Adelanto
Succión
Nicolás Poblete
En este preciso kilómetro de la autopista principal está tu animita. En la berma sur se eleva el cerro de peluches, como una grotesca instalación, en permanente construcción. Más de alguna vez me he preguntado qué haría ese artista visual, Christo, para envolver con una sábana inmensurable esta descomunal montaña de escombros. Si él pudo cubrir islas completas, con ese tejido flotante rosado, demás podría arreglárselas para acorralar a todos estos animales falsos y taparlos con una infinita lona de algún color un poco menos desagradable que el rosado.
“Esta animita corresponde a Ingrid, La Niña Hermosa”.
Esas palabras están grabadas en una de las (varias) animitas que se han ido acumulando en este terreno, a un costado de la autopista. El cúmulo amenaza con precipitarse a la carretera, tal es la magnitud que ha alcanzado el avance de las tropas de peluches. Y, aunque han anunciado la posibilidad de trasladar tu altar hacia otra zona, igualmente las ofrendas siguen llegando. Esa noticia no se ha tomado por oficial, y todos cuentan con la lentitud de los procesos legales en este país para aprovechar tus animitas, que ya se han transformado en un destino turístico-espiritual, con peregrinación tras peregrinación. Es un verdadero crisol cultural. Los delirios que confluyen en tu altar, la mayoría en formato escrito, son tantos, la verdad es que tendría que sentarme a anotarlos.
Cualquiera que recorra este artificioso santuario comprenderá la importancia de los números. Primero, las fechas que marcan tu (corta) vida; luego, el intercambio de deseos, favores, promesas y agradecimientos. Pero, sin duda, la conciencia numérica encuentra su súmmum al proponerse calcular el universo de peluches que conforman este fenómeno, a estas alturas, geológico. Quien recorra este kilómetro también se topará con cascos de distintos colores y grados de uso, y comprenderá tu afición a las motos. Verá que La Niña Hermosa sí es hermosa, a juzgar por las fotos y reproducciones que atestan este mall. Cuando te conocí, sí, linda. Hermosa no es una palabra que yo use, y, aunque la usara, tampoco te describiría con ese adjetivo. La verdad es que, por más que piense, solo se me vienen a la mente adjetivos de aptitud cuando te visualizo, ninguno de evaluación física.
Tu mamá me ha contado los pasos que llevaron a transformar lo que era tu pequeña animita en este “gigante asiático”, como llaman torpemente a China en las noticias para dar a entender que la sobrepoblación allí es tóxica. Pero es verdad, de asiático tiene mucho este mall, ya que la mayoría de los peluches que emulan esa rapidez procreativa, multiplicada exponencialmente, revelan su origen. “Made in China” es un lugar común de las etiquetas blancas que sobresalen en uno y otro flanco de algunos animales. Las Barbies que he observado con más detención (hay muchísimas Barbies en torno a tu altar) también tienen, impreso en sus carnes de plástico, el timbre “Made in China”.
“¿Tres veces a la semana estabas viniendo, Betty? ¿En serio?”, le pregunté a tu mamá. Esto fue hace varios meses, cuando recién la conocí y le ofrecí mi ayuda para que sacara adelante su emprendimiento. Su risa, a través del teléfono, sonó distorsionada. Un breve silencio, luego: “Sí. ¿Eso es mucho? Eso era al principio”, agregó, no resignada, sino en tono de educación, de aprendizaje.
“No, no es mucho. No es nada. No”, respondí. Quizá el carraspeo en el teléfono era la batería que se me estaba acabando, comprobé al sacármelo de la oreja para mirar la pantalla, ya en modo “saving battery”.
“La cosa es que ahí, entre medio, alguien instaló la primera animita, y a mí me gustó. Nos gustó con el Chaparro. Eso al principio, porque después…”.
