“Buscarle el cuesco a la breva es arriesgarse a que los lectores te traten de pelotudo”: entrevista a Ignacio Álvarez sobre El curso que hice al revés y otros apuntes de profesor

Diego Leiva Quilabrán

Ignacio Álvarez es doctor en Literatura y profesor de la Universidad de Chile –allí lo conocí, fui su alumno y, con el tiempo, algo así como un colega–. Su último libro, El curso que hice al revés y otros apuntes de profesor (Laurel, 2022), es un conjunto de textos compilados que van desde la escritura de blog hasta la reflexión académica, ha tenido bastante éxito editorial. Allí aborda una serie tanto preocupaciones intelectuales como pasiones personales y anécdotas haciendo clases o asistiendo a talleres. A propósito de esa especie de registro de lecturas, de teorías y preguntas a través de los años, es que aceptó responder algunas preguntas sobre el proceso reflexivo de la escritura, ese que queda a medias o derechamente por fuera del texto final, preguntas que un lector hace también después de la lectura, desde el otro lado.

En tu texto “Leer, analizar, interpretar, juzgar”, comentas que hay diversas formas de leer, entradas disciplinarias, íntimas, periodísticas, más espontáneas o más reflexivas, y señalas que ninguna de las posibles formas de leer “es la forma única y privilegiada en que debe ser leído, y reducir la literatura a una sola de estas alternativas más empobrece que enriquece nuestra mirada sobre las obras literarias”. En ese sentido, en una entrevista con Daniel Mansuy, declaraste que cierta voluntad de los textos de tu libro es “hablar de la literatura desde la academia, pero dirigido a un público que no tiene nada que ver con la academia”. ¿Cuáles son las dificultades que plantea la escritura de divulgación respecto a la literatura?, ¿cuáles son los límites que se autoimpone el académico para elaborar esas reflexiones?

En la discusión pública sobre literatura hay un problema que no tiene ninguna otra disciplina académica de las humanidades y es que los estudios literarios son el mero acompañamiento de fenómenos que pueden vivir perfectamente sin ellos. La literatura se puede escribir, leer y comentar prescindiendo sin problemas de los especialistas. Y creo que el problema de los especialistas es justamente el contrario de lo que ocurre en disciplinas como la historia o la filosofía: la academia tiene que hacer algún esfuerzo para mostrar que sus lecturas tienen algún sentido para los lectores y los escritores no académicos. Por supuesto, mi hipótesis es que los estudios literarios ofrecen maravillas que merecen ser compartidas, pero la verdad es que solo podemos compartirlas en un plano de elemental igualdad con las maravillas que aparecen desde otros acercamientos.

Probablemente la idea que defendería con más ahínco en una discusión de esa índole es que las personas podemos movernos libremente de una posición a otra, de la creación a la lectura, de la lectura al estudio, del estudio a la creación, y que un acercamiento riguroso a la disciplina literaria jamás nos va a hacer daño, como se suele creer. 

Traté de no imponerme límites cuando escribí las piezas de El curso que hice al revés, pero obviamente estaba tratando de engrupir al lector, de seducirlo, un poco como nos engrupe o nos seduce cualquier persona cuando nos habla de su oficio. Me recuerdo hace unas semanas completamente hipnotizado por una sobrina, la Fernanda, que nos contaba cómo hacía las empanadas que tenía que hacer en su trabajo de medio tiempo, en una panadería. Eso es lo que quería producir, sobre todo en los primeros textos.

Uno de los ejes centrales de los apuntes es la actividad de leer y la figura del lector. “Por qué leer a los clásicos” comienza con un llamado de atención sobre dos postulados: el de Walter Benjamin, que tiene que ver con que la literatura busque la trasmisión (imposible) de una experiencia (perdida); y el de Frederic Jameson, quien propuso que todo texto literario presenta soluciones imaginarias a problemas reales. Partiendo desde allí, y más allá de las múltiples formas, da la impresión que un “buen lector” es el que está abierto al desacuerdo en la lectura, ¿o me equivoco? Un lector que está abierto a la experiencia del otro y desplazar el juicio a sus propuestas después. Así se cumplirían el primer y el último paso de la operación de los estudios literarios: leer y juzgar. ¿Por qué es importante mantener cierta distancia en la lectura? ¿Por qué son interesantes las voces narrativas que se atreven a salvar las distancias, como comentas que lo hicieron, con aciertos e infortunios, autores como Baldomero Lillo, Mariano Latorre o Isabel M. Bustos? 

