El búnker

Harriet

A mi padre lo perdí casi en la mitad de mi infancia. 

La mañana que cumplí siete años, él me despertó entusiasmado, insistía en que me levantara pronto porque tenía una sorpresa para mí. Recuerdo que mientras salía de entre las sábanas, me tomó de la mano y corrimos torpemente hacia mi sorpresa; mi padre parecía un niño que sale disparado hacia el árbol de Navidad para ver los regalos del Viejo Pascuero.

Lo seguí hasta la puerta bajo las escaleras, que llevaba al sótano. Mi madre había salido de la cocina y, apoyada en la pared, se tocaba la frente con una mano; sus ojos parecían llorar. Estaba callada y me extrañó verla así, porque siempre me llamaba la atención cuando yo corría dentro de la casa.

Al bajar al sótano, vi una portilla grande como un alcantarillado en mitad del suelo; tenía un lazo enorme de color rojo. No entendía nada. Mi padre solo decía ¡Ta-rán! ¡Ta-rán!, mientras extendía los brazos para mostrarme aquella puerta.

—¿Sabes qué es? —me preguntó al tiempo que yo percibía los pasos de mi madre acercándose. Mantuve el silencio porque seguía sin entender nada—. ¿Nada? —continuó él; yo moví la cabeza negando. No sabía lo que era, pero estaba seguro de que algo bueno no iba a suceder. El ambiente era tenso, lo sentí desde que vi a mi madre fuera de la cocina y luego ahí en el sótano, cuando mantenía la mirada fija en mi padre. Él parecía ignorarla y seguía esperando a que yo dijera algo.

—Si me meto ahí, ¿puedo salir por la alcantarilla que hay en la calle del cine? —fue lo que terminé diciendo.

—No, hijo; pero si te metes ahí, no morirás.

—¡Jorge! —mi padre miró apenas unos segundos a mi madre y regresó sus ojos a mí.

—Esto es un búnker, hijo. ¿Sabes para qué es?

—Aquí no hay tornados —respondí.

—No es para tornados. Es para protegernos de lo que se viene. El fin del mundo.

Sentí mucho miedo. Las palabras “fin del mundo” no es algo que uno quiera escuchar. Me acerqué a mi madre, me apretó la mano.

—En dos años y medio se va a terminar el mundo y debemos estar preparados y entrenados para cuando llegue ese día.

—Jorge, ¡deja de hablar tonteras! —gritó mi madre—. El mundo no se va a terminar, hijo —agregó para luego dirigirse a mí mientras me tomaba con sus brazos. 

Mi padre le dijo que era ella la que hablaba tonteras, y que por favor no lo contradijera, menos frente a mí. Ella enseguida respondió que se había vuelto loco. Discutieron. Mi madre le gritó que fuera a un siquiatra mientras que mi padre le gritó más fuerte que era ella la que tenía que ir, que cómo era posible que arriesgáramos nuestras vidas, sobre todo la de su hijo. Mi madre dijo algo de estar encerrada todo el tiempo con esas luces led blancas de la pared. No quise escuchar más; me fui corriendo hacia mi habitación y me encerré con seguro. Me acosté sobre la cama y me eché la cobija encima, cubriéndome la cabeza, pensando en las luces led blancas, esperando a quedarme dormido para despertar de nuevo creyendo que todo era un sueño. No fue así.

Asumo que mi padre ganó la discusión porque durante los meses siguientes, a cualquier hora del día, tocaba un silbato para indicar que teníamos que dejar lo que estuviéramos haciendo, correr al búnker y encerrarnos ahí por unos minutos.

