La trayectoria de Samanta Schweblin: el rayo que floreció en nosotras
Pascuala Atania Orellana
Pájaros en la boca y otros cuentos de Samanta Schweblin fue el primer libro que Claire me regaló cuando nos conocimos en el 2019. No recuerdo exactamente cuando me lo entregó, pero sí recuerdo la primera vez que la vi, organizando un congreso literario al que fui porque la invitada más importante era mi querida Alejandra Costamagna. “Yo también tengo ese libro”, le dije mostrándole Todas somos una misma sombra de Catalina Infante. Ella los estaba acomodando en una mesita afuera del auditorio del Instituto de Estudios Humanísticos de la Universidad de Talca. “No va a venir la autora”, parece que me respondió. Eso fue todo, eso fue suficiente.
Empezamos a hablar por Twitter y nos dimos cuenta de que ambas amábamos dos cosas: a Bolaño y a los gatos. Teníamos opiniones literarias similares, lecturas pendientes muy parecidas y un montón de cotidianidades en común, de esas que te hacen sonrojar como cuando has encontrado a alguien que podría ser tu alma gemela.
Claire era (mejor dicho sigue siendo) todo lo que admiro: inteligentísima, franca, hermosa, francesa y doctora en literatura, especialista en distopías. Es alguien a quien hubiese querido como parte de mi familia, compartir con ella una raíz biológica según el concepto que propone Maturana. Hubiese querido que fuera mi hermana o una prima con quien poder ir a jugar todos los fines de semana de mi infancia.
Pensé que quizás la había conocido demasiado tarde, porque cuando ella entró a hacer clases a la Universidad yo ya había egresado. Por alguna razón que desconozco, siempre pienso que todo a mi vida llega tarde, pero será la propia Samanta Schweblin la que casi cinco años después ponga punto final a este agobio. Me demoré en leer el libro porque soy pésima. Les conté que fue el primero que me regaló, luego me ha regalado varios más de los que habré leído la mitad y ahora que lo confieso me siento terrible.
En la foto: Claire Mercier, Samanta Schweblin y Pascuala Atania Orellana
Vamos al grano: El Premio José Donoso para Samanta.
Para presentar la obra, después de las palabras protocolares del rector, Claire escogió seis cuentos con sus respectivas citas. No me pregunten cuáles fueron exactamente porque se me olvidó hasta mi nombre de la pura emoción. Sin embargo, identifiqué cuatro temas cardinales: la familia, el aborto, el sexo y la vejez. Cada uno de los párrafos proyectados mostraba de manera magistral la esencia de la narrativa de Samanta. Aquí es donde me adueño de las palabras de Claire porque ella es la experta: todo se trata de subvertir la noción tradicional que tenemos de la familia. Era un espejo: Samanta encontró lo fantástico en las cosas cotidianas de la misma forma en que halló cómo reposicionar la importancia de los géneros literarios considerados “menores”.
No fue para nada extraño que al terminar la ceremonia los estudiantes secundarios también quisieran conocerla a ella, además de la escritora galardonada. Su intervención fue brillante, la antesala perfecta para comprender y amar el maravilloso discurso que daría Samanta.
Empezó contando cómo fue que le comunicaron que era la ganadora. Una llamada telefónica mientras lavaba los platos en su departamento, cómo aún con el lavalozas en las manos ya estaba pensando en qué diría ahora, en este instante.
Explicó que para comprender la motivación del jurado en la decisión de entregarle el premio, buscó la palabra “trayectoria” en Google y en el diccionario de María Moliner, pero ninguna de las dos alternativas la satisfizo. Entendí su inquietud porque siempre se ha dicho que esos premios tan grandes son para escritores consagrados. No puedes llegar y pasarle una cantidad grotesca de dinero a un escritor novel que luego de un one hit wonder termine produciendo bazofia. No lo digo yo, lo dice la crítica, como si la plata saliera de sus bolsillos y no del Banco Santander.
Bueno, a medida que Samanta iba leyendo, coincidía con ella en cada frase que pronunciaba. Sí, el concepto de “escritor/a joven” es uno de los más extraños, porque aunque la juventud termina a los 24 según la estadística, a los 45 se puede seguir siendo un escritor en ciernes. Debe haber algo en la pulsión de la literatura que mantiene nuestros pensamientos siempre frescos y eso se refleja en nuestro cuerpo, supongo.
El quiebre y los ojos llorosos comenzaron cuando Samanta habló de sus abuelos. De esa abuela maravillosa que aprendió física cuántica a los 81 años y de la que obtuvo sus primeras lecturas. Su abuela pintora, que descubrió su verdadera vocación en el ocaso de su vida, bien podría ser mi abuela que, aunque no era artista, un día de repente decidió que quería leer el diario todas las mañanas y opinar de política. Luego fue el turno del abuelo, leyéndole a Gabriela Mistral a sus 7 años sin que ella entendiera ni papa.
Sentí que ese fue el momento en que mi pecho se apretó por completo y estallaron las lágrimas. Samanta dijo que era una ingenuidad decir que el inicio de su trayectoria había sido escuchar al abuelo declamando el poema, aunque el ímpetu de ese hombre fue lo que la hizo decidir disfrutar del mismo modo cualquier cosa que ella se propusiera. El entusiasmo que entusiasma a otros para ser quien eres.
En sus palabras, no textuales porque es lo que pude memorizar en medio de mi llanto, ella le consultó a un amigo físico cómo podría comprender su trayectoria de una forma no lineal, no como algo con un inicio y una conclusión definitiva. Él le habló del rayo, de cómo se forma ese haz de luz en medio de las tormentas y que, no obstante verse de manera uniforme, es más bien parecido a las ramas de un sistema nervioso.
Para ser una escritora con trayectoria ella habría necesitado padres de clase media profesional que la estimularan al estudio, profesoras que complementaran su aprendizaje, una situación económica que le permitiera pensar más allá del hambre, una universidad pública y gratuita donde poder estudiar sin contratiempos. Para ser escritora, ella habría necesitado de muchas otras personas que leyeran poemas a voz en cuello en medio de un living, que siempre anden con un libro en la mano, que conversen de literatura con amigos al calor de un vino, que disfruten y apoyen el talento ajeno.
Últimamente me han preguntado harto por qué le doy tanta importancia a lo que otros me han hecho. Y en el discurso de Samanta estuvo la respuesta: porque construimos la integridad de nuestra vida a partir de la convivencia con el resto de los seres humanos, porque es su vehemencia, sus intereses, sus herramientas, lo que despierta nuestro instinto acerca de lo que queremos hacer y cómo. La interacción con otras personas, la intimidad que se puede llegar a tener con ellas puede definir incluso nuestros estándares de moral, lealtad o ética. Determinar igualmente nuestra sensibilidad en su sentido más complejo.
Quizás esto es una “carta de amor”, como le gusta decir a los críticos de lo que sea, a Claire, a Alejandra, a Samanta, a la Poesía o a la Literatura, no lo sé . Sólo espero que Claire me disculpe por mis muestras públicas de adoración en instancias oficiales y por la impertinencia de la foto entre las tres antes de ir a almorzar, después de la entrega del premio. Sólo quiero que sepa que para mí ella es el impulso del que hablaba Samanta, que la pasión que tiene por su trabajo es lo que me mueve a leer y escribir, a insistir en este loop esperando que nunca sea demasiado tarde en mi vida para tomar la novela que tengo entre mis manos y que deseo, con todo mi corazón, que ese libro de Samanta Schweblin que me regaló (en el ya lejano 2019) sea uno de los que esté bajo mi almohada cuando me muera.


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