Los celos matan
Mariana Cabrera
Soy la novia fugitiva en medio de la frescura del bosque. Miro mis pies descalzos y veo el vestido manchado de sangre. Debajo de la tela arde mi piel joven, tersa y morena. Un cuerpo a cada lado.
Izquierda: el cuerpo desnudo del amante yace de costado. El pelo oscuro espesado por la herida reciente. Late en la tierra su virilidad expuesta. Leonardo. León bravío hasta en la muerte. A su lado, el caballo: crin negra, pelaje endurecido, salvaje bestialidad.
Derecha: el novio con la frente hacia el cielo. Un ojo cerrado, otro abierto. El cuerpo silenciado aún me juzga y me ruega. El ruido del viento en la maleza me recuerda mi propia presencia.
El comisario pregunta de nuevo cómo sucedió todo. Apaga el cigarro en el escritorio y me mira fijo. Sostengo la mirada; sus pupilas grises parecen dilatarse de rabia ante el desafío de mi silencio. Repite la pregunta, esta vez lentamente. El único haz de luz que hay en el cuarto, viene del pequeño tragaluz cerca del techo, ilumina su bigote tupido, espeso, que se mueve lento y amenazante, como un gato silvestre agazapado en una mata, esperando el momento justo para saltar sobre su presa. Quiere generar un clima, pero no me intimida. He conocido peores. Por última vez, gitana inmunda. Las palabras resuenan en mi oído, pero tomando en cuenta de quien vienen, no me lastiman. No siento nada. Mi corazón ya no es un músculo vivo y latente, sino una laja filosa, negra.
***
Aquí mi respuesta: escupo en el escritorio y lo miro de nuevo. La saliva, que en un principio parecía querer esparcirse por la madera, se condensa ahora en un punto central, nuclear, y allí permanece aglutinada. Sus dedos gruesos lastiman mi brazo cuando me agarra. Es la primera vez que desvío la mirada, y puedo ver cómo la presión deja marcas amarillas sobre mi piel morena. El bigote se acerca tanto que casi toca mi nariz, y su aliento fétido susurra: te venís conmigo, puta.
El ruido metálico de la porra contra la pata del escritorio, movimientos rápidos de los custodios: un pitido, puertas que se abren, una orden, al calabozo, asentir del oficial segundo, empujones, forcejeos, el pasillo oscuro y largo, el catre, un balde en la esquina, quizás para los excrementos, la oscuridad otra vez, las rejas que rechinan al cerrarse.
Hace siete noches que estoy aquí dentro. No sé bien si es de día o está oscuro. Antes me guiaba por las comidas, pero hace algunos días que las traen en cualquier momento, sin un orden específico. Si es que las traen. No le diré nada a ese policía inmundo. No. Que se pudra esperando. No me importa lo que pase conmigo. Tendré mi confesión, solo que no será con él.
***
Me consideran una bandida buscada en la mayoría de los estados que componen el camino central de la ruta estatal que cruza el país de punta a punta. O al menos así me llaman en las noticias. Me gusta porque siento que me da cierto aire de suficiencia. La primera vez que lo escuché estaba tomando un café negro en una cafetería al paso a la altura del kilómetro 34. El frío de la barra de mármol; la banqueta alta, incómoda; la mujer que atendía, con su cofia y el cigarro en la boca; la televisión pequeña y descolorida encendida sin volumen sobre la máquina de café.
Un periodista consternado mostraba una foto difícil de reconocer con la definición de esa señal de cable. El titular del zócalo rezaba en letras rojas: “Se busca peligrosa bandida”. Nadie más pareció prestarle atención al anuncio, la televisión parecía un acompañante de fondo del ronroneo de las camionetas afuera y las charlas veladas dentro.
Bandida me llamaban. De la larga lista de crímenes que se me adjudicaba, algunos ciertos y otros inventados, el que más me atraía era el asesinato. Me sentía poderosa frente a ese otro cuerpo abandonado a mis decisiones. A veces robaba, es verdad. Pero eso no me interesaba tanto. Lo hacía porque los objetos permanecían allí, inertes, luego de que los cuerpos hubieran exhalado su último suspiro. La sangre, eso sí era otra cosa. El momento en que la piel se separa con ayuda del filo sutil, da a conocer los borbotones magenta que primero se desparraman y luego se aquietan, detenida su efervescencia por el tiempo de la muerte.
