Ensayo una forma*

Claudio Guerrero

En una carta, Martín me sugería aceptar un destino histórico,
hallar el sentido -o el tema de nuestro tiempo- en la cultura de las ruinas.
Alfonso Calderón 

En su ensayo “El reverso de la escritura”, Martín Cerda reflexiona: “Si algunos escritores pueden, en un momento dado, aparecer como particularmente inclinados hacia todo aquello que se muestra en estado de ruina o de quiebra, es porque sospechan, posiblemente, que la miserable realidad de aquellos restos esconde todavía el temblor de un vuelo hacia algún quimérico horizonte” (Escombros 131-132). Parto con esta frase del destacado ensayista chileno para poner en relieve un asunto que me viene preocupando desde hace varios años y que tiene que ver, justamente, con      las ruinas y el futuro, el ejercicio poético y las formas de vida que este vehiculiza a contrapelo del capital. En un momento clave como el que estamos viviendo a nivel mundial, me parece profundamente necesario revalorizar el pensamiento de Cerda, la sensibilidad con que lo transmite y la forma fragmentaria de su escritura, cuando se hace imperativo reimaginar nuestras formas de vida para aplacar, en parte, el sentimiento de colapso global.

Quisiera detenerme, por tanto, en ese reverso de la escritura, en ese doblez que me compromete como escritor e intelectual, en ese lugar donde los escombros del presente emergen de modo espectral, nublando a veces la expectativa de futuro, para decir: ante todo, escribo; ante todo, ensayo una forma.

Escribo. Y no puedo dejar de escribir. Escribo sobre restos y temblores. Sobre las ruinas del tiempo. Y todo lo que he escrito alcanza a ser apenas un fragmento de todo lo que hubiese querido escribir. Escribir supone un esfuerzo que requiere de condiciones para su realización. Requiere tiempo, pero no solo eso. No se escribe sobre cualquier cosa, así como también resulta difícil de pensar en los delirios de escritura a lo Jack Kerouac, enrollando papeles en un tecleo sin fin como paráfrasis del escritor inspirado y frenético que no puede dejar partir una idea. Siempre se vuelve sobre lo escrito. Siempre debe haber un segundo o tercer momento sobre el cual la materia impregnada por primera vez pasa como por un filtro. Ese resabio de la escritura, ese gasto o resto, bien podría ser el tiempo ralentizado de la reflexividad, el tiempo de la sospecha de la cual hablaban Teófilo Cid, Roland Barthes y el mismo Martín Cerda para fijar una detención, esa que posibilite hallar la palabra escondida, esa imagen que después causa sorpresa o asombro porque no se sabe muy bien de donde viene. Escribir a veces es desconocerse, no saber quién es uno. Como dirían Arthur Rimbaud o Maurice Blanchot, es otro quien escribe, otro que se parece más al desconocido que silba en el bosque, al recién llegado al pueblo, al que a veces no sabe por qué escribe.

Cuando pienso en el reverso de la escritura me gusta recordar a Ernesto Sabato cuando distinguía entre quienes escribían por necesidad y quienes lo hacían por cualquier otro motivo: por trabajo, a pedido, por un contrato. Siempre pensé que escribir suponía, primordialmente, una urgencia. Un aquí y un ahora expresivo que buscaba, antes que todo, su comunicabilidad. Pero no la urgencia de la inmediatez, sino que una mediada por la conciencia de la escritura, una reflexividad, por cierto, que después traería aparejado otras suposiciones: la persecución de una forma, el ensayo de un estilo, reconocerse en una propia voz. Esa necesidad se debía, antes que todo, en un reconocimiento de uno y sus fantasmas, uno y sus obsesiones, uno y el universo. 

