Nunca pareció tan bonita la muerte
rafaela Gómez
La doctora insistió que debía dejar que se bañara sola por diez minutos, «eso la estimula, Rebeca, no le pasará nada». Luego la sentaba en la camilla y le revisaba los lunares. «Por precaución», terminaba de decirme con una sonrisa. Los lunares que tiene mamá en su espalda han ido aumentando al mismo ritmo que su memoria disminuye. Suelo decirle, a modo de consuelo, que las cosas no desaparecen porque sí de su cabeza, «las cosas no se olvidan de la nada, solo cambian de forma». Cada vez que se lo digo, ella hace como si no escuchara y toma el vaso de plástico donde guardamos el jabón y lo llena y lo vacía, lo llena y lo vacía en un loop, como si esa fuese su mejor manera para responder. Intento no mirar por mucho rato cada lunar nuevo que le aparece. Si los miro mucho, es como si me miraran, como si en vez de lunares fuesen todos los ojos de mamá.
Al vigilarla por fuera del baño mientras le permito esos diez minutos a solas, su espalda se curva como si ahorrase calor, como si de pronto todos sus lunares fuesen a converger en uno solo. Se volvería un círculo, pero a los quince minutos le explico que debo cerrar la llave para secarla, que ahora debe vestirse. Se esfuerza por alzar una pierna y luego la otra para quedar afuera de la ducha. Las manchas rojas sobre su cuerpo le producen extrañeza cuando se mira, «eso es por el calor, el agua le irrita la piel». Entonces la seco con suaves palmaditas hasta que vuelve a su color habitual. Le gusta quedarse contemplando el espejo, más de una sonrisa se le escapa como si estuviese conversando con alguien. La visto rápido para que no se vaya a resfriar, cómo le explicaría que debe tomar remedios que no suelen estar en su rutina. Cómo le explicaría que se acabaron las caminatas después del té, que debe quedarse en cama o sino puede empeorar y la perdemos. «El rojo, Reba». Le pongo el chaquetón rojo, si no es ese, no deja que la abrigue. Todavía puede intercambiar palabras cortas, pero prefiere los gestos.
La mañana que nos dijeron que mi madre estaba con indicios de Alzheimer, aún no le temía al tiempo, pero sí a la muerte, a pesar de que a veces parecían ser una misma cosa. Nos acostamos todavía en shock por la noticia. Mamá tomó mi mano y nos dormimos con las manos juntas. Apretamos con fuerza ese lazo irrompible. Todo en nuestra vida se comenzó a convertir en un círculo, en el espacio en que mamá se empezó a ver como una niña pequeña a la que nunca le han pateado el estómago desde adentro, que apenas nació ayer y por eso se impacta cada vez que sale de la tina y da contra su rostro viejo. Al cabo de unos minutos frente a él, quizá sea la única parte del día en que recuerda su nombre: Rebeca. Al igual que el mío, yo, quien le pateó por nueve meses el estómago hace treinta y dos años.
Cuando no tiene que editar muchas fotografías, la Paz me acompaña. Conoció a mamá cuando ya se lo habían diagnosticado, por lo que luego de unos días debo presentársela como si no se hubiesen visto nunca. Cuando le digo a mamá que las cosas no las ha olvidado porque sí, sino que han cambiado de forma, lo digo en serio. Lo sé cuando al terminar de contarle quién es la Paz, mi madre se acerca y le toma las manos, el silencio que se crea en esa breve escena le llena los ojos de lágrimas y en un loop le dice que le parece haberla visto antes. La Paz se pone nerviosa, yo intento no reírme mientras ella me frunce el ceño con esa maña infantil que tiene, aunque quiera parecer ruda.
La primera vez que la Paz nos fotografió sentí que la luz me traspasaba el cuerpo, encandilada flash tras flash, me parecía la manera más digna de entender la mente de mamá. La luz creando nuestros cuerpos desde la transparencia, desde el ojo de la Paz por el visor eclosionando en los lunares del otro cuerpo que se afirma a mi costado, apenas, que se afirma a mi costado. Ambas sosteniéndonos en este recorte de realidad, en la única grieta donde mamá puede descansar un momento del Alzheimer. Los días de fotografía los espera impaciente, es algo que no olvida, que no se permite olvidar. Flash tras flash los únicos pestañeos son míos, la Paz me molesta y me dice que soy una exagerada. Nos reímos y peleamos en menos de cinco minutos, nos reímos y volvemos a pelear. En esas escenas mamá suele guardar silencio y nos sonríe. Nos sonríe como si no fuésemos nosotras quienes la entienden a ella.