Miré nuevamente la televisión. Me hacía gracia y daba algo de pudor el nombre pintoresco con el que me habían bautizado. Me hacía pensar en Bonnie y Clyde o algo por el estilo. Aunque supongo que yo sería solo Marga, a secas, si acaso alguien recuerda mi nombre. Me pregunto qué hubiera sido de Bonnie de no mantenerse unida a Clyde hasta el final. Quizás, con su inteligencia, hubiera podido ser una fugitiva exitosa y tener una vejez tranquila en algún poblado del sur de los Estados Unidos. Pero no, tuvo que morir a manos de aquellos oficiales en la carretera de Luisiana, junto a su idílico amor bandolero. Su poder como dupla era innegable. Sin embargo, si un hombre es lo que se necesita para ser mítica, no creo que llegue a serlo. No me asustaba que me reconocieran. Era imposible. En los pueblos por los que me movía no llegaba la señal de la televisión. Los extraños forasteros siempre eran vistos con sospecha al principio, claro, pero sabía cómo ganar la confianza de los pueblerinos gracias a las artimañas de seducción que había heredado de mi madre. Había visto sus lecturas de manos cientos de veces, cuando engatusaba a sus clientas para sacarles dinero a cambio de cuentos sobre su futuro.
***
No siempre llevé esta vida. Yo también fui una niña inocente. Recuerdo a mi primer novio en su tráiler. Yo tenía tan solo catorce años; él, veintidós. La espesura de sus rulos oscuros desbordaba como un manantial sobre mi pecho. Me tenía fascinada. Me acariciaba despacio, con el dorso de la mano, rozando cada rincón del contorno de mi cuerpo. Juguemos al león, le decía en mi inocencia. Me gustaba cuando rugía y se echaba encima mío como una bestia empeñada en la faena de devorarme. Me mordía y rugía. Su calor en mi vientre. Su cabello en mis sienes. Su aliento de león en mi oído. Mi cuerpo era un gato pardo retorciéndose debajo del suyo.
Sabía que iba a casarse. Me lo dijo después, como si fuera algo obvio, mundano, que no tenía nada que ver con nuestro juego exótico. Todo el mundo sabe que estamos juntos; las palabras salían de mi boca con el tono agudo de mi voz infantil. Ay Marga… y de nuevo una caricia descuidada.
Tuvimos que ir a su casamiento y se acabaron los juegos de la selva. Ese día, las casas rodantes se dispusieron en círculo, como se hacía para los festejos, y todo el camping se vistió de fiesta: luces que colgaban de los árboles, banderines de un blanco lustroso ondeando en el aire, niños y gallinas corriendo de aquí para allá, la banda de acordeón, guitarra y violín en las sillas de mi living, esa esquina sobre el suelo de tierra. El zapateo de los bailarines formaba una nube de polvo alrededor de la pista. Y en medio ellos: Leonardo, potro bravío con su crin oscura mecida al compás, gallarda postura y su camisa blanca desabrochada a la altura del pecho, la mano posada ligera en la cintura de su compañera, angelical, ojos gatunos, girando dócil al paso que se le marcaba.
Mi corazón galopaba salvaje. A un lado, mi madre me tomaba de la mano y me susurraba, completamente ajena a lo que sucedía: mira qué hermosos están los novios. Un día vos también vas a ser así y me vas a dar nietos gitanos que sepan bailar el flamenco. Al otro lado, mi abuela materna, que pasó la mayor parte de su vida en silencio, mirando todo lo que pasaba a su alrededor, sentenció:
Los celos matan.
Toda mi rabia detenida en ese instante. La miré contrariada; cómo lo sabía… Me había ocupado de guardar el secreto de mi familia, aunque eso implicara quemarme viva por dentro.
No me miró. L a vista al frente, hacia la pista de baile, el semblante rígido e inexpresivo. No volvió a decir nada.
***
Hui. No de inmediato, tendría que esperar todavía algunos años. Pero ni bien pude dejé la caravana y me di al camino en busca de mi fortuna. Prometí no volver a enamorarme. Entendí temprano que el corazón debilita la templanza, y que ese es un lujo que no puedo darme en el mundo salvaje que habito.
