Funeral al sur

A. F. Osorio

En algún momento, cuando se agota el tiempo para que los deudos acompañen el cadáver, un empleado de la funeraria, vestido de negro, se acerca a quien se encargó de los asuntos prácticos del ritual –el pariente o amigo de la familia capaz de conservar la cabeza fría, dar instrucciones, tomar decisiones–, y le susurra, casi al oído: Ahora le pedimos a los varones que están presentes que nos ayuden a cargar el ataúd. 

Me ha correspondido hacerlo más de una vez. Los muertos, una vez superan la autopsia, no pesan mayor cosa. 

Supongo que hubo un momento en la historia en que los funerales eran para quienes los organizaban unas ceremonias sagradas y cada uno se convertía en un momento particular que exigía protocolos específicos. Pero con la prestación a escala de servicios, las últimas despedidas se transformaron para los organizadores en un listado invariable de pasos y deberes que no entienden de excepciones. El adiós a un anciano debería ser distinto al de un bebé, y estos a los de un joven. La uniformidad que obligan los contratos los figuran como episodios idénticos. 

Si digo que he tenido que cargar varios ataúdes es porque recuerdo sobre todo el día en que no tuve que hacerlo. Fue en el entierro de un recién nacido. El empleado fúnebre, el que viste siempre de negro, lanzó la alerta de que había llegado la hora en que debíamos tomar el cajón. Los cinco voluntarios custodiamos al padre hasta un vehículo que había traído el cuerpo. Pronto nos dimos cuenta de que éramos innecesarios. El ataúd era tan pequeño como una cajita de zapatos. El padre tomó entre sus manos el cofre, como quien desentierra una urna antigua o levanta con sigilo el joyero de la habitación de mamá. Los cinco, en silencio, nos quedamos viendo la espalda, bien dibujada y firme en las costuras del traje. Los brazos le temblaban con espasmos que terminaban en los hombros. Dejó el ataúd sobre una cinta, que después de algunas plegarias se llevó al bebé con la misma precariedad con que los equipajes desaparecen una y otra vez a la vista de los impacientes viajeros de aeropuerto. Los rituales humanos pueden ser así de elementales. Sin embargo, ese hombre nos había enseñado, en silencio, cómo luce la valentía.

En el entierro de Oscar sí fuimos necesarios varios, porque aunque liviano y mutilado, el cadáver conservaba la extensión del atleta que había sido. Claudio, su padre, estaba al frente. Una vez más veía yo la espalda de una persona conteniendo el llanto en la despedida de su hijo. Si el rostro es el paisaje donde se dibujan las emociones, la espalda es la bóveda marina que guarda los sismos por venir. Solo la espalda, los hombros, tan poco fotografiados, son capaces de llevar, anticipadamente, el dramatismo o la alegría que los ojos, los labios, las mejillas, luego revelan. 

Claudio y yo hemos sido amigos desde muy jóvenes. Sus padres tenían una casa frente a la de los míos. Le teníamos aprecio porque era buen jugador de fútbol. Son fáciles las querencias de la juventud. Nos gustaba verlo en la cancha porque además de jugar hablaba bien. Eso poca gente lo consigue. Ordenaba al equipo entero, era la voz de aliento cuando íbamos perdiendo, la garganta segura cuando íbamos ganando. Si perdíamos se entristecía, pero sabía componer el ambiente con un chiste. Los buenos perdedores se reconocen en el sentido del humor. Si ganábamos se emborrachaba tanto como nosotros. 

En el barrio lo más importante eran las bodegas. Luego había una biblioteca y cuatro bares. La estación de policía quedaba en el suburbio contiguo, pero teníamos seis canchas de fútbol. En ellas y sus gradas –exagero, solo una tenía gradas, las demás estaban rodeadas de pastizales donde no se jugaba y la gente se apiñaba a ver los partidos– ocurría la vida de verdad. Para nosotros la existencia duraba lo que demora un domingo. De lunes a sábado trabajábamos, vivíamos para los demás. Era la vida que nos tocó, no la que queríamos tener. 

