El cuento del licántropo

Tommaso Landolfi
Trad. Viviana Saavedra Arévalo

La prosa de Tommaso Landolfi, como decía Italo Calvino, crea historias que oscilan entre lo surreal y lo grotesco. Así mismo, en este cuento la luna, inspiración de poemas y canciones, representa una pesadilla; la graciosa luna de Leopardi se vuelve un objeto redondo y grande similar a una vejiga de cerdo.

El cuento del licántropo de Tommaso Landolfi

(Il racconto del lupo mannaro, 1939)

Mi amigo y yo no podemos tolerar la luna: a su luz salen muertos desfigurados de las tumbas, en particular mujeres envueltas en blancos sudarios, el aire se colma de sombras verduscas y a veces se tizna de un amarillo siniestro; todo causa temor, cada brizna de hierba, cada fronda, cada animal, en una noche de luna. Y lo que es peor, nos obliga a revolcarnos gimiendo y ladrando en lugares húmedos, en el fango detrás de los pajares ¡Ay, y si acaso uno de nuestros semejantes se nos parara en frente! Con ciega furia lo despedazaríamos, a menos que nos pinchara, más veloz que nosotros, con un alfiler. E incluso en ese caso nos quedamos toda la noche, y después todo el día, aturdidos y torpes, como si saliéramos de una infame pesadilla. En conclusión, mi amigo y yo no toleramos la luna.  

Así ocurrió que una noche de luna yo estaba sentado en la cocina, que es la habitación más resguardada de la casa, junto al fogón; había cerrado puertas y ventanas, persianas y postigos, para que así no penetrara ningún hilo de los rayos que, afuera, inundaban y suspendían el aire. Aun así se producían siniestros movimientos dentro de mí cuando mi amigo entró de improviso trayendo en la mano un objeto redondo y grande similar a una vejiga de cerdo, pero más brillante. Al observarlo se veía que latía un tanto, como hacen ciertas lámparas eléctricas, y parecía atravesado por débiles corrientes bajo la piel, que provocaban leves reflejos nacarados similares a los que distinguen a las medusas. 

«¿Qué es eso?» grité, atraído sin querer por un algo magnético en el aspecto y, también, en el comportamiento de la vejiga. 

«¿No lo ves? Logré atraparla…» respondió mi amigo mirándome con una sonrisa incierta. 

«¡La luna!» exclamé entonces. Mi amigo asintió en silencio. El asco nos superaba: la luna, entre otras cosas, sudaba un líquido hialino que goteaba entre los dedos de mi amigo. Sin embargo, estos no se decidían a soltarla. 

«¡Oh, ponla en ese rincón!» grité, «¡Encontraremos un modo de matarla!»

«No», dijo mi amigo con improvisa resolución, y comenzó a hablar con gran rapidez: «escúchame, yo sé que, si se le deja sola, esta cosa asquerosa hará de todo para regresar al cielo (a tormento nuestro y de tantos otros); no puede evitarlo, es como los globos de los niños. Y no buscará realmente las salidas más fáciles, no, hacia arriba siempre recto, ciega y estúpidamente: a ella, la maligna que nos gobierna, la rige también una fuerza irresistible. Habrás entendido mi idea: la soltaremos bajo la campana de la chimenea, y, aunque no nos liberaremos de ella, nos liberaremos de su funesto esplendor, ya que el hollín la teñirá de negro como a un deshollinador. Cualquier otra cosa resultaría inútil, no lograríamos matarla, sería como querer aplastar una lágrima de mercurio».

Así, soltamos a la luna debajo de la campana, la cual se elevó de inmediato con la rapidez de una bala y desapareció por el cañón de la chimenea. 

«¡Oh!» dijo mi amigo «¡Qué alivio! ¡Como me costaba tenerla sujeta, por lo viscosa y grasosa que es! ¡Y ahora esperemos lo mejor!»; y se miraba con disgusto las manos aceitosas. 

Escuchamos por un momento desde arriba un tormento, unos alientos sordos a la par de sonidos flatulentos, como cuando se pincha una ampolla; hasta unos suspiros: quizás la luna, alcanzando el sitio más estrecho del cañón, apenas podía pasar, y se podría decir que jadeaba. Quizá, para poder pasar, comprimía y deformaba su cuerpo blando; gotas de un líquido asqueroso caían crepitando en el fuego y la cocina se llenaba de humo, ya que la luna obstruía la chimenea.  Después nada y la campana comenzó a tragar el humo de nuevo. 

Nos precipitamos fuera. Un gélido viento barría el cielo despejado, todas las estrellas brillaban vivamente; y de la luna no había rastros «¡Viva, hurra! » gritamos como poseídos, «¡Lo logramos!» Y nos abrazamos. Después me entró una duda: ¿podría ser que la luna se hubiese quedado aplastada en el cañón de mi chimenea? Pero mi amigo me tranquilizó, no podía ser, absolutamente no, por lo demás me di cuenta que ni él ni yo habríamos tenido el coraje de ir a ver. Así nos abandonamos, afuera, a nuestra dicha. Yo, cuando me quedé solo, quemé en el fuego, con gran circunspección, las sustancias venenosas, y aquellos vapores me tranquilizaron completamente. Esa misma noche, de la alegría, nos fuimos a revolcar a un lugar húmedo de mi jardín, pero así, inocentemente y casi por despecho, no porque estuviéramos obligados. 

Durante varios meses la luna no volvió a aparecer y nosotros nos sentíamos liberados y ligeros. Libres no: contentos y libres de las tristes rabias, pero no libres. Porque no era que no estuviese en el cielo, por el contrario, éramos conscientes que allí estaba y nos miraba; solamente estaba oscura, negra, cubierta de tanto hollín que no se podía ver ni nos podía atormentar. Era como el sol negro y nocturno que en los viejos tiempos atravesaba el cielo al revés, desde el ocaso hasta el alba. 

Efectivamente nuestra mísera alegría cesó temprano; una noche la luna volvió a aparecer. Estaba agrietada y fumosa, oscura como nunca antes, y apenas se veía, quizá solo mi amigo y yo podíamos verla, porque sabíamos que ahí estaba; y nos miraba disgustada desde lo alto con aires de venganza. Vimos entonces cuánto daño provocó su paso forzado por el cañón de la chimenea, pero el viento del espacio y su mismo recorrido le estaban limpiando gradualmente el hollín, y su continuo movimiento remodelaba su blando cuerpo. Por mucho tiempo apareció como cuando sale de un eclipse, pero cada día se hacía más clara; hasta que volvió a ser así, cómo cualquiera puede verla, y nosotros volvimos a revolcarnos en el fango.

Pero no se vengó, como parecía querer. En el fondo es más buena de lo que se cree, menos maligna, más estúpida ¡qué sé yo! Por mi parte, me inclino a creer que no tiene la culpa. En definitiva, que no es su culpa, que ella está obligada al igual que nosotros, de verdad lo quiero creer. Mi amigo no, según él no hay excusas que valgan. 

Y es por eso que yo les digo: contra la luna no se puede hacer nada.

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