Corté el teléfono mientras tu mamá decía que se sentía cerca de su niña allí, que ella había sido la primera en llevar una muñeca a ese lugar, y que, desde ese momento, comenzó… No alcancé a escuchar el resto de la (predecible [y gemebunda]) descripción mitificadora porque, antes de que se apagara solo el celular, metí el cargador, dos botellas de agua y mi kit del gym al bolso, y salí. Ya iba tarde para mi primera clase, 8.00 AM. En punto.
Los autos aceleran, en especial a esta hora, por la carretera. También a gran velocidad circulan motos, bicicletas que me sobrepasan. Conduzco sin prisa, relajada, por la autopista. Es el pedaleo inicial, como al principio de una sesión de spinning, donde el rebaño se agrupa y, paulatinamente (uno tras otro los clics de las fijaciones, zapatillas enganchadas a los pedales), comienza a captar la frecuencia, a actuar como una unidad, un equipo, y a seguir mis comandos. Unos cinco, siete minutos de pedaleo lento, música tranquila, antes de imaginarnos en una montaña, descendiendo rápido, solo conscientes de los pedales y de nada más. Luces bajas, ventiladores girando, respiraciones sincronizándose.
Hay gente aglomerándose en torno a tu altar. Recuerdo que hoy es un feriado importante religioso, no sé cuál, pero ha de ser uno trascendentalmente sacro, a juzgar por las ofrendas que van depositando alrededor de tu altar; peluches que algunas manos intentan embutir o, idealmente, elevar por sobre los montículos, para que gocen de una posición elevada y de un mirador único. Ya he hecho tres idas y venidas, y compruebo que el montículo ha sido visiblemente enriquecido con más basura plástica.
Quién sabe si te reirías si pudieras ver todo lo que acontece aquí. Todo lo que pide la gente, como si tú fueras el oráculo más fidedigno de este país. Ahora regreso a mi Jeep, estacionado a un costado de la carretera, y engancho nuevamente mi bici en el portabicicletas. Como una peregrina más me acerco al altar principal y escucho lo que la gente cuchichea. Hay una mujer rezando. ¿Quizá piensa que tu cuerpo está enterrado acá? Si no, no me explico el sentido de ponerse a rezar frente a un festival plástico.
Este lugar es un hoyo negro de supersticiones y, como cualquier hoyo negro, atrae para chupar, chupar y chupar. Succionar. Cómo será que, sin mayor motivo, salvo el de pedalear por esta carretera, que no es especialmente bonita, mucho menos segura (la semana pasada hubo un accidente en el que murió un hombre), hasta yo me he hecho asidua a tu santuario. Sin razón y sin convicción alguna. En todo caso, de tener que justificar mi presencia aquí, yo sí que podría aludir a un “derecho”. Después de todo, ya he creado un vínculo con tus padres, aun cuando eso no tenga nada que ver con las autosugestiones, supersticiones e ignorancias que se cruzan en tu altar.
Son dos las mujeres que están rezando, observo al acercarme. Aunque de diferentes generaciones y estaturas, ambas llevan faldas rectas de color oscuro—azul marino. No veía esas polleras desde mi (fugaz) tránsito por ese colegio: la profesora de Historia usaba ese tipo de horrible prenda que, ya en esa época, era motivo de burlas. La pobre profesora (de Historia) pensaba que, por tener distintos colores, había una variedad en su vestuario. El diseño y el corte de las faldas eran siempre los mismos. Obviamente, había adquirido esas prendas guiada por una absoluta falta de imaginación. En todo caso, ahora, me gusta la gente que no se preocupa de la ropa. Yo uso solo cosas cómodas y, lógicamente, por mi trabajo, mi closet es un depósito plagado de camisetas, calzas, buzos, polerones y zapatillas de todo tipo. Ropa formal realmente no tengo.