En las canchas se empezaba a jugar desde el sábado en la tarde y no se paraba hasta bien entrado el domingo. Yo no era un buen jugador, de esa frustración me di cuenta muy temprano. Cuando era niño los calidosos no me escogían para jugar con ellos. Las chicas tampoco me llamaban para salir con ellas a bailar. El teléfono de mi casa nunca sonaba. Exagero, a veces las encuestadoras llamaban, pero era mamá quien las atendía. En casa de Claudio el teléfono no paraba de sonar, lo invitaban a jugar a diario hasta dos o tres veces por jornada. No sabía decir no. En cada barrio tenía una novia, o al menos una amiguita que iba a verlo desde las gradas o detrás de las líneas del campo a donde se juntan los mirones y los cazadores de talentos. Después del juego ellas se lo llevaban a bailar. 

Uno de esos cazatalentos lo vio en la cancha del barrio y lo fichó para las inferiores del Tintal F.C. Era la primera vez que uno de los nuestros llegaba a ese nivel. Claudio nos cambió los domingos. Ahora el ritual consistía en conseguir una buena boleta para ir a verlo. Jugaba donde mejor lucía, en la mitad. No olvido la tarde en que debutó. Iban perdiendo y me acuerdo que hacía un sol de pánico, ni en la cancha ni en ninguna parte se proyectaban sombras. Él me lo contó más de una vez: el Profe estaba en la línea, frustrado. Se volvió a la banca a ver qué le quedaba para rescatar el desastre. Los ojeó a todos, pero al parecer solo Claudio le sostuvo la mirada. Lo mandó a calentar. Mi papá y yo nos pusimos de pie. Fuimos los únicos. El resto daba el asunto por perdido. En las radios sintonizaban música, las parejas comenzaban a pelear. Los hombres solos, que siempre son –somos, seremos– más, bostezaban, cabeceaban, babeaban bajo el sol que les rostizaba las mejillas y la frente. El técnico le dio a Claudio dos o tres instrucciones. Él entró e hizo lo suyo: organizar a voz en cuello a unos atolondrados que parecían contagiados por los estragos del calor. La recibió en un rebote. La tiró al vacío con un grito de alarma al delantero, que si no es por el aviso se quedaba esperando a que le llevaran el almuerzo. Siempre admiré el talento de Claudio para dirigir y jugar al tiempo. Ninguna de las dos cualidades le costaba. Como los diestros de la cocina, que hablan mientras manejan enormes pinzas y cuchillos. El rematador no tuvo que hacer gran cosa, salvo aguardar que la maldita suerte no optara por uno de los postes. Los gritos de mi viejo y los míos despertaron a los soñadores, apaciguaron las rupturas del corazón. Claudio sacó la pelota de la red y la puso en la mitad. Es una revelación la voluntad de ciertos personajes. La vida puede tomar las decisiones que le plazca, pero mientras haya gente de coraje, capaz de decir que no, a la muerte la vamos a dejar esperando.

Exagero. Aquí estamos de nuevo oyendo últimas plegarias. 

Empataron a dos ese día. No ganaron, remontando, porque el tiempo no dio para más. Desde el siguiente domingo en adelante lo dejaron de titular desde el inicio. 

Si ahí, desde el público, vi una y otra vez cómo se iba acercando de a poco a la cima, también desde allá vi cómo se dibujó el final. 

Cuentan que antes las vidas se malgastaban en la guerra y a veces en el amor. Ahora, que guerras hay pocas, no hay más salida que enterrarnos vivos en el amor. 