A veces aquel silbato sonaba por las noches y, al regresar a mi dormitorio, me costaba recuperar el sueño. Me asustaba el hecho de saber que en algún momento de mi vida tendría que pasar muchos años metido entre cuatro paredes, junto a mis padres, comiendo enlatados y sin ver a mis amigos. Aquel lugar era de unos sesenta metros cuadrados con una mesa de comedor, un sofá y dos sillones. También tenía un bañito, separado por una cortina. Todas las paredes estaban equipadas con repisas repletas de libros, latas y frascos de vidrio llenos de agua. Creo que mi papá había implementado un sistema para tener agua potable, pero esos frascos igual estaban ahí.

Según papá, iba a sobrar comida, pero yo lo dudaba. Temía la dieta rígida que decía que tendríamos que hacer para que nos alcanzaran los alimentos; de la semana, cinco días comeríamos en la mañana y en la noche, y tres días comeríamos solo al medio día, alternando. Me asustaba esa idea, así como también me asustaba sentirme enclaustrado en esas cuatro paredes con esas luces.

Cada vez que dejábamos pasar los minutos dentro del búnker, mi madre parecía indiferente. Podía notar que su imaginación volaba y por eso había momentos en los que estaba sonriendo sola. Una vez bajó con el paño con el que estaba refregando una mancha de aceite antes de que sonara el silbato. Otro día, bajó con una manzana y un cuchillo; estaba pelándola para comérsela. Ella simplemente no se relacionaba con los simulacros de mi padre, él parecía no notarla, pues estaba siempre revisando o contando una y otra vez la comida y los recursos que había almacenado.

La actitud de mi madre me hacía pensar que todavía tenía la esperanza de que mi padre no ejecutara el plan cuando llegase el día fatal. Ella tal vez pensó que cuando mi padre viera que el mundo iba a continuar, no nos metería ahí. Yo también estaba seguro de que no se acabaría el mundo; me convencí preguntándole a cada amigo, compañero de clase, profesor y persona que veía en la calle. Todos me decían que era un mito. Eso sí, jamás les hablé del búnker, porque me daba vergüenza. 

Dos noches antes de que llegara el supuesto fin del mundo, mi madre me despertó y me dijo que no creía que mi padre nos encerrara, pero que, por si acaso, haríamos un pequeño viaje para visitar a una amiga en otra ciudad. 

Cuando dejamos la casa, en silencio para que mi padre no se despertara, tuve una extraña sensación. Empecé a dudar y a pensar que quizá él podía tener razón. Temí a la muerte. Recuerdo que le dije a mi madre que no quería morirme a los nueve años, menos por todos los meteoritos que iban a caer sobre la tierra, como tanto nos había repetido mi padre; pero ella me respondió que no sería así.

—Pero, mamá, tal vez deberíamos quedarnos y meternos en el búnker. Y al ver que no pasa nada, salir, ¿no crees?

—Hijo, tu padre está tan seguro de que el mundo se va a acabar que, si no acontece nada pasado mañana, pensará que será al día siguiente, y el siguiente, y así, y nos tendrá ahí metidos quién sabe cuánto tiempo. No vas a faltar a la escuela por este asunto, menos vas a dejar de tener una vida en un mundo que va a seguir igual.

—Y papá, no se meterá sin nosotros, ¿no?

—Eso ya no lo sé, pero tú y yo no vamos a vivir ahí.

El día llegó y nada pasó, pero desde que salí aquella noche, no volví a ver a mi padre nunca más. Cuando regresamos a la casa, estaba su auto, pero él no apareció en ninguna habitación. Estaba en el búnker. Mi madre y yo tratamos de abrirlo, pero él ya había colocado la palanca de seguridad. También le gritamos; aunque no podía escucharnos porque la puerta era muy gruesa y el búnker estaba demasiado profundo.

Mi madre me decía que ya se le pasaría, que en algún momento tendría que salir a ver si ya habíamos regresado. Eso tampoco pasó. Pasaron quince años en los que mi madre y mi padre vivieron vidas separadas bajo el mismo techo. Un par de veces buscamos ayuda para abrir la puerta, pero no tuvimos éxito. El sistema que había implementado papá era muy seguro y nos resignamos o nos acostumbramos a estar sin él.