En ese tiempo me crucé con muchas personas. Dos mujeres me marcaron. Una de ellas la conocería pronto, en el último pueblo del desierto, al que llegué con sed y sin dinero. Se trataba de la anciana del lugar, una vieja hechicera obstinada en leerme el futuro. Yo no creía en esas historias: ya con mi madre había aprendido todo lo que sabía sobre el arma punzante que puede ser la lengua cuando se propone engañar. Pero me ofreció agua, así que me quedé. Su casa era polvorienta y estaba más retirada que las otras. Vivía sola, pero los gatos rondaban el lugar y lo habitaban como su hogar, tanto adentro, sobre el piso crujiente de madera, como en la galería oxidada que daba al exterior. Se notaba que hacía mucho tiempo que no llovía allí. Un sorbo, dos. Niña, tienes un gran poder. Tres sorbos. El agua fresca a la altura del pecho, en franco descenso hasta lo bajo del intestino, un rito de revitalización. Un poder que unirá a las mujeres todo a lo largo de esta ruta del infierno. Recién ahora empiezo a escuchar, saciada la urgencia. Eres la diosa protectora de estos territorios olvidados. No te dejes agarrar. Siento que sus dedos arrugados abren la palma de mi mano y colocan en medio una piedra pequeña, lustrosa, de color verde agua y con motas doradas. Este talismán te protegerá, niña. Llévalo siempre contigo.
No volvería a verla.
La segunda fue Alba. La conocí en la estación de servicio que está en la curva que la ruta hace cuando comienzan a verse las cimas del primer cordón de la cordillera. Yo esperaba mientras cargaban mi tanque; ella fumaba allí cerca. El sol del mediodía nos encandilaba, y tuvimos que refugiarnos por un momento en el quiosquito vacío de la estación. Teníamos tiempo de sobra y había que esperar a que el sol bajara: el aire acondicionado no era un lujo que ninguna de las dos pudiéramos darnos. Los labios finos parecían prácticamente estáticos al hablar. Las pestañas largas se cerraban cada vez que enfatizaba una frase, que luego dejaba sin concluir. Me contó que también estaba huyendo. Era de un pueblo cercano, con un nombre que ahora no recuerdo, pero que buscaría más tarde en el mapa. Me contó que huía de un hombre. Un hombre que la había embarazado y obligado a abortar. Me contó también que ese hombre era el comisario del pueblo y que se amparaba bajo la impunidad de la ley. Era mecanógrafa, y había trabajado en la comisaría, a su cargo. Un día se quedó hasta más tarde, ella sola, para adelantar trabajo. No consintió nada de lo que pasó esa noche.
Tampoco a Alba volvería a verla, pero su estrella guio mi destino. A partir de ese día, comencé a recopilar historias de las musas silenciadas de esta ruta maldita, y ejecutar su venganza. Los iba a buscar, de a uno, a sus pueblos, a sus casas. Recibí la ayuda ancestral de todas las videntes tarotistas del linaje de mi madre para engatusarlos con artimañas de Sherezade encantadora y acabar luego con la desdicha de su existencia. Era una Robin Hood en piel de serpiente y con la fertilidad de mil diosas Kali. No los mataba allí donde los encontraba, no. Al final, siempre, ellos venían a mí y me rogaban.
Al tiempo comencé a ver que en ciertos árboles que flanqueaban la ruta, esparcidos aquí y allá a lo largo del perímetro, alguien había erigido pequeños altares con mi foto. Las velas ya no ardían a causa del viento, y las flores de plástico estaban llenas de polvo. Pero estaban.
No sé cómo pasó; no sé si se corrió la voz y venían a consultarme adrede en esas gasolinerías perdidas o en los cafés olvidados. Pero fue así como me transformé en bandida.
***
Hasta que llegué al pueblo endemoniado. Era una tarde calurosa. No pensaba parar siquiera; no conocía a nadie ni tenía referencias. Un pueblo anodino con una plaza de cemento cortada en dos por la ruta, delirio del azar que aglutina los poblados perdidos junto a los caminos. Fue allí donde quedé varada.
