Pedro y el capitalismo
Davide Gottini
Traducción de Viviana Saavedra Arévalo
Davide Gottini nació en Toscana (Italia) hace treinta años. Vive en Leipzig, Alemania, donde intenta trabajar lo menos posible. Durante el resto de su tiempo lee, escribe y reescribe. Su último proyecto se titula Altrove (en español: En otro lugar), una colección de cuentos cortos inspirados en las fábulas de la tradición folclórica italiana.
Esta es una traducción del cuento inédito incluido en Altrove, «Pedro y el capitalismo».
Pedro y el capitalismo
Le fiabe sono vere
– Italo Calvino
Todos en el pueblo tenían a Pedro como cargante. Pasaba sus días solo, arreando a las ovejas, y para engañar el tiempo, se imaginaba animadas conversaciones sobre los máximos sistemas. Y así, por la noche, apenas entraba a la cantina, comenzaba a desplegar su lista de palabras sobre las cuales se había pasado cavilando todo el día: “la historia… las contradicciones… la conciencia…”, y todos, al verlo entrar, le daban la espalda, esperando no ser elegidos como público de su perpetuo monólogo.
Pedro no era sólo pedante, sino que también pesimista. De cosas ligeras, divertidas, que distrajeran a la gente, no podía hablar. Chistes, por ejemplo, no contaba jamás.
Una noche Pedro abrió las puertas de la cantina de par en par, y, sin aliento ni voz, sin siquiera tomarse el tiempo para elegir a una víctima, comenzó a gritar: “¡Lo hicieron! ¡Lo terminaron haciendo de verdad! Se los dije, ya comenzaron, exactamente como yo les decía, todo está ahí, todo listo!”.
Los demás borrachos hubiesen querido ignorarlo, pero uno de ellos, de inmediato maldecido por todos, preguntó: “¿Quién? ¿Y qué cosa? Siéntate y habla”.
Pedro recuperó finalmente el aliento y comenzó:
“Cercaron el bosque”, declaró preocupado.
“¿Cómo así que cercaron el bosque?”, preguntó el más ingenuo.
“Pusieron cercas de madera en medio del bosque. Pero me lo imaginaba, lo presentía. Hace unas semanas andaba por el campo arreando a las ovejas, y de la nada comienzo a oír ruido, a ver sombras, gente que discute, aquí se hará esto, aquí vendrá esto, acá esto otro, y vine aquí, al tiro, corriendo, y se los dije, miren que algo extraño está pasando en el bosque, están organizando algo que me huele mal, pero bueno, tú sabes cómo son aquí, todos piensan que ando siempre con cuentos… claro, yo…”
“Es por ese viejo asunto del lobo, Pedro”.
“Sí, lo sé, pero igual ustedes son unas bestias. Tenía doce años, y mi papá me agarró y me dijo, como eres tonto, en el colegio no haces nada, anda a acarrear a las ovejas, y nos vemos por la noche. Yo me aburría, imagínate, con doce años, siempre solo, con estas ovejas, y el perro, que al menos algo tenía que hacer, pero yo…”.
“Igual tienes razón, Pedro, pero cuando inventaste que el lobo venía, nos hiciste correr a todos a salvarte, con fusiles y horcas, y después no había ningún lobo, y luego lo volviste a hacer, y de nuevo te lo habías inventado, yo entiendo que te sentías solo, pero las tres veces, Pedrito, no había lobo, después la gente no te escucha más, y, aceptemoslo, realmente no te puedes quejar…”.
“Pero, ¿qué tiene que ver el lobo con el hecho de que cercaron el bosque? ¿Qué tienen que ver mis palabras? ¿No me creen? Está bien. Párense y vengan a ver con sus propios ojos. Pusieron una cerca precisamente con un cartel que dice ‘Propiedad privada. Prohibido el ingreso’. Y ya no se puede pasar”.
“Entonces, ¿ya no tienes donde pastorear?”.
“Claro que sí, el bosque es grande. Pero ese no es el punto”.
Y uno, ebrio y cansado, gritó: “¿y cuál es el punto, Pedrito? ¿Llegarás alguna vez al bendito punto?”.
Pedro se asustó y decidió irse.
Sin embargo, regresó algunas semanas más tarde, aún más alarmado que antes. Esta vez los clientes de la cantina esperaban un anuncio sensacional, e interrumpieron sus conversaciones para que el pobre Pedro se pudiera desahogar, esperando que así se ahorrara sus discursos de siempre.
“¡Están talando los árboles! ¡Talan todo! Trajeron excavadoras, grúas, y por la mañana vienen los trabajadores y excavan, y luego viene un par de tipos en traje y corbata que hablan todo el día, e indican cosas por acá y por allá. ¡Están destruyendo el bosque!

“¿Ya terminaste?” le preguntó uno.
“¿Y les parece poco?”.
Ninguno respondió, y volvieron a ignorarlo.
Pedro los miró incrédulo, y luego, cuando se dio cuenta de que ninguno compartía su consternación y su rabia, regresó a su casa.
La última vez que Pedrito se presentó en la cantina fue para decir que en medio del bosque construyeron una estructura de lujo, con una piscina termal, un campo de golf, y un tejado con un helipuerto: había guardias armados en cada entrada, camaras de seguridad en todas partes y altos muros de tres metros con alambres de púas.
“Y si hay muros tan altos, ¿cómo sabes lo que hay dentro?”.
De nada sirvió responder que él, Pedro, iba todos los días al bosque, y aquello, fuese lo que fuese, lo vio ser construido desde la primera piedra. Incluso les contó que el río fue desviado para construir una laguna artificial para el uso exclusivo de los huéspedes del hotel, y que por eso, tarde o temprano, en el pueblo tendrían que comenzar a racionar el uso del agua, y aun así no causó ningún escándalo. Uno, inclusive, le dijo:
“¿Y qué tiene de malo? Esta cosa no se pudo construir sola. Le dieron trabajo a la gente”. “Pero…”. Pedro quedó sin argumentos, y decidió hacer algo por su cuenta.
Una noche, sin ovejas ni perro, Pedro fue al bosque, y cuando estuvo frente al muro, miró hacia arriba y le sonrió a la cámara. Le dio la espalda, se bajó los pantalones y levantó bien el trasero. Hecho esto, tomó una piedra y la tiró lo más fuerte que pudo hacia el hotel. Golpeó una ventana,
haciéndola trizas. Una mujer gritó, después las alarmas de seguridad comenzaron a sonar una tras otra. Pedro sintió rápidos pasos de marcha, el blanco de la farola lo encontró, el gruñido de los perros lo rodeaba. No sabía qué hacer ni a dónde mirar, hasta que una sombra le ordenó que no se moviera; quiso escapar, pero dos enormes manos lo agarraron, lo ataron, y lo amordazaron. De Pedro no se habló más en la cantina.
Hasta que una noche el zapatero levantó su jarra y dijo: “¡Por Pedrito, que finalmente dejó de arruinarnos el buen humor con sus discursillos sin fin!”.
Brindaron y rieron tanto que uno se atragantó con el vino y le pidió agua al cantinero. “Ah, no, no hay agua. Es la nueva ley, firmada por el alcalde. ¿No leen los diarios?” Un poco aturdidos, creyendo acordarse que algo, de alguna parte, habían oído, respondieron: “¡Entonces danos otro vino, que si no este pobrecillo se nos muere!”.
Brindaron de nuevo, y se rieron hasta la madrugada. Alguno logró irse a dormir a la propia cama, otro se acostó sobre un campo, a uno lo dejaron tirado sobre una mesa. El silencio reinaba imperturbado.


Deja un comentario