La escritura está marcada por los actos iniciáticos, llenos de claroscuros. El primer viaje que hice fuera del país con apenas diecinueve años se debió, precisamente, a la necesidad de reconocer la ciudad que Sábato pintaba en Sobre héroes y tumbas. Estar en los mismos lugares en los que habían estado Martín y Alejandra, los jóvenes protagonistas de la novela: el Parque Lezama, el Puente Avellaneda, Barrancas, una iglesia en Belgrano. Habitar la ciudad que solo había podido imaginar leyéndola. En el delirio más absoluto llegué a tomar un tren que me condujo a la casa del escritor en Santos Lugares. Es probable que llevara algún ridículo manuscrito en la mano, un improbable trebejo absurdo. Preguntando en la estación y en algunos negocios llegué a la casa del escritor venerado, frente a un gimnasio. En el jardín, dos estatuas como sacadas del mismísimo Parque Lezama. Sabía que su mujer estaba enferma y no quise interrumpir la difícil situación. Me bastó ayudar a unos peonetas que traían un colchón antiescaras y con los cuales pude entrar hasta la puerta de la residencia. “El señor no está”, dijo una ama de casa que recibía eso y otras cosas más. No me atreví a más, tan solo a volver a la estación, tomar el tren de vuelta y atesorar para siempre el momento a la espera de una escritura que no acontecería sino veinticinco años después, como nota necrológica, a la muerte del físico y novelista.  

Escribo. Escribo todo el tiempo. Y en un tiempo concreto, específico. Un aquí y ahora que tiene que ver con condiciones materiales de producción, con contextos específicos y designios culturales. En la casa adolescente había libros, muchos libros y una máquina de escribir Olivetti celeste, pequeña, que se guardaba dentro de una maletita, lo que facilitaba su transporte. Allí se producían los trabajos escolares y universitarios, las revistas deportivas que compartía con los compañeros de curso y los primeros textos poéticos que tempranamente desecharía. Pero otra cosa resultaba más impetuosa. Amaba, por sobre todo, el timbre de cambio de línea y ese deslizarse del uslero metálico por la página que anunciaba nuevas ideas, nuevas letras itálicas impregnadas sobre el papel. Y amaba al mismo tiempo la rebelde letra mayúscula que se salía de línea como el ritmo parejo de escritura que a veces se interrumpía cuando un dedo, inyectado de entusiasmo, pasaba por abajo del teclado. La máquina era un dispositivo de deseo.

Creo que fue el poeta Jorge Montealegre quien alguna vez contó la anécdota de estar caminando una mañana silenciosa por las calles de Ñuñoa cuando, motivado por el ruido sostenido y lejano de una máquina de escribir, se desvió de su camino dominical para perseguir la fuente de esa música. Caminó un par de cuadras hasta dar con el sujeto desbocado que se atragantaba sobre la máquina con voluptuosidad. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que el frenético escribiente no era otro que el poeta Enrique Lihn, sentado sobre una Citroneta, con las ventanas abiertas. El mismo poeta de los versos que dicen: “porque escribí estoy vivo”. No quiso interrumpir el estado de trance del compositor de esos sonidos, y decidió seguir de largo para proseguir con asuntos prosaicos como ir a la feria y traer empanadas para el almuerzo. 

Ese sonido de la máquina de escribir ya no se ha vuelto a escuchar más. Ha desaparecido como desaparecieron las luciérnagas, según alguna vez hizo notar Pier Paolo Pasolini para fijar en esa imagen el a veces imperceptible cambio de época del cual no somos siempre totalmente conscientes. Esa materialidad obsoleta ahora forma parte del museo de la nostalgia, de la condición iniciática de la educación sentimental a la que siempre, en todo caso, hay que volver como ahora vuelvo sobre las últimas luciérnagas vistas hace más de veinticinco años sobre un estanque en Lautaro, en otro viaje literario, esta vez a la ciudad natal del poeta Jorge Teillier, en busca de sus dominios perdidos.