Eran las dos de la tarde cuando comencé a escuchar los quejidos del motor. Necesitaba agua, tan simple como eso. Pero no había. La sequía del desierto me venía pisando los talones desde que entré en esta geografía. La camioneta se detuvo por completo, trastabillando algunos pasos finales. Echaba humo por el capó cerrado. Me bajé con hastío, apretando las llaves entre los dedos: un poco para ver qué pasaba y otro porque me ahogaba allí dentro. Una nube de polvo se había levantado y me envolvía en la entrada de ese pueblo, como una aparición mística. No había nadie a la vista: era la hora de la siesta. El silencio penetrante se cortaba con un silbido lejano, quizás de algún tractor de siembra.
Un grupo de hombres apareció de la nada. El color turquesa de la camioneta destellaba al sol. Los hombres se pusieron a manosear la camioneta con arrogancia. Algunos forcejeaban con el capó para que cediera. Otros se metían debajo, a pesar del calor, para dirimir qué pasaba por allí, si ahí estaba realmente el problema. Unos más acariciaban la pintura descascarada, cautelosos, más retirados. Yo miraba, los ojos felinos, negros, clavados en la parva de hombres que intentaban doblegar a su bestia motorizada. El olor a neumático quemado envilecía el aire seco.
¡Leonardo! gritó uno de ellos. El grupo se abrió para dejarlo pasar. Leonardo se arremangó la camisa leñadora y se puso manos a la obra. Su cuerpo robusto trabajaba al sol sobre el motor caliente y la transpiración mojaba la tela, pegada ahora al torso. Los demás lo dejaban hacer mientras observaban, confiados. En un segundo lo arregla, me dijo uno. No podía caer en la cuenta de lo que estaba viendo. Si hubiese revisado el mapa en ese mismo instante me hubiera dado cuenta de que me encontraba en territorio gitano, muy cerca del camping de caravanas de mi infancia. Leonardo, entonces, era ese otro Leonardo. Los fantasmas del pasado aparecían como un huracán para recordarme que aún estaban allí, en esa topografía hostil, en ese clima seco, en esa nube de polvo, y que no se irían. Un cardo se clavó en el dedo desnudo de mi pie, y mi reacción instintiva de animal atacado hizo sonar en un tintineo la cadena de dijes dorados que colgaba en mi cintura. Leonardo levantó la frente de la camioneta y me miró. Las arrugas que coronaban su mirada, mi piel morena y lustrosa, el cuero de sus brazos robustos, el delineado de mis ojos de princesa arábiga, se encontraron.
—Tendrá que quedarse unos días. Hay que conseguir los repuestos y sabe, acá no llegan seguido los camiones de la capital. Es una camioneta vieja…
No me había reconocido, pero yo tenía muy en claro quién era él. Lo entendí incluso antes de verlo, al escuchar su nombre. Al verlo solamente comprobé mi sospecha: cuando me fui de nuestro pueblo natal él ya era un adulto, y se mantenía igual. Con algunas arrugas más en la piel, pero los rasgos recios permanecían intactos. Yo en cambio era una niña, con la virginidad de la edad apenas robada. Completamente diferente a lo que soy ahora. Pero ya llegaría el momento en que me reconociera, ya vería. Solo había que esperar un poco más.
***
La humedad de esta celda me devuelve los días que siguieron con una claridad embrutecedora. Decidí que me instalaría en el pueblo, ganaría su confianza y serían sus celos los que lo destruyeran. Corría con ventaja: ser la nueva me otorgaba cierta libertad para elegir a quien quisiera a fin de poner mi plan en curso. Podía incluso coquetear con todos ellos, casados, solteros, jóvenes, viejos. Pero decidí quedarme con uno, tan solo uno, para mostrarme en la plaza del pueblo cuando fueran las fiestas o en la calle en las noches de verano. Y fue así como conocí al novio.
Podría haber sido cualquiera de los jóvenes solteros del pueblo. Las invitaciones a los bailes y los regalos (costureros, alhajas de plata, flores estacionales, agua fresca de azahar) no dejaban de llegar a mi nuevo hogar, situado en la entrada misma que ingresaba desde la ruta, justo frente al cartel de yeso blanco que ostentaba el nombre del poblado.