Me acerco y los ojos de ellas se dirigen a mis piernas, pants de lycra brillando con el sol, que está picando mucho esta tarde. No hay nubes; la carretera podría estar en el norte, en el desierto. Las mujeres tienen las manos cruzadas por delante, como en una misa o en una ceremonia aburrida cuyo protocolo admite solo una postura de brazos. Cuando las saludo comentan al instante el accidente de la semana pasada, y la falta de estatura de ese accidente, comparado al tuyo. Nada que venerar en el hombre muerto, en el bus, cuyo conductor manejaba bajo los efectos del alcohol. Se muestran incluso molestas por lo que consideran un intento de usufructo, a pesar de que nadie, afirma resentidamente la mujer que habla con más fuerza (¿la madre?), nadie puede suplantar a La Niña Hermosa. Este es tu lugar y ningún hombre, la verdad que ninguna otra persona, podría tomar tu lugar en este altar, al que han venido desde lejos. Vienen frecuentemente, dicen.
¿Qué tienen en sus ojos estas mujeres? Son pariente, sí (madre e hija; tía y sobrina), pero hay algo más, un gen medio idiota, pienso, que se refleja tercamente en esos párpados y, sin duda, en el tamaño de la que es más joven. Su cabeza parece haber sido víctima de un ritual jíbaro, tan pequeña es. Cuando me animo a observar el cuerpo entero, noto que sí, la jibarización ha sido exitosa en todo su organismo. Es hasta (casi) linda su figura porque, aunque todo en ella es una miniatura, no hay real desproporción. Mi rápido escaneo me hace desistir de preguntarles si es que saben dónde estás enterrada. Hay que tener paciencia con la gente tonta que deja mensaje tras mensaje. Algunos dan pena.
Demás está decir que sería muy injusto de mi parte culparlos por su ignorancia y falta de acceso a la educación, en este país. No tendría por dónde partir si me pidieran que criticara los programas de estudio para la enseñanza básica y los currículos para la media en los colegios de Chile. Son tantas las fallas ahí, sencillamente prefiero no tener (o expresar mi) opinión. Y estas mujeres, en especial la que lleva la voz cantante (la otra [es obvio] se llevó la peor parte en la repartición genética de esa familia), ha de tener unos cincuenta años, o sea, no me quiero imaginar su trayecto educacional. No necesito imaginármelo, porque veo que en el papel que ha dejado pegado en uno de los bordes de un marco grande, en cuyo centro hay una foto ampliada de ti, ha escrito:
“AGRADESIMIENTOS POR FAVOR CONCEBIDO”.
Las mujeres ya han terminado sus rezos o lo que fuera que hacían con las manos cruzadas. Al parecer las faldas tienen bolsillos estratégicos en los que no me había fijado, porque la cabra más joven saca de entre unos pliegues una botella de agua. Se agacha para regar un macetero chico que ella misma ha traído como ofrenda para tu altar. No sé qué planta es la que te ha regalado, porque con el chorro de agua que arroja sobre ella, la aplasta completamente. Al ver lo que ha hecho se ríe infantilmente, como si yo y su madre (o tía) fuéramos la audiencia que necesita para validarse frente a personas mayores u obtener su atención.
“Ya, vamos hija”, dice la mujer mayor.
“Pero no sé qué le pasó a la planta”, gimotea la hija. Ha de tener unos veinte años. Casi tu misma edad, Ingrid. Su cuerpo es un disfraz soberbio. Con ese tamaño (siempre y cuando no escrutes su cara, que delata adultez) podría pasar por una niña de once, doce años.
“No importa, hija. Con este calor se va a secar rápido. No te preocupes. Caminemos un poco”.
No estoy cansada, a pesar de haber pedaleado durante casi una hora. Y la primavera hoy parece hacerle justicia a su definición, porque el aire es medio tibio, medio fresco: ideal. Aunque no consigo conmoverme con esas mujeres, igualmente me siento atraída por una leve irritación, quizá esos párpados… no sé. Observo las tarjetas y hojas repartidas en los bordes del marco que encuadra tu foto. Mis ojos se fijan en una tarjeta chica: “Niña hermosa, Hingrid…”. ¡Hingrid! Eso sí que es creatividad. Cometer el error de confundir una ‘s’ con una ‘c’ le puede pasar a cualquiera, pero ¿agregar una ‘H’ a tu nombre? Las mujeres se mueven hacia un costado y caminan, con actitud de paseo, aparentando apreciar los peluches. Yo me quedo leyendo un instante más los deseos, favores y agradecimientos que han llegado estas últimas horas. Levanto la voz y grito en su dirección: “Perdonen, ¿las puedo acompañar?”.
