RRR: anticolonialismo para todo público
Diego Leiva Quilabrán
Vi RRR en enero, cerquita de la quincena. Tres horas de subidones y bajones. Me habían dicho que el tiempo no se sentía, pero mientras estaba veía pensaba que estaban pasando demasiadas cosas y seguía quedando mucho rato para que siguieran pasando otras tantas. Una batalla que parecía final, otra batalla final y, al final, una batalla final-final. Dos meses y una temporada de premios mediante, sigo dándole vueltas, conversándola con amigos, con mi mamá, con profesores, con quien pueda. RRR es, no tengo duda, una de las mejores películas que he visto y voy a ver este año.
Rama Raju y Komaram Bheem fueron dos líderes revolucionarios de la India: el primero se levantó directamente contra el Raj Británico, el segundo, contra terratenientes locales auspiciados por el poder colonial de la zona de Hyderabad. Con licencias históricas mediante, S. S. Rajamouli cuenta en RRR un “qué hubiera pasado si…” ambos líderes se hubieran conocido, construyendo en la ficción una amistad entre Raju y Bheem antes de su vida pública y documentada: “La amistad entre un volcán en erupción y una tormenta salvaje. / La amistad entre el libre albedrío y el destino. / Esta amistad es entre opuestos”, dice una suerte de profundo corifeo inmaterial y omnipresente, que introduce, de paso, a RRR como un buddy film o bromance. Esta es solo una de las muchas y diversas formas de entender lo que pasa: película de acción, buddy film, musical, romance fundacional, épica histórica, realismo mágico y ensayo anticolonial.

Todo lo humano es nuestro
RRR es un muy buen producto de Bollywood, pero también es un buen producto mundial. No tan solo es la película más cara y uno de los más grandes éxitos de taquilla de India, sino también un éxito en su distribución internacional en Netflix, colándose como invitado exótico en los circuitos de premios, de esos que de vez en cuando los gringos y europeos dejan pasar para que les animen la fiesta, gracias a su canción principal, “Naatu Naatu”. A pesar de lo desconocida y hasta exótica –en el peor de los sentidos, recordable como un chiche o un suvenir simpático– que suene para algunos su lugar de origen, RRR es un producto rentable en cualquier parte, porque sabe hablar la lengua franca del cine de acción, de artes marciales, de aventura, del musical, del cine histórico en un barroquismo que, impresionantemente, funciona cuanto más crece.
Eso podríamos decir si fuéramos lo suficientemente inocentes. Tanto como para no ver que RRR tiene lo que se necesita para encantar aun a los despolitizados que no están familiarizados con los discursos anticoloniales. Porque esta película no tiene miedo de llevar a las masas al cine y reconoce en la masividad una condición para que cierta imagen de justicia y legitimidad pueda echar raíz y circular.
Rajamouli usa todos los recursos típicos de los que dispone el cine indio –los efectos especiales y sonoros espectaculares, las coreografías populosas de danza y combate, los tiros de cámara violentos, etc.–, para contar una historia de lucha anticolonial con un mensaje interesante. Es como si en la cena de honor de la civilización, ese invitado que está allí solo por cumplir se hubiera aprendido toda la fanfarria del dueño de casa para descuerarlo frente a los comensales, porque los mayores exponentes de los géneros cinematográficos de los que bebe RRR y el cine indio en general –conocido comúnmente por producir sus propias versiones de clásicos occidentales– son también responsables de aquello contra lo que la historia de Raju y Bheem se planta. Con esa caja de herramientas se va tejiendo un relato sobre la violencia colonial y el camino de los héroes para conocer aquello que les falta: a uno el fondo y al otro la forma.
El héroe del síntoma y el héroe del remedio
El objetivo de Bheem es rescatar a Malli, una niña de su tribu que fue comprada por Catherine, la esposa del líder del Raj británico Scott Buxton, en un confuso momento que expone la violencia colonial desde el choque de lenguas: Malli canta para el colonizador, Catherine la quiere como su propiedad, Buxton manda dar unas monedas a la madre, la madre piensa que es una propina, soldados toman a la niña y se la llevan. Malli acaba de ser comprada como un gustito personal en medio de un malentendido fundamental. Bheem va a Delhi a rescatarla y amenaza la seguridad del dirigente del Raj.
Raju va develando su fin último más despacio a lo largo de la película. Lo conocemos como un soldado ejemplar a favor del Raj, lo vemos buscar a quien ha amenazado a su jefe. Lo vemos queriendo ganar como sea el favor de la Corona para conseguir armas para su pueblo y volver con su novia que lo espera.
Bheem ve un problema concreto y su aprendizaje tiene que ver con comprender, por todas las consecuencias de su amistad con Raju, que el problema es mucho más grande. Al revés, Raju aprende que el camino para conseguir la rebelión contra todo el sistema que violenta a su pueblo no es el de un hombre solitario.