Mi novio era el ayudante del panadero. Se levantaba a las cuatro de la mañana para empezar sus labores, y no era hasta pasadas las once de la noche que volvía a su hogar. Tanto deseaba verme después de su jornada laboral, que en la espesura de la noche se colaba en mi calle desierta para tocar mi ventana con sus nudillos y recibir el beso que yo le tiraba desde adentro. Solo así dormía tranquilo. Lo elegí porque era un hombre amable, incauto, trabajador, responsable. Pero también era una fiera en potencia. Su bestialidad asomaba en ese fuego que, yo sabía, lo quemaba por dentro cada vez que lo veía y lo obligaba a retirarse antes de la medianoche, empujado por mis caricias, para no sobrepasarse. Necesitaba un hombre así para trazar mi venganza.
Leonardo nos miraba con desdén o envidia cuando dábamos nuestros paseos por la alameda que cercaba el pueblo, donde iban los jóvenes prometidos en las noches de verano. Sentía su mirada furtiva desde el Cadillac rojo cuando nos sentábamos a compartir un helado en la única heladería del pueblo. Olía su perfume cuando mi novio me besaba, los labios tensos con gusto a harina blanca, al salir de su trabajo. Nos espiaba incluso cuando íbamos al río, único escondite de los amantes que aún no se habían casado para besarse con licencias, sin ser vistos.
Lo vi incluso aquella vez en que vino la feria al pueblo. Las azaleas ya perfumaban la noche cálida. Las luces colgadas de extremo a extremo iluminaban esa parcela, en completo contraste con la oscuridad circundante que ofrecía el campo en estado virgen. Todo el pueblo asistió. Yo llevaba un ramo de flores silvestres que el novio había cortado para mí por la tarde. Y fue ahí, en el puesto de los pañuelos, cuando todo pasó. La misma vieja de todos los años—según me contaron— una vieja arrugada que al parecer leía el futuro , atendía el puesto de los pañuelos. La feria estaba llena de atracciones inusuales para los pueblerinos: juegos de azar, productos regionales, artesanías, venta de pochoclos y golosinas. G atos que circundaban las atracciones y dormían en los tejados, expectantes de que algún niño les ofreciera el resto de un paquete de garrapiñada. La vieja vendía unos pañuelos de seda y raso muy elegantes, anacrónicos con la moda anticuada de ese pueblo olvidado. Cada uno de los pañuelos tenía un dibujo que, según contaba , había sido pintado por su nieto, un reconocido artista plástico. Cada pañuelo era una pieza única.
El novio me propuso que eligiera uno. Así lo hice: tomé uno plisado, del color fulgurado que tiene la luna plateada de medianoche, con ribetes azul marino en los extremos y una hermosa ilustración en el centro. El pañuelo venía con un broche de nácar brillante que servía para sujetarlo.
Eso no fue lo único que me propondría el novio esa noche. Dijo que no tenía dinero para comprar un anillo, pero que ya no podía esperar más. Trenzó el pañuelo en forma de una sortija tosca y allí, frente a todos, me propuso matrimonio. Los caminantes ladearon la cabeza hacia donde estábamos cuando lo vieron arrodillado. Los más cercanos se agolparon a nuestro alrededor, en una ronda sedienta. La orquesta comenzó a tocar la marcha nupcial y el aire se detuvo fuera de mis pulmones, sin posibilidad aparente de retorno.
Por un momento vacilé, y entonces lo vi: Leonardo nos miraba azorado desde el carrito de los dulces. A su lado, su mujer a punto de comer el algodón de azúcar rosa que él acababa de comprarle. Sí dije. Todo el mundo, su mujer incluso, se unió en un vitoreo festivo. Después todo fue sonrisas, saludos, felicitaciones. Pero mi única gratitud en ese momento fue la mirada aún sombría de Leonardo.
***
Era la hora de la siesta, cuando el sol abraza las nucas y quema la razón. Estaba en la casa pero no dormía, que es lo único que se puede hacer a esa hora. Decidí probarme el vestido de novia. El raso blanco, impoluto, ceñía mi cintura, mis brazos, mis piernas, mortaja aventajada en tiempo. Me miré al espejo y entonces algo sucedió. Algo que había estado esperando.
En medio del silencio, escuché a lo lejos un sonido, casi imperceptible, que comenzaba a tomar forma. Podría reconocer ese sonido a kilómetros de distancia: las espuelas, el traqueteo de la herradura sobre la tierra, la polvareda levantada allá en la llanura. Ya cerca de la casa pero a unos metros aún, a la altura de la tranquera que flanqueaba la entrada, el ruido se detuvo y las pisadas dejaron su cuadrúpeda animalidad para convertirse en dos: huellas quedas de quien se esconde, tintineo agudo y esporádico de la hebilla del cinto, y el olor del tabaco fumado hace un momento que aún descansa sobre los labios y los dedos.
