Platos desechables

Pablo Reyes

Pensaba que existe cierta ingravidez al momento de lavar los platos. Una huida similar a la provisionalidad de mañanas posteriores al insomnio o a días de resaca; como si en ese acto repetitivo apareciera una forma más amable de las cosas. 

Esa madrugada encontró un plato ensangrentado y se confundió. La noche anterior no habían servido carne ni nada por el estilo, por lo que alguien debió cortarse con algo y, por alguna razón, no dijo nada. Habían invitado a dos amigos que no veían hace mucho tiempo, por dejadez y porque después de tener a su primer hijo no solían tener muchas noches disponibles. Les prepararon una entrada de camarones con salsa de pimientos, un plato de pasta al horno y para el postre compraron una pequeña torta de merengue y chocolate de la que apenas comieron. Para tomar tenían cerveza, vino, pisco y Coca Cola, por si alguien se animaba. Conversaron principalmente sobre los trabajos de cada uno, de si acaso estaban felices con lo que hacían y de cómo veían sus perspectivas a futuro. 

La otra pareja, poco mayor que ellos, no había tenido hijos y vivían en el sector alto de la ciudad, en un condominio con portón eléctrico y una pequeña plazoleta al centro en donde solía haber un balancín. En algún punto de la reunión, ellos les contaron que los vecinos habían sacado ese balancín, luego de que una niña se cayera y se lastimara. Explicaban que esto generó una polémica dentro del condominio. Por un lado, surgieron los que acusaban a los padres de no atenderla lo suficiente, de descuidarla; otros llamaban a la cordura señalando que todos habían sido niños y se habían caído y hoy estaban bien; otros acusaban a los jóvenes de la comunidad de usar los juegos para drogarse y echarlos a perder. Todo el conflicto se resumió entre quienes plantearon que la solución estaba en retirar los juegos y los que alegaron que un hecho particular no podía privar al resto de los niños del único lugar que tenían en común, en un mundo cada vez más individualista. La pareja contaba que ellos no se habían involucrado y que una noche el balancín desapareció y el comité de administración se remitió a señalar que lo estaban reparando y que pronto lo volverían a poner en su lugar. De eso habían pasado varios meses y cada cierto tiempo alguna persona lo recordaba en el chat comunitario.

Se dio cuenta de que era sangre humana por el color. Solo una mancha parda junto a los restos de la salsa de pimientos, más anaranjada. Aun cuando no se animó a olerla de cerca para ver si distinguía esa mineralidad de la sangre seca, ese olor a moneda vieja, su contorno amoratado atestiguaba su origen. Primero intentó usar el chorro de agua caliente para que saliera sola. La mancha le daba asco y no quería verse obligada a descartar la última esponja que tenía, sabiendo que esa tarde el supermercado estaría lleno. Al ver que no funcionaba pensó en buscar un paño viejo que pudiera tirar después, pero no encontró ninguno. Tras verter encima agua caliente desde la tetera, dejó el plato a un lado, para ver si eso la diluía un poco. Cuando estaban por terminar de comer, su pareja les preguntó si acaso tenían pensado tomar vacaciones pronto. Ellos respondieron que querían viajar por el sur de Chile, quizá visitar las Torres del Paine, aunque no estaban tan seguros, ya que era uno de los destinos más caros del país. Según otros amigos, era un lugar imperdible, de esos que te dan ganas de ser un estanciero millonario y mudarte a un campo en medio de la nada. Esa aseveración generó una pequeña conversación acerca de si realmente uno sería feliz en un lugar aislado, tan acostumbrado ya a las ventajas de la ciudad y sus avances. La mayoría concluyó que la idea era agradable, hasta romántica, pero solo en su contraste con el ritmo acelerado de Santiago. Todos estaban seguros de que los estancieros querrían vivir en otro lugar también, aburridos del tiempo detenido de las pampas.

Lo más extraño de todo era que había recogido los platos sin ayuda de nadie y que en ese momento no se percató de que hubiera sangre en alguno de ellos. Al terminar de comer, luego de que nadie aceptara un trozo de torta salvo su pareja, los apiló sobre una bandeja y se los llevó a la cocina. Allí se quedaron toda la noche, por lo que el corte no pudo haber ocurrido después de la comida, a no ser que alguien se preocupara meticulosamente de esconder su rastro. Por otro lado, durante la cena se sentaron los cuatro frente a frente y se observaban en cada momento, salvo en las ocasiones en que miraban por el ventanal hacia los edificios contiguos, la mayoría con las luces apagadas o con leves presencias de fumadores solitarios o colgadores de ropa vacíos.

