes, los que se sobaba, aún rojos, y a su madre avalando con la cara iluminada el hecho, para al final fijarse en una sola imagen: la de su papá y su sonrisa congelada. La sonrisa estúpida, le llamó. Y fue cuando había conseguido empezar a acompañar la escena en lapantalla , en donde unos gángsteres debatían la fórmula para matar a un tipo, que se le vino a la cabeza el lugar dónde había visto esa sonrisa estúpida antes. Se trataba de un recuerdo bloqueado: Su padre miraba a su madre como un baboso, mientras ella se sacaba la ropa interior. La reacción no se dejó esperar, por tanto se puso a buscar explicaciones que pudieran reducir la imagen a un simplón artificio, inexistente en el pasado, y la confinaran a una región inaccesible para él; pero ahora que el recuerdo continuaba su recorrido hacia la luz, era tan clara su naturaleza -algo nada que ver con la imaginación. Algo muy real, como un trozo de bistec crudo- que podía evocar la escena en la que él miraba por la puerta entreabierta(su madre se iba desvistiendo hasta quedar desnuda. Tenía el pubis muy peludo y las tetas caídas, con las que se imaginó dos cabezas del perro Snoopy. En esa fase de la gestación del trauma, verla sin ropa lo perturbó, aunque en mucho menor medida que observar a su padre, también desnudo, de pie y sosteniendo un vaso con hielo en la mano, por primera vez propietario de esa cara socarrona y de esa sonrisa de largo aliento que llevaría más tarde, y se ganaría con méritos, el nombre de sonrisa estúpida), y estar seguro de la veracidad del recuerdo.

No podría anular ni prorrogar en él la condena que sufre cada adolescente en algún momento, la que en esencia es la misma condena que vive un adulto o un viejo, nada más que con diferencias de colores y olores. Matices le llaman. A lo que se exponía él era a un sufrimiento inédito, uno que a ojos de una persona precipitada le deparaba un calvario mayor al conocido en otras edades; lo que esa persona en su apreciación estaría ignorando es que la compensación y subsecuente equiparación de sufrimientos, encuentra su orden cósmico, o lógico si se quiere, en la nesciencia, el subdesarrollo emocional y la laxitud propia de alguien que no es un niño pero tampoco un hombre Si es que todo salía bien quizás algún día afirmaría que no existe una real jerarquía de las cosas. Lo que existe son respuestas más exageradas que otras.

Luego de la visita de la abuela, tuvieron que pasar entre dos a tres mesespara que terminara por deshacerse el último de los residuos de rencor que el chico guardaba en contra de su familia. Para entonces, su mamá había podido descartar el llevarlo a terapia psicológica, pues le parecía no ver nada tan inquietante en él. Se encargó de mantener un perfil moderado, hasta el día de su cumpleaños. El año había transcurrido bastante plano, salvo porque había empezado a salir con una compañera de curso, tenido sus primeras fiestas y su papá le había regalado una Match 3 y enseñado a afeitarse. Se sintió muy mayor , al fin y al cabo cumplía trece años,luego de ponerse loción aftershave en las palmas y darse unas cachetaditas. Y todo un hombre cuando un hilito de sangre le broto de la mejilla derecha. Había estado preocupándose un poco más por la ropa. Sacó de la cajonera su tenida favorita y se colocó unas zapatillas que todavía no podía discriminar lo mal que le combinaban. Aparte de la andante y los mensajes en WhatsApp y Facebook no le sonó el teléfono. La mamá se paró en la puerta, tamborileó los dedos. Caminó tras ella por el pasillo. En el living, el gatito gris dormitaba y su papá le sonreía a la abuela.