Leonardo se asoma a la ventana y me llama. Sé que no debo ir. Su rostro curtido, recortado por el sol del mediodía. Por qué dejar la frescura de la habitación, si puede entrar él… pero no. No puede. Vení. No. Que vengas. Antes de acercarme a la ventana, tomo el facón que guardo en la mesita de luz y lo escondo en los dobleces del vestido. Dejo el pañuelo de seda sobre la cama. El novio lo encontrará cuando venga a buscarme. Recién ahora veo su dibujo: un cauce de agua.
Leonardo me toma de la cintura para ayudarme a cruzar el flanco de la ventana y, cuando estamos rostro con rostro, su aliento mentolado sobre mi nariz, me confiesa: Me acuerdo de vos.
***
Ahora es cuestión de tiempo para que el novio baje al río. Toda siesta se termina en algún momento. Pero mi naturaleza indómita es ese río que fluye y ya no puede detenerse. El sol reluce en el cuchillo amargo que se encastra en el pantalón de Leonardo. Me aseguro de que el novio lo encuentre desarmado. Yo primero, digo cuando quiere tocarme. Beso su piel dorada. Desabrocho la camisa. Mis dedos finos sobre la hebilla del cinto. Quito el cuchillo despacio, con suavidad, su pubis rozando todo el filo de la hoja. Lo apoyo en el pasto, lejos. Lo más lejos que puedo. De un momento a otro vendrá el novio: solo hay un cauce de agua en el pueblo. Sé que estará preocupado por mí. Sé que sentirá la traición como esa herida supurante por la que se escapa el resentimiento cuando se quebranta la ingenuidad por primera vez. Leonardo es fiero; quiero que el novio tenga al menos una oportunidad. Pero no debo subestimar la fuerza de su despecho. Dos gallos riñendo en su arena, la sangre que emana con cada picotazo. Un último enfrentamiento que me tendrá a mí, su verduga, como jueza y carnada.
***
Ahora me encuentro en el límite del bosque. Los árboles me sirven de guarida. Sus copas frondosas ocultan la escena de las miradas curiosas de las aves. Reina un silencio falso, penetrante: cantan pájaros, croan sapos, chillan grillos. A cada lado un cuerpo. El frescor de la maleza; la espesura de la sangre. Leonardo ha muerto. También mi novio. Los dedos de mis pies descalzos se contraen y arrancan de raíz la tierra fresca sobre la que me erijo. Siento el frío del metal sobre mi cuerpo que arde por la agitación. Aún llevo el puñal atado a la cintura, bajo la tela del vestido.
No fue necesario usarlo.
Los celos matan.
Tengo un puñal limpio y un caballo herido, que no servirá para huir. No tengo zapatos. E scucho a lo lejos una sirena. El camino no queda a más de un kilómetro de aquí, no tardarán en encontrarme. Podría esconderme en el bosque y dejar que sus diosas me cobijen en la noche. O rezar por no morir. O mejor, morir yo también.
Matan.
El olor penetrante de los cuerpos se mezcla con el dulzor de las flores silvestres, oscurecidas por las primeras horas del ocaso. El bosque vierte su llanto de rocío. Hasta aquí llegó mi viaje. No tengo nada más que perder. Haré mi confesión a quien quiera oírla y dejaré que lo demás lo decidan las parcas funestas del destino.
Mariana Cabrera. Licenciada y Profesora en Letras por la UBA, y actualmente estoy cursando la Maestría en Escritura Creativa de UNTREF. Ejerzo como docente de literatura tanto en escuelas secundarias como para adultos en el marco de un Profesorado de Lengua. Con anterioridad me desarrollé como librera especializada en artes plásticas, editora, traductora, gestora cultural y curadora de muestras de artes visuales. También realicé colaboraciones de textos en varias revistas literarias, entre las que se encuentra Evaristo Cultural, la revista digital de la Biblioteca Nacional. He participado entre 2020 y 2021 de los talleres de escritoras latinoamericanas reconocidas.
Instagram: @marian.cabreraa


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