Leer y escribir fueron casi siempre una misma cosa. Una cosa es la espalda de la otra. Un habitar otro tiempo, uno que ralentice el ritmo perpetuo del capital. Una manera de desmontar la línea de montaje de la producción en serie. Pienso en esta condición de la producción creativa e intelectual como uno de los principios que motivan la escritura. Se escribe, asimismo, para intervenir los supuestos fácticos que no pueden, nunca, darse por anclados. El descoyuntamiento del lenguaje cumple, entre otras cosas, con esa función: torcer el habla hegemónica, desautomatizar la lengua de modo que permita tasar la realidad con ojos nuevos, desacostumbrados, distantes. Escribir, practicar una forma, ensayar una forma, dar cabida a la ficción como acción, también supondría un trabajo tendiente a desanudar algunas de las ataduras que sostienen formas de vida que se considera se deben disputar. 

La práctica de la escritura tendría esa capacidad elástica de entrar y salir del tiempo, de morar en un entrelugar donde las fronteras siempre son difusas y permeables, pero siempre con los pies bien puestos en la tierra. Y he aquí que quisiera agregar otra diatriba autobiográfica, a propósito de una nueva conmemoración de la revuelta social que sacudió al país hace tres años. Es una obviedad señalar que no se puede escribir fuera del tiempo. Que siempre se está determinado, por más que a veces se quiera huir de las ruinas, por las circunstancias que nos llevan a tener que aceptar nuestro destino histórico. He escrito muy poco –aún– sobre ese momento que ha hecho girar el ciclo histórico que estamos viviendo. Es difícil escribir, diríamos, en tiempo real. Es como si la escritura necesitase de una lejanía. Un desvío que permita sopesar los acontecimientos que marcan una experiencia. La necesidad primordial, anterior, ha sido la de hablar, juntarse, reconocer a la vecina o vecino, y reflexionar sobre hasta qué punto los modos de vida que acostumbrábamos expresaban, en la vida cotidiana, el mismo problema que entraba en cuestión.

La semana del 18 de octubre de 2019 estaba en Santiago en un congreso sobre infancias. Se notaba ese aire enrarecido que precede a la tormenta. Las protestas en el Metro se intensificaban cada vez más, así como se acrecentaba el control y la vigilancia en las boleterías y andenes. Había en el aire una violencia difícil de explicar y que se expresaba, por ejemplo, en puertas de acceso a las estaciones de Metro semicerradas, a las ocho de la mañana, en el momento de mayor afluencia de público, con la gente teniendo que bajar apretada, chocando entre sí, como animales. El mismo viernes 18 muy temprano en la mañana nos volvíamos a Valparaíso a cerrar el congreso y ese día lo pasamos un poco desconectados de lo que estaba pasando en Santiago. Preocupados de atender a los invitados internacionales, nos enteramos muy tarde del nivel de caos que se produjo esa tarde-noche en la capital. Y a la mañana siguiente nos levantamos más tarde de lo habitual. Aún no sopesábamos del todo las noticias que llegaban con alarmas incendiarias.

El sábado 19 en la tarde teníamos programada en Valparaíso una lectura de poetas mujeres a las cinco de la tarde y luego el poeta peruano Mario Montalbetti haría una lectura en la Librería Concreto Azul. Nunca llegamos. Camino al lugar del evento nos encontramos en Plaza Victoria con una marcha, a la que nos unimos inmediatamente. Una marcha furiosa como nunca había visto antes. Había una efervescencia única en el ambiente. Había rabia, frustración, impotencia. No pasaron ni cinco minutos cuando de pronto todo explotó, tuvimos que resguardarnos de los carros lanzaguas, planear vías de salida, cuidarse de que no pasara nada. Comenzaba el levantamiento popular en Valparaíso. La gente bajaba enardecida desde los cerros, nos encontramos con amigas, amigos, nos cuidamos entre nosotros, se hizo de noche y en pocas horas la ciudad, literalmente, ardía. Cuando decidimos volver a Viña del Mar, ya no había locomoción colectiva, solo se apreciaban columnas de humo por diferentes puntos de la ciudad y luego de muchísimo rato logramos encontrar un Uber. La entrada a Viña del Mar, la ciudad donde nunca pasaba nada, no pudo ser más demostrativa de que el descontento era algo generalizado. Sorteando barricadas, zorrillos y guanacos, pudimos volver a casa. 