Quizá la escena clave en que estos dos caminos se cruzan es cuando Bheem es torturado frente a una multitud conmocionada. Raju ve el límite de lo que está pagando para conseguir lo que quiere y Bheem es puesto a sufrir para la disciplina de una comunidad completa. Contrario a la razón foucaultiana, el castigo público del oprimido no llama al orden moral y político. Todo lo contrario, el sacrificio de uno, del primum inter pares, alimenta la rabia popular. El martirizado Bheem canta, en una escena dramática que funciona como una olla a presión, lista para estallar: “¿Gritarás de dolor cuando corte tu piel el látigo? / ¿Temblarás de miedo al ver sangre? / Si te asustas y derramas una lágrima, / ¿cómo puedes decir que eres hijo del bosque?”. Canta mientras su sangre fluye como un rio hacia los pies del gentío que sufre con él, acaso un guiño a Cien años de soledad y a ese río de sangre como la expresión de un sufrimiento destinado a dar aviso, a entregar un mensaje, a avisar del fin o del inicio de algo.
El vínculo entre eros y política
Doris Sommer desarrolló la idea de ficciones fundacionales, proponiendo que en la literatura que acompañó las consolidaciones nacionales en América Latina durante el siglo xix, los vínculos políticos se representaban a través de relaciones amorosas entre representantes de grupos de interés o clases. RRR en sus tres horas, se da el tiempo incluso para desarrollar un aspecto legible desde la teoría de Sommer. En su estadía en Delhi, Bheem se enamora –fulminantemente, como la convención del melodrama lo dicta– de Jenny, la sobrina de Scott Buxton. Por otro lado, Sita, novia de Raju, lo espera en su pueblo de origen.
Durante la primera mitad de la película está mucho más presente Jenny. Bheem le coquetea y ella le coquetea de vuelta hasta que se establece cierta complicidad. Ella sufre cuando a él se le captura y tortura, aun sabiendo quién es y su objetivo. A medida que vamos conociendo el pasado de Raju, aparece en el radar Sita, quien se vuelve el vehículo de la trama hacia su conclusión. Jenny es una alianza estratégica, participa, empatiza, pero la unión que movilizará todo hacia el desenlace y que ha estado pesando desde un inicio, aunque no lo sepamos, es la de Sita y Raju. Si a nivel de la erótica y el deseo romántico el pacto promisorio se resuelve definitivamente entre la pareja de indios nativos, también se resuelve homosocialmente entre los dos amigos, dispuestos a aprender el uno del otro. Ese triángulo, dispuesto en el seno de la comunidad y sacando del corazón de la ecuación a la mujer inglesa dispuesta a cooperar, es el que promete el futuro.
La performance de “Naatu Naatu” corresponde a la representación del arrebato del deseo. Raju y Bheem asisten a una fiesta en el palacio de Buxton, allí son humillados por el pretendiente inglés de Jenny, que sostiene su superioridad en su refinamiento estético y musical, reafirmando la barrera racial, cultural y lingüística –Bheem ni siquiera sabe hablar inglés y es Raju quien le hace de traductor en el coqueteo–.. “Tango, swing, flamenco. ¿Puedes hacer algo de eso?”, dice el inglés. “Ni salsa ni flamenco, hermano, ¿pero conoces el Naatu?”, responde Raju. Y así los protagonistas se lanzan en un frenesí de baile que sintetiza el gesto de llevar el Occidente a jugar en la cancha y con las reglas de la India, tal como se sugirió más arriba. Naatu es el baile con gracia local, el que cautiva e invita a las mujeres a ser activas en la ceremonia del más fuerte, del más enérgico. Esa energía nativa cautiva y deja en ridículo al colonizador, incapaz no tan solo de dominarlo, sino de siquiera interesarse en el baile Naatu más que como un desafío para volver a afirmarse a sí mismo, de decir que también puede. Así como la erótica es una imagen de la política, el baile aquí es la representación lúdica de lo que pasa cuando las reglas no las pone el colonizador.