Yolanda era una de las porristas. No era la líder porque su papá no se hizo rico. Por lo demás, lo tenía todo para ser la mejor. Incluso le sobraba belleza. El par se conoció en una de las fiestas del equipo. Bailaron. Claudio pintaba para Millonarios y más de una vez oí que Nacional lo quería. A esas alturas lo veíamos poco en el barrio. Su viejo lo escudaba porque soñaba con verlo en Millonarios, jugando en El Campín. Lo llevaba a los entrenes, lo traía de vuelta a casa. Le inculcó ese valor que para nosotros es religión: la humildad. Que no se te suban los humos a la cabeza, que no trepes como palma y caigas como coco. Dejó de ir a vernos a las tiendas porque no bebía tanta cerveza ni bebida. Lo estaban cuidando. Si no era al Nacional de pronto se lo llevaban al Cali. Yo aún lo llamaba a casa, por las noches. Me preguntaba por el parche, yo le sacaba chismes de camerino. Ahora él vivía la realidad que muchos seguíamos soñando, estar en un vestuario real, en un partido de verdad. A los hombres y a los niños nos gusta soñar, eso de andar despierto no sirve de mucho. Si dejamos de ser niños, soñamos; si no nos queda ni lo uno ni lo otro, nos embriagamos.
Claudio estaba en un nivel importante para decirme: Chinito, te voy a colgar, porque ahorita me llama un periodista. 

Cuando nos despertamos del sueño nos sinceramos. Borrachos, por supuesto, y sin darnos cuenta me contó que más de una vez lo de los periodistas era un invento. 

— Te llamaba y me colgabas para hablar con ellos.

 — No siempre. Te colgaba para hablar con ella. 

Reía durísimo Claudio cuando se daba cuenta que estaba rascado, o sea soñando. 

Desde la tribuna nos dimos cuenta. Se acabó el partido. Ganaron. Yolanda dejó los pompones en el suelo y corrió a besarlo, a abrazarlo. Los del otro equipo, apenas la vieron pasar, se quedaron mirándola como un relámpago repentino. Los animales maravillosos y los astros se mueven rápido y nosotros los seguimos con la mirada tratando de descifrar lo que creemos ver. Después se nos acaba la vida tratando de atraparlos, de entenderlos, de encerrarlos y creemos que estamos soñando. Mi viejo y yo nos miramos. ¿Esa quién es? No se sabía todavía. ¿Viste cómo la miran los otros? Cuando estuvo en el barrio fue igual, se la quedaron mirando. En el próximo partido esos defensas lo van a partir, advirtió mi papá y nos quedamos viendo cómo ella lo agarraba de la mano, lo sacaba del campo, los otros lo fulminaban con una envidia espesa que percibimos desde la altura de las bancas. 

Mientras él ascendía yo me estancaba. Lo que me salvó fue que la mediocridad me mantuvo a flote, de ella no me caí. No fue por astucia sino por sentido común. A veces mantenerse a flote es otra forma del triunfo. No es fácil y tiene una ventaja, puede que no se ascienda, pero tampoco hay caídas libres. Las bodegas del barrio nos daban trabajo. Empecé cargando. El sueldo me alcanzaba para la ropa, darle a mamá lo de uno de los cuatro servicios públicos que pagábamos y para un cursito de contador-administrador. Me pasaron a las oficinas. Eran ahora dos de los cuatro servicios los que podía pagar. 

Era un trabajo de mierda como cualquier otro. Lo importante es soñar cuando se puede: a la hora del café hablábamos de fútbol. Al almuerzo oíamos El Pulso del Fútbol. Los miércoles y viernes íbamos a las canchas de micro. El domingo seguía siendo para el estadio o los potreros del barrio. 

Andaba organizando la contabilidad cuando vi a Claudio hablando con mi jefe. Estaban abajo. El patrón le explicaba, Claudio observaba, palmaditas en los hombros, nada de sonrisas. Claudio con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Cuando están de pantalón los futbolistas lucen inseguros, torpes, no son los mismos que corren y saben qué hacer con los cortos puestos. Bajé a saludarlo pero no lo encontré. Lo llamé a la casa y no contestó. Al día siguiente llegó vestido con el overol, la gorra. ¿Este pelotudo no debería estar entrenando? Bajé de nuevo, pero el jefe me detuvo en la puerta. Me dio una orden improvisada, inútil, dejó ver que no me quería cerca de Claudio. Esa noche tampoco me contestó el teléfono. Al final pude hablarle pero estaba seco, de frases cortas, había tristeza en su rostro, una angustia de alguien en el lugar indebido, de pez fuera del agua, de carnicero entre dentistas. Le pregunté por los entrenes y me dijo que seguía en las tardes. Lo de las bodegas era medio tiempo. ¿Por qué? Evasivas. 