No le hace falta ser erudita para saber que estaba muriéndose por primera vez, el Alzheimer era la primera batalla que luego la haría anhelar la segunda, la menos cruel en comparación al cansancio que siente al no recordar cosas simples como bañarse sola, ponerse un abrigo, prender el televisor, pintarse los labios y usar tacones. «El día que se me olvide masticar y tragar, será la señal para morirme por segunda vez, para morir definitivamente bajo la tierra». Entonces mi temor al tiempo crecía, mamá se habría muerto dos veces y yo la seguiría recordando. ¿Así se debe sentir cómo mi madre se muere de a poco mientras todos sus lunares florecen a la luz? Me pregunta por la Paz:
– ¿No recuerda?, vino ayer –le respondo para que ejercite su memoria.
Verla triste comenzó a ser extraño. Incluso poco antes del diagnóstico, siempre andaba con una sonrisa. El día que más afectada la vi fue una noche en la que me quedé dormida a su lado, como siempre debo ir a verla y apagar la luz de su velador, decidí recostarme en el opuesto de la cama. Sabía que era algo que no podría volver a hacer cuando mi madre partiera. Escuchar su respiración lo fue todo, sentirla ahí, viva, hacer consciente la idea de que había algo más que un cuerpo. Fue la noche que sintió mi llanto, porque cuando mamá se duerme, aprovecho de llorar. Lloro mientras la veo dormir. Lloro en la ducha. Un llanto imperceptible, atorado en la garganta. Pequeñas convulsiones en el pecho como si algo de adentro no debiera salir. Lloro mientras recuerdo el «no seas tonta, Reba, no me tengas pena. Toda va a estar bien», y me llevo la mano hasta la boca. Las dos manos hasta la boca. Lloro porque mamá me consuela, porque con mis treinta y dos años todavía me cuida. Mi madre se está muriendo y me consuela. A moco tendido siento admiración por cómo mamá a medio morir me dice sonriendo que no llore, que todo va a estar bien. Me soba la espalda como si estuviera pasando por un mal momento. Como si tuviera mi propia muerte encima. Entonces cuando mamá se duerme, yo lloro. El resto del tiempo me cae una ola de Nazaré. Nadie sabe de mi pánico al mar, de morir ahogada por la espuma de la ola, miles de camiones por sobre el cuerpo se sienten en la ducha de la casa y apreto con más fuerza mis dos manos para que el dolor de traspasar la piel; de alcanzar los dientes sea peor.
A veces quisiera ser la madre de mamá, cuando uno es hija la vida no da tanto miedo, nada te destroza mucho, nada te abandona tanto. Me esfuerzo por ser valiente como ella y son miles las veces que me equivoco, miles de camiones, miles de toneladas de agua porque me quedo mirando el vacío. Le vuelvo a sonreír y me sonríe con sus dos lunares del labio superior. Dos lunares pequeños que se abren como flores. Toda la pena parece un maldito cáncer que se esparce por el cuerpo y te deja marcas evidentes. Flores ramificadas por la piel que devoran la luz. Hambrientas de luz destructiva hasta borrar todo lo que alguna vez aprendió el cuerpo. El cuerpo florido de mamá. Nunca pareció tan bonita la muerte cuando te adorna de flores los brazos, las muñecas, el rostro, la espalda. Un solo gran lunar, una sola gran flor con su enfermedad autoinmune.
Con la Paz intentábamos entender su dolor. La Paz me mira inexpresiva, siempre fue así, con los ojos fijos y la boca entreabierta. Eso no me ayuda mucho a saber qué está pensando, pero de que no me miente, no me miente. ¿Alguien que trabaja con la transparencia podría mentir? Luego me toma la mano y me dice, «pobrecita». Sus labios son finos, su cara es pequeña y suave como un algodón de azúcar. Casi siempre está insolada, aunque se ponga mil litros de bloqueador, le gusta andar en bicicleta en las horas más calurosas. Me parece una ironía y siempre se disculpa. Ama demasiado la luz. No pudo haber sido otra persona quién nos fotografiara, yo quería que ella me fuera honesta, que creara lo que quisiera crear. Para mamá significó mucho más, es que ¿cuántas formas desconocemos para comunicarnos? Cuando la Paz prendía el flash, mamá alzaba su mano y lo atrapaba. Lo atrapaba, lo atrapaba, lo atrapaba como una niña pequeña. Salieron varias fotografías, en casi todas yo miraba de reojo a mamá como si no me esperara que fuese a hacer algo así. Su cuerpo a la luz parecía estar cada vez más repleto de lunares. Cada flash le sumaba tres. Su cuerpo estaba acumulando las ruinas de lo que alguna vez fueron puntos de luz. La Paz se daba cuenta y me repetía:
– Estoy llenando a tu madre de lunares.
Pero así son las cosas, el Alzheimer era nuestro propio cáncer. Como si la única forma para no olvidar fuese marcando la piel. La piel de la memoria.
