Cosquillas y alegría moral
Manuel Boher
Por error, muchas veces he recomendado los documentales de Ian Curtis sobre Medio Oriente, pensando que les estoy hablando de Adam Curtis. De los Curtis de Dartford, no los de Stretford, de Joy Division. Pero les pido –en serio– que distingan a Ian Curtis y Adam Curtis sin hablar de tópicos o bibliografía: del sueño americano o del postpunk. Si ambos nombres son vecinos gráficos y sonoros cabe la posibilidad, quizás fabricada, de que también sus significados convivan en un mismo cuerpo de sentido. Como el andrógino de Aristófanes, como el symballein o como en toda figura de sentido: el nombre que comparten es una señal de que ambas partes estuvieron juntas y volverán a juntarse. Creo que Mario Verdugo, autor de Glacis (Komorebi Ediciones, 2022), ha explorado este efecto –recurso, propuesta, motivo, pensamiento, humor, etc.– en sus últimos libros. Y se hace claro en Glacis, donde hay además un lenguaje que excede al subentendido, chifloteado, y en cajas llenas de slangs técnicos y destellos de incómoda cercanía. La propuesta la tomé de ahí, de hecho, del quinto poema de Glacis: “Hablo luego sobre filmes iraníes anfractuosos/ y les pido que distingan a bill paxton y bill pullman.” (11).
La sola posibilidad de que sentido y sonido compartan diafragma, abre el texto de Verdugo a ejercicios de diacronía mucho más radicales en cuanto a expresar y a unir significados. Sin embargo, ya es una estrategia de la novela y el ensayo que coincidencias por nombre fuercen conexiones entre planos, incluso recortando tiempos y transformando los propósitos del objeto. Esto existe desde El gran Lebowski hasta el caso Proust/Painter en las crónicas de Alone, pasando por fenómenos comerciales como Un verdor terrible, el Gonzalo Rojas de Poeta chileno, y más. Pero yo creo que en Glacis esta conexión de planos da una vuelta más larga y, como en el cableado eléctrico, mientras más larga es la vuelta más excedente, más resto, va dejando.
Si se repara en el primer libro de Mario Verdugo: La novela terrígena (2011), puede hacerse la consideración, prácticamente tierna, de que tal vez el espíritu de la novela pueda hablar de los efectos de Glacis. Bocaccio escribió el Decamerón en prosa porque pensaba que no valía la pena escribir poesía después de Petrarca, pero otra cosa es escribir cien novelas en diez jornadas, narradas por diez jóvenes cuyo rol y orden cambiaría minuciosamente cada noche. La novela no solo es el género del realismo y el de la trama con inicio, desarrollo y conclusión: sino el género del capítulo y el episodio, ordenado con la compulsión obsesiva que exige el sentido de continuidad. “Nada más rico que los libros que pueden leerse de una sentadita”, me decía una amiga, privilegio –aunque cada vez menos exclusivo– de los libros de poesía. La novela encuentra otras rutas y fórmulas, más artificiosas algunas que otras, de escribirse sobre el tiempo y sobre la mente del lector. En vez de la rima encadenada del terceto: es la toponimia, la data histórica, el oficio, el tecnicismo y los nombres, tras nombres, tras nombres, como en Glacis.
Entonces también: el humor. En sus Carnets, Vallejo distinguía la risa por cosquillas de la risa por alegría moral. Pero cuando Verdugo habla del antidumping –por ejemplo– es difícil saber si la risa viene de la secreta satisfacción que sentimos al ver a un término así, tan lejos de su progenie paradigmática, como si la palabra fuera un niño perdido, angustiándose en las veredas del poema; o si acaso es la extraña resonancia de las úes y las íes lo que solo planta una cosquilla, si fuera también el sonido junto a lo que el sonido evoca: una cara de periodista, de profesor, de youtuber alucinado, y en su boca las úes e íes, grano de humor.
En ese sentido la poesía de Verdugo trae la satisfacción de encontrarnos con el humor casi tautológico del lenguaje por sí mismo, de la palabra que da risa, de la mítica impertinencia del siglo xx por descontextualizar acertadamente. En eso los homófonos son ejemplares. Frases como “bueno, bonito y barato”, o infinitivos propagandísticos como “crecer y construir” dejan ecos en un libro como Glacis. Pero el subentendido es superado –lo que vagamente recuerda a Maquieira– y lo más natural parece distinto, ajeno. Como en una sala trampa de The Game, donde todos los muebles tienen etiqueta todavía, o como los electrodomésticos monstruosos de La Dimensión Desconocida. Esa lectura puede importarnos, porque detrás del humor puede haber un mundo deforme y violento. Si solamente medimos la evocación o el sonido de los tecnicismos en Glacis, puede acorralarnos la pesadilla de la geología, el círculo caótico del hipertexto, o un mal viaje en clave científica. Y a pesar de todo, Glacis es claro. Tal vez sea el trance de ver los anteriores efectos puestos en horizonte, que en Glacis pareciera haber una novela de sonido, un coro de grabadoras o recortes exhibiendo algo que parece sensible. La misma impresión que produce leer una frase en esperanto o en latín, de la que se cosecha algo de español en un cherry picking por sentidos que el sonido patrocina solamente y que, a pesar del sesgo, siempre termina por reconocer la lógica de una lengua, aunque sea distinta y para nosotros incompleta. No arrojar sombra significa estar en el centro del sistema: similar al “solo el fuego mira al fuego” de Empédocles. Glacis es una invitación a salir de las hermenéuticas de moda que plantean la lectura del poema como un cálculo de opacidad sobre trasparencia. Que desactivan lo que no se entiende con esa palabra: oscuridad. Y se celebra solo en cuanto completa lo inteligible, en un casi bruto método ideogramático o de detalle luminoso. El sistema que Glacis abre es imposible de minar y sin embargo, es exactamente sí mismo: nunca he visto estas imágenes, no existen. Pero las reconozco: son la sentencia o los inmensos pilares de otra cosa que ni existe ni se puede reconocer.


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