Numerao, numerao, viva la numeración

Paloma De La Vega

Hace poco descubrí que los argentinos copiaron (o se compraron la licencia) de un famoso programa de entrevistas de YouTube. En la original, un pelado, extremadamente seco en su pega, se sienta frente a un entrevistado famosísimo y le hace preguntas investigadas con previa rigurosidad. La dificultad está en que el invitado tiene que comer alas de pollo con, quizás, las salsas más picantes del mundo. El resultado por lo general es hilarante y a veces preocupante. La versión argentina es más tranquila, las salsas están en una hamburguesa, porque no hay nada más trasandino que la carne. El pan tal vez es un factor en que la salsa no pique tanto y los momentos que en la versión gringa son explosivos, aquí son de plano más aburridos. 

Fui a parar ahí porque Instagram me recomendó un reel dónde el vocalista de Miranda!, Ale Sergi, estaba explicando cómo sus ganancias durante los primeros años comerciales del grupo no fueron a través de la venta física de discos, sino que por otras cosas. Que lo que más tuvo que hacer durante esa época fue firmar cds piratas. La culpa no era de los fans, que querían escuchar su música a toda costa, sino que de la economía y las disqueras que no se encargaban de regular la situación. 

Cuando dijo “cds piratas” fue inevitable devolverme a estar frente a mi computador guardando los primeros álbumes en un disco Master-G morado, con mi pésima conexión DSL. El primero de esos discos de la banda cumplió nada más ni menos que 20 años, una cantidad exorbitante de tiempo para quién lleva solo un tercio más respirando. Pero esto de recordar las efemérides musicales es más que una costumbre; es una obsesión que me ayuda a comprenderme a mí y al paso de un tiempo que no siempre ha sido amable. 

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Vuelvo a Miranda!, solo porque uno de los deseos frustrados de mi existencia musical fue  verlos en vivo. Lo más cerca fue en un lanzamiento de un disco de Alex Anwandter cuándo los subió al escenario a cantar una canción suya. Nunca es suficiente. Una vez intenté escribir un cuento autoficcionado sobre esta situación, uno que empecé quizá a los 24 años y que dejé botado en el Drive por patético. Mi línea temporal no se ha corrido tanto como para no volver a visitarlo y lo hago ahora con la convicción de que la música está anclada a mi larga historia de fracasos.

Mucha gente recuerda al 2006 como el año en que Daddy Yankee bajó de un trono dorado al escenario o que Franz Ferdinand subió a la Quinta Vergara. Para mí fue importante porque Miranda! abrió la primera noche del festival. Aunque también lo fue por otra situación: mi hermano menor había nacido con problemas y estaba en los últimos días de que lo dieran de alta del hospital, el ambiente frágil en el departamento que la familia arrendó por el verano. Recuerdo haber visto la presentación acurrucada en mí misma, sola, una bolita que podía al mismo tiempo escuchar el ruido de la música desde el exterior si le ponía mute a la tele. 

Algo pasó durante esos días. En esos movimientos mentales estuve durante casi dos décadas segura de que lo que había escuchado esa noche era Miranda!, pero parece que quizá fue Chancho en Piedra o Kansas. La guagua ya estaba en casa, quizá uno o dos días después de la apertura del festival, cuando le dio una crisis respiratoria. Según mi mamá, yo nunca salí sin zapatos, pero hasta hoy puedo sentir las piedras bajo mis plantas descalzas, lo rápido que corrí por la calle para hacer parar un auto, cualquier auto, para que se los llevara de vuelta al hospital. Que lo que retumbaba en mi pecho no solo era el miedo a lo peor, sino que alguna canción del primer disco, Es Mentira, ese mismo que tocaba en el auto de mi mamá hasta dejarla chata. 

Pasa que el Es Mentira cumple justo 20 años ahora en noviembre. Y a mi hermano no le pasó nada esa noche, de hecho ya van 16 años y contando. La clave la encontré ahí, en el ir enumerando todos los días una cosa nueva y conmemorar muy por encima. La gente le celebra cumpleaños a sus perros, gatos, plantas, el día que se compraron una casa, el cumplemés de sus relaciones amorosas. Los humanos somos aburridos y muchas veces predecibles, entonces empecé a contar los números de mi vida humana a través de la música y cuán vieja puedo volverme.

Eso, y las fechas de publicación de los libros. 