Seguía siendo efectivo en la cancha. Ahí lucía seguro, contento, no me di cuenta de nada hasta que varios partidos después fue mi viejo el que me aterrizó: ¿Notas que hace rato no vemos a la porrista? Cuando la volví a ver fue que armé el cuento en mi cabeza. Llegó a la bodega a hablar con él. Necesitaba algo, tenía la pose de quien reclama: brazos cruzados, mirada escurridiza, rechazaba cualquier caricia y él le hablaba buscando paciencia. Me llevó tiempo reconocerla, tenía la carita hinchada y la panza aún no era la de embarazada, pero se le notaba. Al partido siguiente lo sacaron en el entretiempo. Al próximo no lo pusieron a jugar. Después ni lo convocaron. El inicio de Oscar en la vida significó el lento ocaso de otra estrella. Para que empiece una felicidad toca apagar la anterior. Eso de las alegrías continuas no es para nosotros. 

Claudio se nos unió a los picados de micro. Seguía siendo el mejor, de lejos era el alegre, el hablador, el que jugaba dando instrucciones. Al principio nadie le reprochaba una orden en la cancha, con el tiempo varios se fueron tomando la confianza de ponerlo en su sitio, su lugar, como cualquiera de nosotros: “No me digas cómo jugar que no estás en Millonarios”. Los demás rieron, entre ellos Claudio. Yo también me reí, pero no olvidé. Ahora caigo en cuenta que quien se lo dijo nunca fue buen jugador, pero cuando gritó ya tenía carro y un trabajo con sueldo estable. 

Además de Claudio y yo nuestro parche lo armaban otros tres. Nada más yo y el Gordo Salgado nos quedamos sin encargar, pero Oscar fue el primer niño entre nosotros y por eso se quedó como el consentido. Cada cumpleaños era la ocasión de rodearlo de balones, camisetas, baberos con la cara del Pibe Valderrama, Asprilla, Freddy. Al principio a Yolanda le parecía fatal que lo arrastráramos al fútbol como quien lleva a alguien a la hoguera, pero lo superó cuando lo vio jugar las primeras veces. Se había quedado con las habilidades de Claudio, pero era bonito como la mamá y eso ya empezaba a importar. 

Osquitar era feliz tras la pelota, una alegría muy blanca, de luz entrando en el agua. Claudio pasó de gritar en la cancha para hacerlo a un costado de ella. Llegamos a pensar que lo ficharían como técnico, pero se había convertido en un jornalero más. Al margen del potrero se engordó, como nosotros, pedía plata prestada cada tanto, bebía cerveza al debe y la bonita lo dejó. Yolanda se casó con un amigo del trabajo que ni siquiera era del barrio. Y lo peor, era evangélico. Los domingos ella llegaba a las canchas, con Osquitar pequeñito, trepados en un carro nuevo, blanco, parqueaba con propiedad. Nos quedamos de piedra el día en que el marido los fue a recoger en una camioneta cuatro puertas. La convirtió a ella y, por supuesto, también al niño. La decisión de Yolanda de bautizarlo en una fe distinta rompió la furia de Claudio, de sus papás. Nosotros no estábamos molestos, pero sí incómodos. Cuando el pastor llegó en esa camioneta poderosa nos dejó callados. Tal vez el Dios de los evangélicos era más buena persona que el nuestro. Yolanda tuvo un hijo con su nuevo marido. Lo puso Salomón, como el de la Biblia. 