Aunque algo menos que otros años, la abuela se inclinó y con las manos de cangrejo, como el chico había oído llamarlas a su madre, lo cogió por los cachetes; él generó una respuesta antípoda al dolor que esto le produjo, es decir, no corrió la cara ni la vista y mantuvo la sonrisa en alto. Su único inconveniente podría haber surgido en caso de que alguien hubiera advertido que estaba cerrando más de la cuenta los ojos y se le habían puesto vidriosos. Había traspuesto por poco el achinado de alegría para convertirlo en achinado de dolor. La abuela lo soltó, pero ambos, mamá y papá, conservaron aquella postura ceremoniosa que los tenía todo el tiempo sonriendo y asintiendo con la cabeza y, si se les miraba con más detalle, envueltos en algo así como una mordaza invisible que, además de impedirles comunicarse entre ellos, les confería una dolorosa complicidad.

Algo se le había escapado, porque de repente el comedor quedó a oscuras, varios ojos encendidos se le quedaron mirando y del nerviosismo tiró el celular que sostenía a la mesa. Por suerte para él, su mamá empezó a entonar el feliz cumpleaños. Luego de pedir sus deseos respiró el humo de las velas. Cuando prendieron la luz su papá estaba allí, ostentando la sonrisa estúpida. A la abuela le trajeron un pastel de crema sin azúcar, especial para gente diabética. La energía densa y oscura rezumándole hasta casi la materialización lo hizo sentir muy mal, le dolía odiarlos tanto y no quedarse solo en eso. El papá dijo “manos a la obra” y todos obedecieron. El tenedor del hombre iba quebrando, una a una, como un karateka, las hojas de la torta de arriba hacia abajo, en el instante en que la vieja lanzó un grito que puso a correr al gatito gris y dejó de una pieza a la mamá. A la abuela, que se había llevado una servilleta de género a la boca, la sangre le escurría por los dedos y descendía por el género blanco hasta el plato de cartón con la torta crema y piña sin azúcar. Tras mucho insistir, la mamá convenció a la abuela de que se quitara la mano de la boca para poder revisar la herida y así pudo ver la cuchilla de afeitar entre los dientes incisivos superiores, incrustada hasta la mitad de las encías. La crema esparcida alrededor de la boca sumado a ese cuero cabelludo despoblado y a las ridículas y mal distribuidas porciones de maquillaje en su rostro, especialmente en el día del cumpleaños del chico, le daba un aspecto circense, uno no amigable, que tanto mamá y papá parecían no observar o, lo que era más probable, querer pasar por alto. La abuela fue la primera en arquear los labios, acto seguido el chico escuchó, desde otro lugar de la mesa, un sonido similar al que hace una persona cuando está a punto de llorar. A su cerebro le costó entender que se trataba de los cimientos de una carcajada. En el futuro él podría decir muchas cosas, vanagloriarse de sus éxitos y/o detrás de la misma meta , inventar historias, obvio que tendría resultados auspiciosos que quizá le conseguirían mujeres y conspicuos trabajos. Sin embargo ver a sus papás con expresiones faciales que no les conocía, soltando lágrimas y saliva al mismo tiempo, y a su abuela con la cuchilla entre las paletas, jugando a entrar y sacar la lengua, muertos de la risa con lo que sucedía, le estaba provocando un miedo tan agudo que desde ya, había decidido ser un buen hombre de aquí en más y de partida no calificar de estúpido o estúpida a nadie ni a nada. Mucho menos, darle solución a sus problemas usando la hoja extraída de una máquina de afeitar.

Al rato volvió el gatito. La familia entera se había retirado a sus aposentos. Se puso a merodear unos minutos por encima de la mesa lamiendo los pedazos de torta y rozándose con los vasos llenos de bebida. Luego de dibujar varios ochos en los que daba la impresión que levitaba, el gato se encontró con esa servilleta roja y húmeda y, como si se tratase de una paloma muerta, la hizo suya.


Ismael Ugarte. Nacido en Santiago de Chile hace 36 años. Periodista de profesión. Graduado de la Universidad Arcis. Empieza a escribir a principios del 2010. Ha participado en varios talleres de escritura durante ese tiempo. Prepara la publicación de su primer libro de cuentos.

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