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A los 11 años leí por primera vez un libro de adultos. Todo lo que contó como literatura hasta esa fecha fue El diario de una princesa, Harry Potter y el Prisionero de Azkaban, algunos Papelucho y la Biblia. La falta de material me llevó hacia el último libro y como justo ese año iba en un colegio de monjas, no me hizo mal tenerlo a mano. Tenía dos libros favoritos: Judith y Ruth, siendo la primera la que se ganó mi alma. Hasta esta fecha, cada vez que voy a un museo de arte, espero encontrarme con alguna versión de Judith sosteniendo la cabeza ensangrentada de Holofernes, o de plano cortándosela. El sueño de una mujer guerrera que no se casa nunca era como para ponerla de póster en la pared junto al de Axé Bahía.   

Pero la cabeza aún atada a mi cuello quería algo más que bailar Mekano y escuchar la FM Hit. Sé que era de día y fin de semana, el incesante ruido de la aspiradora en lo que era la casa de ese entonces a una hora en que yo podría estar en el colegio. Que no hacía frío porque tocó buen día en Coquimbo. Que el olor a mar era fuerte y que me vendría a buscar más tarde mi vecina para ir a jugar a su casa. Pero podría haber subido a mi pieza a jugar con algo. Me quedé en el primer piso porque lo divisé de lejos. Lo encontré encima de la superficie de algún mueble del living, ese libro que mi mamá llevaba unos días leyendo, el color crema de la edición en contraste con la madera o las telas de los sillones. Era de esas ediciones Seix Barral que en la portada salía el título, un marco dorado alrededor de él y la firma del autor también en dorado. Las hojas estaban un poco naranjas, el roneo probablemente más viejo que yo y mi mamá juntas, y cuando lo abrí pensé: voy a romper este libro y me van a retar. 

No sabía qué esperar de un título como “París era una fiesta” ni de un señor de nombre Ernest Hemingway: era la primera vez que nos conocíamos. Aproveché que nadie me estaba buscando en la casa para ponerme a leer. Sería ridículo decir que lo que pensé leyendo fue que me transportó a otro lugar, porque no lo conocía. Europa solo era un enorme pedazo de tierra en mi libro de Historia, pero sí sabía qué era el vino. Saberme un niño entre adultos tomando y tomando. Incluso tenía identificado el sabor amargo de ciertos licores porque previamente yo fui una niña de campo y darle copete a un niño siempre es parte de la gracia de los asados. Podía verlos socializar, a esta gente famosa de la literatura, hablando grandes cosas que aún no podía entender del todo. 

Sobre todo pude sentir la miseria, la depresión que viene de ese lugar en el que aún no eres quién quieres ser o que quizás nunca serás. Hemingway se mató a los 61 años, el año 61 del siglo XX, tres años antes de la publicación del libro. Estaba enfermo, loco, destrozado en muchas partes por varios accidentes en los que estuvo involucrado. Eso aparece en el prólogo. Yo ya me sentía así. Este libro es una recopilación de los escritos de Hemingway cuando vivió en París en los años 20, demasiado joven, pobre y ambicioso para ver en qué se convertiría su existencia.

Tenía claro que no era un libro nuevo y cuando vi que la publicación original era de 1964, comprendí que los casi 40 años se irían agrandando cada vez más. Que ambos iríamos envejeciendo juntos. Y que probablemente nos perderíamos en el trayecto, porque un par de años después esa edición desaparecería para siempre de nuestras vidas. 

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Cada vez que puedo, intento comprar primeras ediciones de los libros. Esa es una gran trampa del esnobismo, puesto que si no es de una editorial independiente, las transnacionales imprimen donde quieren y la fantasía de la primera edición se rompe fácil. Sé que tengo ediciones de ese tipo en inglés, en tapa dura, la sobrecubierta tan suave al tacto que me gustaría no leerlos nunca. Por lo general no lo hago y terminan siendo parte de la decoración: una pila de libros de inmaculada selección creando polvo.  