Oscar era calidad pura. Ganó cuanta copa había para niños. A diferencia de Claudio tuvo la suerte de aterrizar en un ambiente más grande. El fútbol no era ya un asunto de barrio, tras las líneas y en las gradas había más de un fichador con contactos en Argentina y en Europa. Además tenía padrastro rico, los mejores guayos y estrato. Nosotros vivíamos en el estrato dos, Yolanda había subido al cuatro. El niño era educadito, puntual, muy serio. Cuando le hacía preguntas del tipo ¿ya tienes novia? Sí señor, decía, nunca me llamó de otra forma. ¿Y la invitas a cine y a bailar? Solo vamos a las fiestas de la iglesia, le debemos nuestro amor al Redentor. Cuando vi por televisión al brasileño Kaka me dije: así será Osquitar, bonito, jugador elegante, atleta de Cristo.  

Claudio trabajaba duro. Sobre todo para conservar el cariño del niño, algo de respeto. Lo aterrorizaba la idea de que Oscar comenzara a querer más al padrastro que la papá solo porque el nuevo amante de Yolanda tenía más, muchas más plata que él. Borracho, soñando en modo pesadilla, se desquitaba:

— Ayer fuimos a comer por el cumpleaños del niño. Estaban Yolanda y el man este. Llegué sin regalo y el Salomón preguntó por qué yo no llevaba regalo. Me reí, pero luego me vi los zapatos, vi los zapatos del pastor, cómo brillaban. Estoy mamado de ir a las reuniones de ellos con la misma chaqueta, mi hermano. 

Cada peso que se podía ahorrar en la casa de Claudio se iba para la carrera del niño. El abuelo, jubilado, algo sacaba de la pensión. Claudio estiraba los centavos para aportar. Se necesita acumular generaciones de fe, fracasos y bastante amor por un deporte para formar a un solo atleta. Más de una vez vi a Claudio pasarle a Yolanda sobrecitos con plata para Osquitar. Ella sonreía, como lo hacemos al recibir de un niño un dibujo horrible pero hecho con cariño. No lo necesita, decía ella, déjelo para usted. Pero somos orgullosos y nos sabe mal perder, incluso dejar ir el amor de un hijo que cada vez es menos de uno. Nos enseñaron a pelear, pero uno con los años aprende a reconocer que no ha hecho otra cosa que cocinar rezagos. Un día encendí la televisión y vi al pastor, el marido de Yolanda, dirigiendo un sermón. No era un hablador de esquina, era líder de rebaño. Claudio seguía cargando cajas de flores y café que un avión llevaba hasta Francia. 

El año pasado Osquitar ganó cuanta copa era posible. El Torneo Promesas, la Pony Fútbol, el Cantera sub-15. Llegó entonces la oferta del Ubaté. Nos fuimos todos a verlo jugar el domingo. Ir a ver a un hermano en primera es algo que no se olvida. Se siente extraño, como un sueño –otra vez soñando–, cuando los locutores que uno ha escuchado desde la juventud dicen el nombre de alguien que uno quiere. No le quitábamos los ojos de encima, lo veíamos incluso cuando no llevaba el balón. Le gritábamos a dónde moverse, pero no nos oía. Es bien distinto gritar en el estadio donde juegan profesionales. Estábamos acostumbrados a los potreros, a las canchas pequeñas y Oscar ya estaba en otro mundo. Cuando el Ubaté jugaba las tiendas del barrio se llenaban. No solo porque era uno de los nuestros, al fin en la televisión, sino porque era placentero verlo jugar. La elegancia es un don. Uno nace con ella, sea para vestir, hablar o pararse en una cancha de fútbol. Osquitar la tenía. La finura en los pases, el correr solo cuando era necesario porque lo importante es pensar rápido, la cabeza debe ser más veloz que la pelota.

En las bodegas nos poníamos felices cada vez que hablaban de Osquitar en el Pulso del Fútbol. Claudio recuperó brillo entre nosotros. Reía, los jefes no lo jodían y en las canchas lo respetaban. La fama es ese detergente que limpia el cristal empañado con el que nos mandan al mundo. Sin ella no lucimos listos ni bellos ni alegres. Claudio recuperó la sonrisa de la juventud. Algo de confianza había de nuevo en él. Cuando hablábamos yo reconocía el mismo rostro juvenil del muchacho que quisimos. Había arrugas y un diente menos, pero ahí estaba esa sonrisa generosa de buen tipo que se había escondido en los socavones de los estadios, justo debajo de la banca, donde se sientan los que no juegan. Se me ocurre que los hijos se llevan lo mejor de nosotros y nos lo devuelven de golpe un día. Oscar no hablaba en la cancha. En eso no se parecía al papá. Sólo la recibía y la ponía a donde tenía que estar. Lo bonito del fútbol es que ocurre sin explicaciones. La muerte tampoco las necesita.  

