Otro fin del mundo es posible
Diego Leiva Quilabrán
El síndrome Babilonia. Geoficciones sobre el fin del mundo de Alain Musset
La crisis climática se levanta cada vez más como una ola amenazante sobre las sociedades y la economía tal y como la conocemos. El 2020 estalló la pandemia de covid-19: la muerte se tomó la agenda como nunca lo habíamos visto por más de un año, aunque registros históricos de otras enfermedades infecciosas nos dijeran que no era un fenómeno único, las calles se vaciaron y el miedo cundió. El 2012 estábamos a la espera del fin del mundo que, según interpretaciones mañosas, había predicho el calendario maya: terremotos, tormentas solares, desastre naturales, algo iba a pasar. El paso del año 1999 al 2000 venía teñido por un eventual descalabro informático que generaría caos: el Y2K. Durante la Guerra Fría, se acuñó el concepto de “destrucción mutua asegurada” –mad,’loco’ en inglés– para hablar de la confrontación entre EE. UU. y la URSS: una colisión directa a escala nuclear arrasaría con ambos países y arrastrarían al mundo con ellos. En el siglo I o II, en la isla de Patmos, quizá el apóstol Juan habló del Juicio Final y la caída de Babilonia, tras lo cual vio “un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe” (Apoc. 21: 1).

El juicio final (1466-1473) de Hans Memling es un muy buen ejemplo de lo que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en un Juicio Final.
Ha habido, entonces, mucho y quizá demasiados fines de mundo, y quizá cuántos horrores han pasado y pasarán que algunos van a ser comparados con ello. Nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, no todos los fines del mundo son iguales, porque el mundo por acabarse no ha sido siempre el mismo. Más curioso aún: no solo es el mundo, como marco histórico, lo que varía. A veces el fin parece bastante selectivo con su objetivo principal: se acaba el ser humano, se acaban las ciudades, se acaban los recursos naturales, se acaba el sistema económico. La primera ficha del dominó que cae no siempre es la misma. El castigo de la humanidad –para la que el mundo está a disposición, según nos hemos convencido– es, para Alain Musset: “el fin del mundo, o por lo menos, el fin de un mundo” (p.14)
De muchas versiones del apocalipsis se hace cargo Musset en El síndrome Babilonia (Bifurcaciones, 2022). A través del análisis de un catálogo de obras literarias, cómics, mangas, películas, series y videojuegos –el listado bibliográfico de estas fuentes son doce páginas, a las que se suman un par más de textos teóricos–, va indagando sobre las múltiples representaciones del fin del mundo bajo una premisa simple, pero que permite una apertura reflexiva importante: “si el apocalipsis es solo una fantasía, la sociedad que lo inventa para asustarse a sí misma es muy real y cada fin del mundo es el reflejo de su tiempo” (p.15). Entonces, si un miedo socializado es el origen de perversas fantasías sobre el fin: ¿cuáles han sido nuestros miedos a lo largo de la historia?, ¿cuál es la idea de justicia que empareja todo y tiñe el castigo de turno?
A lo largo de un ensayo abarrotadísimo de referencias, su autor agrupa temáticamente ficciones con el propósito de armar redes que iluminen los sentidos del fin. ¿Qué es lo que desaparece, por qué y qué es lo que puede permanecer luego?, ¿cuáles son los clivajes históricos que dan pie a tal o cual imaginario? En definitiva, ¿qué estructuras de sentir –usando el concepto de Raymond Williams, esas experiencias sociales disueltas o poco formalizadas– asoman por entre los desastres naturales, las plagas, los monstruos y los dioses furiosos?
El enciclopedismo pop –a ratos, incluso, pulp– de Musset y la variedad de cruces entre obras que hace, van construyendo en el lector una idea de que el fin del mundo, como concepto, es un puñado de catástrofes de distinto orden. Como desde una caja de herramientas de los miedos, los autores de distintas épocas van tomando y reimaginando ese fin: la destrucción de la Atlántida, la caída de Babilonia, por ejemplo, son mitos o estándares comparativos recurrentes; las fuerzas naturales, las plagas, la guerra nuclear, el cambio climático son, principalmente, las causas que se barajan. Para los interesados en la ciencia ficción o las ficciones apocalípticas, cada página puede implicar encontrarse con producciones vistas o leídas, o con relatos para mirar o volver a mirar con renovado interés. Musset, en su ensayo, queriéndolo o no, sabe cómo despertar ese interés y deseo.

Afiche de 2012 (2009) de Roland Emmerich. Una ola gigante generada por megaterremotos arrasa la costa norteamericana.
Además, el autor plantea una serie de lugares comunes, de escenarios concretos en los que el fin del mundo deja marcas indelebles. Es donde se despliega con mayor claridad su formación como geógrafo: son esos espacios concretos donde se observa qué es lo que se desploma, qué es lo que tanto tememos perder y, por ende, qué se esfuerza por rescatar. Existe, sin duda, un conjunto de ciudades que simbolizan el éxito de la cultura occidental y, por lo tanto, a través de ellas se escenificará su caída: París, Londres, Nueva York. Centros culturales, económicos o políticos de importancia mundial, son el ejemplo perfecto para demostrar la magnitud del desastre. Si aquello que está simbólicamente por lo alto cae, qué queda para los demás: la geopolítica tiene su eco escatológico.

Afiche de la película Cuando los mundos chocan (1951) de Rudolph Mate, donde se ve la ciudad de Nueva York siendo arrasada. La ilustración del afiche fue utilizada como portada y contraportada de El síndrome Babilonia.
Existen también espacios cotidianos que representan sentidos colectivos relevantes: las carreteras desiertas, los automóviles abandonados en calles vacías de gente, muros tomados por enredaderas. Todas esas imágenes podrían formar parte del uncanny valley freudiano: tan familiares en una situación tan extraña que son poderosísimamente inquietantes. Muestran que el mundo, en su materialidad, puede seguir ahí, pero aquello que le da una dirección, una jerarquía, una función, se ha perdido.
Hacia el final del libro, Musset explora también en ese ámbito positivo del fin del mundo: la reconstrucción, la nueva oportunidad. Allí toman relevancia las preguntas por lo que se deja atrás, lo que se elige perpetuar. Se vuelve allí a pensar en la bucólica idea de la utopía rural, alejada de los vicios de la modernidad, se vuelve también al mito de Adán y Eva, para pensar en quiénes y bajo qué criterio son propuestos como los nuevos Adán y Eva una vez la tormenta pasa. Musset, hacia el final y una vez ha repasado todos esos avatares del fin, refuerza su tono reflexivo, porque comienza a analizar algunas ficciones desde la esperanza de que el fin pueda ser un fin:
Después del fin del mundo, es la memoria (o incluso la memoria de los lugares que no conocimos en la realidad) la que nos permite volver a los territorios arrasados para amarlos mejor. El círculo se cierra entre los sitios a los que una historia personal dio un significado particular y los que forman parte de otra geografía, menos íntima pero igual de intensa, que compartimos con toda la humanidad (p.264).
Ahora sabemos, eso sí, que esa esperanza de que algo pueda ser reconstruido, siempre va a encontrar un nuevo punto de crisis. Sabemos que, aunque zafemos de un fin, otro fin del mundo es posible.


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