También considero que hay una historia valiosa para mí en cualquier edición que pase por mis manos. Por casualidad, en una ida a una librería de libros usados en el centro Viña, donde específicamente iba a buscar esa edición de los “Problemas” de Aristóteles imposible de hallar, en la sección en inglés encontré una edición de Rebecca que se veía antigua. Bien cuidada, de bolsillo, con una portada de la mansión ilustrada con rayos y lluvia. El dueño me la vendió a dos lucas quina y yo salí feliz, hojeando las primeras páginas. Una de las primeras detalla las ediciones del libro, desde la original de 1939 hasta la que era mía, de 1943. La primera de bolsillo, hecha especialmente para que la gente que la comprara se la enviara a uno de los soldados gringos en batalla durante la Segunda Guerra Mundial. Podría haberme pasado la película de que mi edición había estado en manos de un militar de bajo rango con una metralleta en mano y la foto de su amada en el bolsillo de la chaqueta, como si fuera el video de “The Ghost of You” de My Chemical Romance, pero lo hago ahora cuándo pienso en la temporalidad de las cosas. Porque para mí el 43 es el año en que nacieron mis dos abuelas y hasta el día de hoy me cuesta asociarlo a algo que no sean ellas. Que tomar ese libro entre mis manos, impreso en letra de biblia para abaratar los costos de producción de la versión de bolsillo, es sentir las grietas de sus caras en mis dedos cuando los pasos sobre la tapa y que sé, a diferencia de Hemingway, no me va a dejar. Va a estar ahí en el librero, incluso cuando ellas ya no estén conmigo. 

Así que le doy mucha importancia a la fecha de publicación de un libro o al año de una edición específica. Intento justificar en esos números una decisión consciente, monetaria, por sobre todo, en la que un libro llega a mí. Una primera edición si no es del año en el que estás te puede costar mucha plata. Me negué a tener durante años cualquier edición de “The Secret History” hasta que la volvieran a imprimir en la versión más parecida a la original de Knopf con la escultura y el color casi sepia. Maldita snob adicta a la aesthetic, pienso de vez en cuando. Me gustaría saber qué estaban haciendo los autores en el momento en que publicaron sus obras, si ya eran famosos, si estaban tan endeudados como yo hoy.  Pero la obsesión con los números en las ediciones es muy diferente a la música desde que todo está en el streaming. Con los libros es una celebración silenciosa; con la música tengo la necesidad de gritarlo en Internet, incluso si ya al día siguiente olvido lo que estaba celebrando. 

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A veces conmemorar tantas cosas muestra las grietas de mi inestabilidad, de que soy incapaz de mantener mi atención en una sola cosa y que los gustos diversos no me hacen una persona interesante, solo inconsistente. La vida en la web se transforma así en un episodio de una sitcom, pero sin la comedia de una serie como Community, en el que siempre están celebrando algo: Halloween, el cumpleaños de alguien, el día de la familia o Navidad. No estoy acumulando remates de chistes que voy a usar en una conservación, me estoy aferrando y probándolo a los otros que contra todo pronóstico sí sé contar. Aunque sea en base al calendario gregoriano, aferrada a una religión que no practico sin querer. Quiero creer, sí, que Judith fue real, que la sangre de esa cabeza es más que rojo y marrón combinados en un canvas. Que esos cuadros son más que fechas colgadas en los museos: ahí volvimos, porque es imposible detener el paso del tiempo en mis células y en mi cabeza. 

En un movimiento adecuado de las Moiras, este año por fin vi a Miranda! en vivo. La reivindicación llega tarde para algunos, pero sucede de maneras inesperadas. Con la Jo nos conocemos hace 12 años, pero la amistad se afianzó  hace un par de años. Estábamos nerviosas; para ella también era su primer concierto de la banda argentina, pero no solo eso, era el primer evento después del accidente. Nuestras condiciones, sobre todo físicas y psíquicas, eran diferentes. La disposición a ver el show estaba enfocada a no cansarnos, a estar lo más comodes posible, a que la visión hacia el escenario fuera casi perfecta. Esa noche el calendario volvió a partir de cero y de ahora en adelante voy a celebrar que los vi frente a frente tomándole la mano a una persona que amo, que no es ridículo aferrarse a los números si eso significa un recordatorio de mi propia humanidad. Aunque los 20 años hayan pasado y Miranda! no me iba a tocar nuestro disco favorito entero de ellos, porque no lo hizo. Hay que aprender a vivir con la decepción de no tener todo lo que queremos, o si logramos acercarnos a una parte, existirán otras cosas que considerar. El tiempo pasa para todos, incluso para los setlists de bandas famosas.  

Una respuesta a “”

  1. Avatar de Gabo

    👏🏼👏🏼👏🏼 Buenísimo yo también tengo pendiente a Miranda

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