Todos tenían trabajos similares, cada uno en distintas industrias. Pasaban gran parte del día frente a sus computadores y en distintas reuniones donde planificaban o tomaban posturas en torno a las urgencias de sus empleos. No recordaba quién, pero alguien dijo que su sueño era mudarse al campo y cultivar su propia comida, independizarse del sistema. Todos eran de la ciudad y esa persona tenía familiares en el sur, en un pueblo que quedaba cerca de una fábrica de cecinas, por lo que pensaba tenía cierta autoridad para considerar la idea, aun cuando adivinaba que la agricultura casera tenía ciertas complicaciones y que el principal problema con su propia idea era que la economía actual solo auguraba un escenario complejo, por lo que todo era, a lo más, una idea para su futura jubilación. Todos entonces estuvieron de acuerdo que existía otra gran dificultad: el actual sistema de pensiones no daba para cumplir ese tipo de sueños. A esas alturas ya estaban abriendo la segunda botella de vino y destacaban la excelencia de esa viña: buena, bonita y barata, rieron incómodamente. Según su pareja, este tipo de cepas maridaba muy bien con el pescado crudo.

La otra posibilidad era que el corte fuera reciente, que mientras lavaba se cortara sobre uno de los platos. El problema con esto era que ninguno tenía sus bordes quebrados y que siempre limpiaba los cubiertos después: primero los platos, luego los vasos, las tazas, las ollas y finalmente los tenedores, cuchillos y cucharas. Tampoco tenía heridas en sus manos ni le sangraba la nariz. Tras mirar hacia el comedor, dejó por un momento de lavar y fue al baño a revisarse por completo. Luego de cerciorarse de que no tenía cortes, fue a ver a su pareja, quien aún dormía con las cortinas cerradas. Según su reloj, tendría que pedirle que se levantara en media hora más, para ir a buscar a su hijo a donde sus suegros.

Quizá todos pensaron que la noche acabaría mal cuando comenzaron a hablar de política. Ellos eran de una tendencia distinta y, como lo habían dicho, el actual escenario era complejo. Extrañamente, partieron hablando de la palabra escenario. La idea de la política como una representación teatral o circense. Si bien no avanzaron más allá de un par de comentarios al respecto, esto sirvió para desarmar cualquier ánimo de conflicto y tras un par de aseveraciones inocuas por parte de cada pareja, terminaron hablando de lo caro que estaba todo y de que el alza debía frenarse de la forma que fuera. El relajo fue tal que su pareja terminó admitiendo que habían pensado en servir carne, pero que estaba demasiado cara. Todos sonrieron. Cuando preguntaron si alguien quería una piscola o algún otro bajativo, ellos les dijeron que no, que necesitaban levantarse temprano al otro día.

En el comedor todo seguía desparramado. Ningún objeto se veía bien en la penumbra, pero él alcanzaba a recordar algunos de la noche anterior. Un blazer gris con reverso de felpa rojo se entre las patas del sillón y un gorro de tela verde oscuro bajo la mesa. Toda la habitación olía a sudor, como recordando un movimiento, una ansiedad. Mientras miraba las manchas en el suelo y la ciudad que abajo se desperezaba, recordó que antes de anunciar su retirada, la pareja de amigos les comentó que estaban pensando en abrir un emprendimiento, quizá un café de especialidad, una tienda de abarrotes gourmet, una panadería de masa madre o algo por el estilo. Sentían que la vida se les iba por los dedos como agua y que si en algún momento querían tomar las riendas de ella y por lo menos vivir tranquilamente en la ciudad, necesitaban el dinero para hacerlo; entonces les propusieron que se asociaran para armar todo. La idea era invertir en partes iguales y tercerizar la ejecución: podían contratar a alguien de confianza para que se hiciera cargo de lo que decidieran crear. Si bien entendían que era todo muy repentino, les pedían que lo pensaran bien, que incluso podía ser una forma segura de invertir en el futuro de su hijo. Su pareja entonces llenó otra vez su copa de vino, pero no le ofreció al resto. 

Cuando volvió a la cocina, el agua caliente había despegado levemente la mancha, así que puso el plato bajo la llave abierta para apurar todo. El agua se tiñó por unos segundos y luego volvió a la normalidad. La mancha ahora se convertía en una costra delgada y con relieves desgajados; restos distintos a los de una comida. Pensó entonces en cómo los platos se ensucian y se limpian y todo vuelve a ocurrir y en cuánto tiempo pasamos en ritos circulares que parecieran inevitables. Pensaba en la limpieza y la suciedad como impostores mutuos. Pensaba en platos desechables cuando fue al basurero y arrojó el plato, invitando al ruido en una mañana silenciosa en la que nada más sucedió. 


Pablo Reyes (39). Vive en Santiago y ha participado en antologías y revistas como Oropel y Saranchá. Formó parte del taller literario del suplemento Zona de Contacto en los años 90. Estudió filosofía y periodismo.

@not_lou_reed

Una respuesta a “”

  1. Avatar de Marcelo
    Marcelo

    Interesante narrativa,produce curiosidad como va a terminar.Felicitaciones

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