Creo que todos (o muchos, para no simplificar tanto) tenemos ciertos tics al abordar la lectura, y uno de los más frecuentes y difíciles de hacer consciente es la necesidad de identificarse con alguien, de preferencia el protagonista o la protagonista, en el mundo de una narración. A partir de la identificación dividimos el mundo en buenos y malos y navegamos con cierta comodidad las ficciones que más nos gustan. El problema de la identificación, que es el problema también todo un modo de entender la literatura como algo “cercano a la experiencia propia”, es que suele dejarnos donde mismo. Nos perdemos el nervio de la experiencia literaria, que está justamente en la diferencia. Leer se vuelve algo importante, iba a decir vibrante, cuando nos asomamos a lo que no vivimos, a lo que no conocemos, cuando ocupamos los lugares que no nos corresponden.

Creo que ese tic nuestro, y cuando digo “nuestro” quiero decir “de nuestra época”, se repite en el modo en que juzgamos la tradición. Es cierto, muchos autores han querido ser “la voz de los sin voz” y lo han hecho pésimamente. Pero eso no significa que solo los protagonistas de una realidad estén autorizados para narrarla, o que toda mirada de un tercero tergiverse eso que se narra. Para nada. Toda ficción es, de algún modo, algo desconocido, diverso distinto, y todo narrador nos cuenta algo que, en el fondo no ha vivido.

En el fondo, creo que deberíamos ser menos severos al momento de leer las narraciones que se atreven a describir experiencias que no conocen (a condición de que sean honestas en esa ignorancia), y más suspicaces al momento de evaluar los testimonios. Muchas veces los terceros son capaces de ver lo que no ven primeros ni segundos, y demasiadas veces nos engañamos cuando nos vemos en el espejo.

Una preocupación que atraviesa tus reflexiones tanto dentro como fuera de la academia es la discusión sobre las comunidades políticas y las maneras de imaginarlas. En ese sentido, hay cierta fe en la idea de canon para aglutinar un conjunto básico, un starter pack de lo que una comunidad debe conocer y discutir de sí. Esto queda de manifiesto en “Libre defensa de un canon obligatorio”, sin despreocupar la espontaneidad en la lectura. Dentro de una comunidad imaginada, entonces, ¿sería fundamental hacer de la lectura, o al menos de ciertas lecturas, una experiencia colectiva?, ¿cómo saltar desde la lectura íntima con el compartir?, ¿cuáles podrían ser otros espacios en los que esto podría darse o fomentarse, además de la escuela?

Exactamente. Mi principio básico es que todo canon implica el ejercicio de una autoridad, y que las autoridades legítimamente ejercidas enriquecen el debate y no lo empobrecen. La mayor parte de los lectores, los escritores y los profesores solemos ponernos del lado de afuera, desafiando una autoridad que muchas veces se parece al cadáver del Cid, ese que asusta pero que en realidad está muerto.

Cuando las universidades, los ministerios, los colegios, los críticos y críticas y la academia explicitan los criterios con que evalúan las obras que consideran ineludibles están alimentando una discusión con la comunidad de lectores y escritores. Despejan los espectros, abren la conversación sobre el gusto, por ejemplo. En el mundo ideal, en mi mundo ideal, quizá, cuando un escritor recibe una reseña mala puede discutírsela al crítico, y el crítico puede reconocer que está equivocado, o bien argumentar mejor su juicio. En un mundo ideal la literatura es un tema importante, una discusión viva, y es en ese intercambio que se forma una comunidad. 

Creo que poco a poco nos hemos ido acercando a ese mundo ideal. Hace dos décadas los escritores esperaban la reseña del crítico único y se obligaban a no responder, porque se leían los dictámenes de ese tipo como cuestiones de mero gusto. Hoy por hoy, con los muchos lugares en donde se discute la literatura, desde los congresos académicos hasta las redes sociales, creo que el panorama es indudablemente mejor. La enorme cantidad de gente que vino a la última Primavera del Libro, creo, lo demuestra.

Hacia el final de “Qué será de la ficción del siglo XXI” se expresa un deseo: que se escriban narraciones que fortalezcan el sentido de la ficción, que se alejen del yoísmo, que no renuncien a imaginar. Esto tiene que ver con cierta caducidad o límite que ha alcanzado el giro subjetivo, pero, del otro lado, puede advertirse una crítica hacia una literatura literal. En este proceso de despegue, tanto del yo como de la contingencia inmediata, ¿cómo se relacionaría el fortalecimiento de la imaginación con el mundo material?, ¿puede haber algo así como una relación sana entre la literatura y el mundo?, ¿cómo congeniar la literatura con las urgencias del presente?