Se trataba del día cero de un nuevo tiempo de sospechas y desesperación, pero también de esperanzas. Desde entonces, hemos vivido revueltos, revolcados, pensando, luchando, buscando crear nuevas formas de vida que permitan poner por sobre todas las cosas el principio de lo común. Todavía estamos en eso y más allá de los avatares del proceso constituyente y la reciente derrota a mano de las fuerzas conservadoras, pienso que es un asunto aún en curso, que no ha terminado. Cansados de la nostalgia del pasado, del tiempo de las ruinas, se trataría más bien de una nostalgia del futuro, del tiempo por venir, en donde la memoria jugaría un rol fundamental: la de ser guardián de una experiencia por acontecer. Así lo señalaba Jorge Teillier en su ensayo «Sobre el mundo donde verdaderamente habito» (1968): «Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos» (15). Por eso, creo que su poesía ha sido generalmente muy mal entendida: no se trata de una poesía del pasado; se trata, más bien, de una poesía del futuro. De aquello que se anhela fervientemente. Algo que me parece tremendamente actual para intentar hallar las huellas del sentido de nuestro tiempo.

En consecuencia, la lectura y la escritura también debían transformarse. Como señala Martín Cerda en “Precisiones”: “Después de una crisis social, la más elemental e inmediata tarea del escritor consiste en revisar rigurosamente el lenguaje que emplea. Las palabras no son neutras ni inocentes: mucho menos después de haber sido usadas como armas por las facciones en lucha” (Escombros 95). De pronto, el lenguaje también se modificó. Estábamos en medio de un estallido, éramos protagonistas de una revuelta, la más indignada y masiva de las últimas décadas. El trabajo creativo e intelectual, por tanto, se volvió necesariamente colectivo, tratando de hilar la lengua común del descontento. Casi sin propósito, desde entonces empujando y empujado a la vez, se han multiplicado las instancias de diálogo e intercambio poético y académico. Como si recién nos hubiésemos dado cuenta de la necesidad de auscultar lo neoliberalizados que estábamos. Como si recién nos hubiésemos dado cuenta qué significa vivir juntos. Sospechábamos que vivíamos un tiempo de ruina inmersos en una lentitud solapada, esa lenta cancelación del futuro de la cual hablaba Mark Fisher en Los fantasmas de mi vida (2013). Lo sospechábamos y no éramos plenamente conscientes. En eso estamos todavía, con la película un poco más clara, saliendo de la maraña. Ensayando nuevos lenguajes, nuevas formas de vida. Pensando que otro futuro -todavía- es posible.    

Notas

* Texto leído el 19 de octubre de 2022 en la Biblioteca de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, en el contexto del Seminario Permanente Martín Cerda.

Referencias

Cerda, Martín. «El reverso de la escritura» en Escombros. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2008, pp.131-132. 

—. “Precisiones”. Escombros. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2008, p. 95

Teillier, Jorge. «Sobre el mundo donde verdaderamente habito» [1968]. Muertes y maravillas. Santiago: Universitaria, 1971, pp. 9-19.

Claudio Guerrero (1975). Es autor de los poemarios Las corrientes luminosas (Casa de Barro, Valparaíso, 2020), Código menor (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2017), Pequeños migratorios (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2014), El libro de las cosas que se ignoran (Ediciones del Temple, Santiago, 2002) y El silencio de esta casa (Ediciones Casa de Barro, Santiago, 2000) y del libro de ensayos Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2017). Además, es coeditor de los libros El ABC del Neoliberalismo 3 (Communes, Viña del Mar, 2021 junto a Hiam Ayllach y Hugo Herrera) y de Figuras de lo común. Formas y disensos en los estudios literarios (Dársena, Valparaíso, 2021 junto a Mónica González, Hugo Herrera y Raúl Rodríguez).
Twitter: @elsrguerrero

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