Fue en el noveno año de su propio cautiverio que me percaté de nuevo de su ausencia. Fue cuando cumplí los dieciocho y me fui a la universidad, dejando a mi mamá sola en la casa. 

El año pasado, en el decimoquinto año del encierro de mi padre, mi madre falleció de un ataque al corazón. La vecina la encontró tirada en el suelo de la cocina. Ella estaba sana. Me pregunto si algo causó su muerte. Los armarios de la cocina y el refrigerador estaban vacíos; había un plátano tirado en el suelo, cerca de la puerta del sótano. Me pregunto si no fue el bastardo de mi padre quien la asustó. Seguramente salió del búnker en busca de comida porque se le terminó y ella se impresionó al verlo y murió. Si eso fuese lo que pasó, ¿por qué diablos no se quedó a socorrerla?

Sospecho esto por el tema de la comida y porque el día del sepelio, que lo preparé en casa, noté desde lejos, cuando terminaba de dar un discurso para mi madre, que la puerta del sótano se cerraba despacio. Apresuré mi paso, pero cuando bajé las escaleras, no había nadie y el búnker estaba cerrado. Le di varias pisoteadas fuertes a la puerta, gritándole a mi padre que era el culpable de la muerte de mi mamá. Le recriminé lo equivocado que estuvo al renunciar a verme crecer y a ser el marido de mi madre. Le recriminé su locura. 

Me pregunto si me habrá escuchado; si habrá apoyado su oído a la puerta. No lo sé. Solo entiendo que el búnker fue el peor regalo de cumpleaños que pude recibir. Un mes después del sepelio de mi madre, decidí demoler la casa y sembrar un parque público. Cubrí todo el terreno con jardines y árboles. Coloqué bancas de madera, columpios, resbalines, un arenero, un lago con patos. Decidí enterrar a mi padre, en aquel lugar debía existir vida, una que valiera la pena vivir.


Harriet, seudónimo de María Cristina Menéndez Neale, escritora y editora ecuatoriana-estadounidense. Nació en 1985 en la ciudad de Guayaquil. Actualmente reside en Santiago de Chile, donde en noviembre del 2020 publica su primer libro “¿Puedes dormir una noche entera sin la frazada?”, Ediciones Matamoscas, el cual se compone de diecisiete microcuentos ilustrados, donde contempla el mundo cotidiano y reflexiona sobre él de manera profunda. Se tratan de un hombre que mira a un gato y trata de dormir; un niño al que le encantan los peces; una chica sentada al borde de un balcón; una planta trata de crecer en un nuevo macetero; un sofá que cede el asiento a cualquiera. Animales, personas y seres inanimados componen hermosos relatos ilustrados. Una invitación a ver el mundo desde otro ángulo, una nueva mirada; fresca, reflexiva, filosófica. Haikús de la vida moderna. Un breve espacio que nos regala la autora para frenar, mirar el mundo y observarnos. 

Desde octubre del 2014 hasta noviembre del 2016 colaboró con cuentos cortos, relatos y microcuentos para el diario digital ecuatoriano lanacion.com.ec

Vivió dos años en la Ciudad de México donde cursó una maestría en Apreciación y Creación Literaria en el Centro de Cultura Casa Lamm, y un taller de literatura infantil con Jorge Luján. En mayo y junio del 2014 hizo un curso presencial intensivo en la New York University (New York, Estados Unidos), en el programa de verano para escritores. 

En el año 2013 hizo un curso online de nueve meses de Relato Breve avanzado en la Fuentetaja (Madrid, España). 

En el año 2010 tomó un curso online de nueve meses de Escritura Creativa en la Escuela de Escritores (Madrid, España), donde escribió “Eugenio el genio”, uno de los cuentos que conforman “Al encuentro de todo” (libro publicado por la Escuela de Escritores S.L. – mayo 2011). 


Instagram: @harriet_mcmn

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