Tal vez por mi formación teórica, pienso que la relación entre literatura y mundo es inevitable, imposible de soslayar, insustituible, en fin, es el destino de toda escritura. Por lo mismo, los reclamos de verosimilitud o un pacto de lectura que repose demasiado en la identificación entre autor y protagonista termina siendo, en el presente y sobre todo en este presente nuestro chileno y latinoamericano, un poco redundante. Es relativamente imposible para el escritor no hablar sobre sí mismo, y más encima sabemos que al hablar sobre nosotros mismos solemos engañarnos. Hay buenas razones para que esa literatura haya sido tan escrita durante los últimos años, no me voy a hacer el tonto con eso. El hecho mismo de que nuestra identidad suele escapársenos nos obliga a insistir en eso.

Pienso que la exploración hacia ese punto cardinal está más o menos hecha. Es decir, puede que nos encontremos todavía con un virtuoso o virtuosa de la autoficción, alguien que escriba con maestría un género que ya conocemos. Es posible, pero será eso, el virtuoso de un género que ya conocemos. El futuro, para mi gusto, viene desde el otro lado, de la ficción radical, del narrador abiertamente cuentero. Por eso me entusiasma la obra de escritores chilenos como Cristián Geisse, Isabel Bustos o Andrés Montero. En sus obras hay una abierta libertad de crear mundos diferentes al nuestro. También pensaba en la obra de Roberto Castillo que, aunque juega con la verosimilitud en Muertes imaginarias, al escribir sobre personajes que no existen ni han existido hace una apuesta fundamental por la ficción, por lo que no ha ocurrido.

Por supuesto, me puedo equivocar. Quizá le pongo mucho a esta dicotomía y puede que la liebre termine saltando por un lado imprevisible. Pensando las cosas bien, es lo más probable.

A lo largo de todo el libro se va desplegando una suerte de corpus personal, una serie de autores que saltan a la vista como referencias: desde J. R. Tolkien hasta Nicomedes Guzmán y Manuel Rojas, desde Alberto Blest Gana hasta Isabel M. Bustos y Cristián Geisse. A este grupo podríamos sumar otros mencionados como Roberto Castillo Sandoval o Hernán Díaz. Desde el punto de vista de Ignacio Álvarez como lector, autor y lector, ¿tienen algo en común este conjunto de autores y obras que lo atraigan hacia ese conjunto de textos de referencia?, ¿qué pasó contigo al leer esas obras?, ¿qué hace que una obra despierte en ti la sensación de tener algo que decir?, ¿qué autor u obra quedó por fuera de El curso que hice al revés?

Hay varias cuestiones que me gustan. La imaginación, claro, y ahí está Tolkien. Las novelas que recogen experiencias que me parecen valiosas, como ocurre con Nicomedes y con Manuel Rojas. También me produce mucha curiosidad el pasado, saber cómo vivían y cómo leían los chilenos de antes; me produce mucho placer la sensación casi ominosa de que esas personas tan parecidas a mí son, en realidad, completamente distintas. En el caso de Hernán Díaz me conmovió de una manera difícil de describir la soledad del protagonista de A lo lejos. En las novelas de Roberto Castillo hay una combinación rarísima de encontrar: una sensibilidad delicada, un oficio brillante, una imaginación desbocada y bajo control, una de las prosas mejor escritas de nuestro medio. Supongo que todos ellos, de alguna manera, descubren sus mundos dentro de lo obvio. Le buscan el cuesco a la breva, la quinta pata al gato, ven donde nosotros miramos, no más. Eso me maravilla. Porque buscarle el cuesco a la breva es arriesgarse a que los lectores te traten de pelotudo, y pienso que en todos esos casos hay algún inteligente que podría pensarlos como pelotudos. Tomar ese riesgo me parece central. Y fuera se me quedan muchos, pero no soy capaz de hacer una lista ahora. El único que mencionaría, porque lo quiero mucho y me ha dado muchas horas de felicidad, es John Irving, el autor de El mundo según Garp, un imprescindible para mí. Es un tipo que hace novelas decimonónicas en pleno siglo XXI, sabiendo, me parece, que son novelas que no resisten la prueba del tiempo. Eso sí que es humildad: escribir lo que tienes que escribir aun sabiendo que tu esfuerzo tiene fecha de caducidad. Qué mejor.

Deja un comentario

Previous Post
Next Post