¿War isn’t good for absolutely nothing?
Mucho se habló en esta temporada de Sin novedad en el frente, la premiada película alemana antibelicista, que permite, nuevamente, vender la versión más culposa de Occidente lamentando las atrocidades utilizando al nazismo como una horrenda excepción violenta. Junto con ello, el Óscar al documental Navalny, sobre el opositor a Putin y el sentido discurso de recepción de sus directores no son más que favores entre hombres blancos. ¡Todo esto en la misma ceremonia que tenía como nominada a la continuación de esa épica de aviones y fusiles ochentera llamada Top Gun! Por supuesto que la guerra es mala, por supuesto que, cuando estás en el frente, todo es más un drama y una película de terror. Rodolfo Walsh lo expresó con las palabras precisas en Operación masacre: “La pobre gente no muere gritando ‘Viva la patria’, como en las novelas. Muere vomitando de miedo […] o maldiciendo su abandono”.
Europa juzgó y seguirá juzgando a los nazis, lo que indiscutiblemente es un mínimo civilizatorio. Sin embargo, Aimé Césaire nos va a recordar que lo que realmente no perdona la “indefendible” Europa es el crimen contra el hombre blanco, el crimen de su civilización contra sí misma. Gringolandia y su aparato cultural va a aceptar que Europa les hable de que la guerra es una salvajada, ¿pero podría dejar que el llamado Tercer Mundo le explique por qué a veces esa es la única salida que los civilizados les han dejado?
“Naatu Naatu” fue nominada a varios premios como mejor canción original y se quedó con dos de los más connotados: los Globos de Oro y los Óscar. Quiero preguntarme si la canción del final, “Sholay” [“Brasas”] hubiese corrido la misma suerte. Y obviamente, acá empieza la ficción especulativa: ¿hubiera sido aceptable que la canción nominada fuese sobre la dignidad del pueblo indio?, ¿una canción que suena mientras Raju llega con armas a su pueblo y Bheem devuelve a Malli a su madre después de que ambos asesinaran al líder del Raj devolviéndole una bala británica? ¿Podríamos haber sido testigos en la ceremonia de los Óscar de un recreación de la alegre danza final de Sholay, con un montaje de cañones, sables y un panteón de héroes revolucionarios, tal y como se muestra en la película? ¿Qué diría el público bien portado y bien intencionado si buscara la traducción de lo que están oyendo y aparecieran versos como “Icen la bandera a la que entregamos nuestras vidas. / Hay un hombre de hierro en cada camino y hogar”, “Este grupo no se inclina ante nadie. / Es una nueva mañana, rompimos todos nuestros grilletes” o “Una vez unidas, estas manos no se sueltan. / Los valientes han llevado el turbante del sacrificio”? Claramente, el problema no serían las frases sueltas como mantras regustosos, algo habría que hacer con el montaje total.

Quizá lo más interesante de RRR sean esas ganas de mostrar a una nación ganadora a través de sus héroes, esa desfachatez al encarar a Occidente, ese acercamiento al cine popular sin miedo de llamar a las masas, sin temor a los excesos. Al invertir el punto de vista respecto del avance occidental –o del avance del occidente de Hollywood–, por mera posición de periferia y habiendo importado y dándole una vida propia no tan solo a la técnica del cine, sino también a sus géneros y formas, el relato que se produce es mucho más complejo. Es, con o sin querer, qué más da, una diatriba de lo que Martí llamaría de este lado la Guerra Necesaria. Si, Edwin Starr tenía razón, la guerra no es buena para absolutamente nadie. En abstracto y frente a la cámara, los pacifistas alemanes asentirían. En revolucionaria alegría y levantando las banderas con la frase atribuida al Komuram Bheem histórico “Jal, Jangal, Zameen” [“Agua, bosque, tierra”], desde la India le dicen al Occidente que la guerra sirvió y pueden decirlo con orgullo patrio, en plena crisis de las identidades nacionales.



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