El Gordo Salgado llegó tarde. Le envié un mensaje advirtiéndole que lo necesitábamos para cargar el cajón. Sudaba el pobre. Abrazó a Claudio. Se estremeció entre sus brazos como si el deudo fuera él. Algo le dijo a Yolanda, que asintió. Unas gafas oscuras la mantuvieron lejos de nosotros durante las horas de la despedida. Salomón no le soltó la mano a pesar del calor. El Gordo me llamó afuera.

— ¿Te tocó reconocerlo?

— Sí.

— ¿Qué viste?

— Le faltaba una pierna. 

Salgado se echó a llorar y me abrazó. Yo no tuve lágrimas hasta dos días después cuando en la casa me eché en el sofá a ver un partido de la liga premier. Metieron un gol de camerino y mientras lo celebraban, al fin, pude llorar. 

— ¿Entonces fue en lo del club?

— Sí.

— Guerrilleros de mierda. 

Lo del club lo supimos por la radio. Sabíamos que ninguno de los nuestros trabajaba en él, así que esperamos las noticias de la tele. Vimos al Presidente de la República llegar al lugar, las enfadadas declaraciones del director del club diciendo que quería que los terroristas supieran que iban a reconstruir el sitio y lo iban a dejar tal y como era. Vimos las ambulancias, los carros de bomberos, a uno y otro militar dando explicaciones. Un experto en explosivos advertía que el coche bomba había implosionado antes de hacer volar los cimientos del edificio. La desazón me llevó de la mano hasta la casa. A la salida de las tiendas algunos corrillos opinaban que los ricos también debían, de vez en cuando, sufrir la guerra. Desde la esquina vi venir la mala noticia. La señora Yerena salía de la casa de los papás de Claudio. Al verme, se llevó las manos a la boca para no dejar salir un grito, o peor, el llanto. Le habían dicho que no regara el chisme, pero las personas como ella no saben de prudencias. 

— El niño de Claudio estaba en el club. 

— ¿Por qué? —Me preguntó el Gordo Salgado. 

Los de la iglesia lo invitaron a cenar. En la comida los sorprendió el bombazo. Llamé a Claudio para ofrecerle ayuda. Me pidió que lo acompañara a reconocer el cuerpo. Llegamos antes que Yolanda y el pastor. La carita estaba intacta. Algunos raspones en las mejillas, no más. Pero de la cintura hacia abajo era un muñón de carne oscura como si la bomba hubiera estallado justo bajo sus pies. 

— ¿Le pueden reconstruir las piernas?

Los forenses asintieron.        

— Pues entonces pónganle las piernas antes de que la mamá lo vea. 

Por supuesto, no lo lograron. Ella tuvo que verlo incompleto. 

Quizá porque ya había enterrado a mi viejo sabía ocuparme de los detalles prácticos de la muerte –o sea, disponer el funeral–. No fue fácil porque el alma recibió honores de dos religiones diferentes. Me tocó consultar aquí y allá, conciliar, hacer una que otra trampa sin que los otros lo notaran. Es lo positivo de que un buen amigo, y no un familiar, se encargue. Fui yo quien recibió la advertencia del dependiente vestido de negro sobre la ayuda de los señores para cargar el ataúd. 

Con el Gordo Salgado quedábamos completos. Una noche atrás, Yolanda había llorado desconsolada sobre el cajón al saber que debía dejar al niño solo una noche entera en la funeraria porque el lugar lo tenían que cerrar. Recordé que otra mujer que había perdido un hijo se empeñó en quedarse con el cuerpo mientras amanecía. Así fue. Cerraron el local y ella estuvo rezando al muchacho hasta que reabrieron. Los demás, muy pulcros, estaban listos al día siguiente para ir al cementerio. 