Ninguna mujer me había mirado como lo hizo la Paz, ni yo tampoco permití mirarme de esa forma con una chica. Me daba la sensación de estar llenándome también de lunares tras cada beso que me daba. La recolección es una forma de duelo. Su boca húmeda y delgada en comparación a mis labios, le comían incluso los bordes de la nariz. Las primeras veces me sonrojaba y hacía como si no me hubiese dado cuenta, pero la sonrisa en su rostro no me ayudaba con mi incomodidad. Lo que hacía luego era lamerme la punta de la nariz, supongo que era la forma de decirme que estábamos a mano. Su cara era demasiado limpia como para haber hallado alguna mancha, ni siquiera esas pecas imperceptibles que la mayoría de las personas tiene. Parecía una hoja en blanco, un papel indemne por los roces, por las caídas, por el sol. Un papel por el que no pasaba el tiempo.
Los baños de tina eran cuando más conversaba con mamá. Solía ponerse conversadora en el agua. Luego la vi agonizar y supe que ya era tarde. Se convirtió en un brillante puñado de huesos que se aferraba a las pocas cosas que, aunque ya olvidadas para ella, seguirían perdurando en nosotras. La empezamos a alimentar por sonda. La enfermera nos decía que debíamos dejarla partir, «es que ya está en un punto crítico». A veces le encrespaba las pestañas y le pintaba los labios, sabía que esas pequeñas cosas le daban un poco de felicidad. Me intenté convencer que entendía, que de alguna manera escuchaba todo lo que hablábamos con la Paz dentro de la sala junto a su cuerpo inmóvil. Lo único que corría de izquierda a derecha eran sus ojos, de derecha a izquierda nos contemplaba y le brillaban. Me miraba a mí y a la Paz en un loop, a la Paz y a mí, a la Paz y a mí, con los ojos brillantes. Insistía en aferrarme al tiempo, a detalles que si llegaba a olvidar serían un insulto, yo no tenía derecho a olvidar nada, estaba sana. Los rayos de luz entraban de golpe por la habitación e iluminaban a mi madre. El cuadro perfecto para que la Paz pudiera fotografiarla junto a mí en nuestros últimos segundos en la corriente, nuestros últimos segundos de lo que significa el aire en los pulmones, lo que significa tenerle miedo al mar y morir ahogada fuera de él. Mamá se estaba yendo y las toneladas de camiones, las toneladas de sal, el roquerío en el que se golpea mi cuerpo tan lejos de la costa, tan lejos de lo que es morirse.
En medio de la pieza blanca con los ojos en el punto fijo de la lente, sobre los ojos de la otra, sobre los ojos de la Paz, aferrándonos a los pocos haces de luz hasta que los ojos de mamá se tuvieran que cerrar para siempre como un solo gran lunar. La muerte definitiva la sentía cerca, intentaba patearla, desapegarme de la idea de que la doble muerte en realidad sería cuando los pequeños detalles se me comenzaran a olvidar de a poco. ¿A qué olía su cabello? ¿Cómo era su tono de voz? ¿Y sus expresiones? ¿De qué color eran sus ojos? ¿Cuántos lunares tenía? Una doble o triple muerte que me hacía pensar que las cosas nunca dejan de morirse.
Entonces la vi agonizar, juntó todas sus fuerzas y quizá alguna que otra ayuda milagrosa. Tomó mi mano y mirando hacia un punto fijo en la pared, me dijo que todo va a estar bien, que la vida es solo para valientes, y que ella ya vivió la suya. La Paz susurrando, «pobrecita», me compadecía. La palabra que seguramente le haría sentir rabia a mamá, pero en estos momentos toda emoción incómoda ya no existía en ella y los lunares se habían acrecentado. Parecían muchos ojos que intentaban hablarme, pero ahora que ya no puede, ahora que yace con ambos ojos cerrados, sus lunares insisten aún después de su muerte en decirme: «no seas tonta, Reba, no me tengas pena». Algo más que simples manchas insignificantes una al lado de la otra, una al lado de la otra, al lado de la otra mientras yo me aguantaba el llanto. ¿Cuántas cosas no se morirán antes de que las olvidemos? ¿Cuántos recuerdos se nos impregnarán en la piel hasta matarnos? Entonces vuelvo a pensar en el color de ojos de mamá, en su voz, en la cantidad exacta de lunares que tiene. Un solo gran manchón. Un pedazo de mar. Un solo gran pedazo de mar cayéndome encima más vivo que nunca, el cuerpo de mamá, esta idea de que cerró sus ojos frente a una ventana con vista a la costanera, con vista al gran monstruo, con vista a la luz y lo que me quita el aire y lo devuelve, me quita el aire y lo devuelve.

Foto de la autora
Rafaela Gómez (Copiapó, 1998). Estudió Letras Hispánicas y Magíster en Literatura en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha participado del Taller de Escritura Narrativa de María Paz Rodríguez, 2021 y el Taller de Edición de Alejandra Moffat, 2022. Sus poemas han sido parte del libro Tributo al inmigrante italiano (2016) editado por la Scuola Italiana Giuseppe Verdi di Copiapó, como también de la Antología Poética Letras UC (2021). Obtuvo Mención Honrosa en el premio Roberto Bolaño en la categoría Novela, 2021, pronta a publicarse por Neón ediciones.


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