Un cuerpo en una caja. No se trata de más. El resto lo hará la memoria. Otros vendrán a jugar a las canchas, otro llegará al trono que habíamos soñado para nuestro príncipe. Lo de Claudio y Yolanda fue un accidente, se me ocurre que a la vida llegamos por la suerte, creo que no nacemos porque queramos, sino porque nos tocó. Lo de la muerte es distinto. El nacimiento tiene la ventaja de no tener recuerdos, antes del yo no hubo nada. La muerte en cambio son los recuerdos. El nacimiento es la luz, la muerte es el mundo iluminado que se rinde. Al atardecer ocurren las tertulias, el bullicio, al amanecer no hay recuerdo ni memoria, hubo el vacío del sueño, una cuota de olvido, una intención de perdonar.     

Cuando llegó la hora el pastor se paró junto al ataúd. Vestía de traje, impecable, su camisa resplandecía como los mantos del Resucitado. Ese día sentí por primera vez su perfume y aún lo recuerdo. Olía a libro nuevo. Me acerqué a Claudio, que se había puesto la única chaqueta de cuero que en la vida se ha podido comprar. Creo que con ella invitó a Yolanda a un baile. En los hombros lucía algunos rasguños, como si un felino lo hubiera atacado por la espalda. 

— ¿Listo? —Le pregunté.

—No puedo, hermanito. 

Le hice ver que el pastor lo esperaba. Como pudo se levantó. Éramos seis. Ellos dos al frente, los abuelos de Óscar en la mitad, Salgado y yo detrás. Otra vez el espectáculo de la espalda. Claudio fue construyéndose a sí mismo de a pocos. Recto, dejó de llorar. Sin el pastor al lado, tal vez no hubiera podido. Nada nos inspira tanto valor como nuestros peores rivales.

De la iglesia lo pusimos en un carro funerario. Al Gordo y a mí nos tocó en un autobús con los amigos pobres, los nuevos vecinos de Yolanda tenían coches. 

— ¿Te acuerdas cuando murió Fabito?

— ¿Hace cuánto fue eso, Gordo?

— Se nos están muriendo los jovencitos.

— Menos mal no tuvimos hijos. 

— ¿Quién sabe? A este paso el barrio se va a quedar sin niños. 

— Ya no hay niños. 

De eso hablamos con Salgado, que estaba más tranquilo. La caminata por el cementerio para alcanzar el bus lo había tranquilizado. Unas mangueras automáticas refrescaban el prado, el agua hacía resplandecer la yerba y las cruces blancas parecían brotar de una semilla de piedra. Agradecían el agua. 

Dejamos el ataúd sobre la banda que se lo llevaría al fuego. Me senté al lado de Claudio. Durante la plegaria del cura lloró otra vez. Fue el pastor quien habló por los de su iglesia. El Gordo Salgado le susurró a Claudio si diría alguna despedida. No respondió, pero se llevó la mano a la boca y se mordió el dorso de la mano. ¿Dónde están las palabras cuando uno las necesita? El ataúd entró al horno con lentitud. Claudio avisó llorar, pero al oír los lamentos de Yolanda templó. Le tomó una mano y lo aceptó. Ella le susurró algo al oído. Me pareció que Claudio no le entendió. 

Al regreso, Claudio se montó en el bus con nosotros. No pudimos hablar de nada. Los adioses de la muerte producen una fatiga indeseada. Es un andar a ninguna parte. Les dije a los muchachos que se pasaran por la casa para ver fútbol. Aceptaron, pero más tarde se excusaron con motivos que no creí pero justifiqué.

Estoy pensando que uno espera que el funeral que se termina sea el último al que uno asiste. Pero al parecer aún hay salud y buena suerte para seguir vivo. Uno nunca piensa, al menos no todavía, que el próximo entierro pueda ser el propio.      

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