Camino junto a ellas mientras observamos un monigote tras otro, como si estuviéramos repasando vitrinas en un mall psicótico. Ellas intercambian observaciones como “qué bonita la muñeca”, “oh, qué simpático”, “qué ternura ese osito chico, ¿lo viste?”, “¡mira! ¡Una parejita de osos!”, “¿quién habrá dejado este? Se nota que es caro”, “¿ves esos platos? Deben ser por su afición a la gastronomía, La Niña Hermosa era una experta de la cocina”, “¡mira! Aún quedan restos de unas empanadas”, “no me gustan los tiburones”. Este comentario lo hace la hija. Se ha quedado detenida, un puchero en su cara, frente a un tiburón de peluche que destaca entre varios osos, porque su hocico enorme, dientes hechos con triángulos de felpa blanca, emerge desde la tupida muralla de peluches, sobresaliendo más que cualquier oso.
La niña (que tiene casi tu edad, Ingrid. O sea, una mujer mayor de edad, sin embargo, ninguna otra opción salvo verla como un infante) vuelve a hurguetear en su falda y extrae un pergamino. Nos hemos quedado detenidas y yo me agacho para ajustar el velcro de una zapatilla. A lo mejor mi postura impulsa a la niña a estirar su mano para mostrarme el papel. No ha sido mi intención, pero todos saben que, si quieres que un niño confíe en ti, debes ponerte a su altura, literalmente. Algunas mascotas también reaccionan frente a esta treta. Cada vez que quiero que la gata se me acerque, por ejemplo, me agacho, como para hacer cuclillas y, ahí, con toda confianza la gata corre hacia mí: es una cosa de estatura. Si el animal ve que no eres tan grande, se siente menos amenazado y propende a la confianza.
Veo que la ofrenda de la cabra que, a todas luces, ha de operar bajo el catálogo de persona con “habilidades diferenciadas”, es en realidad una hoja de cartulina naranja, doblada en la mitad, como la simple tarjeta de saludos que hacen los niños en el jardín infantil para el día de la madre. Contengo la respiración por un momento, no quiero parecer sorprendida, tampoco cambiar mi postura. En tono de parvularia pregunto, hincándome para quedar a la altura de la niña, luego plantando ambas rodillas sobre el suelo de tierra, regado por ínfimas piedras de gravilla que me pinchan y se entierran en la carne, como si la lycra no existiera: “¿Puedo leerlo, por favor?”.
La niña aprieta la tarjeta en sus manos limpias, delicadamente hinchadas, y me mira con rostro suspicaz. Entonces le miento: “Ingrid era mi amiga, ¿sabes? Una amiga buena”. La niña abre sus labios y, por primera vez, me enfoca con sus ojos, de frente. Solo los niños pueden mirarte de esa forma; y verte. (En este caso, una niña de casi veinte años). La madre se ha quedado de pie, a un costado, contemplando la escena y, comprendo, agradecida por la atención que demuestro para con su hija, así como sorprendida por mi revelación falsa sobre nuestra amistad.
“¿En serio?”, pregunta la madre, mientras yo tomo el papel que la niña me entrega, a regañadientes, sin dejar de mirarme. Sus labios siguen entreabiertos y, de ellos, emerge una saliva que cae en un hilo hasta el suelo seco de tu mall. Levanto una rodilla, luego la otra; a la altura de la madre, respondo: “Sí. ¿A ver?”.
Miro la tarjeta. No sé qué estaba esperando, porque no tiene nada especial; solo un error de ortografía en las pocas líneas para pedirte a ti un tratamiento médico. La madre dice: “Un momento”, haciendo un gesto de espera con su mano. Se lleva los puños a la falda, agarrándola estratégicamente, y la levanta por sobre sus rodillas, como para arrancar con total libertad, y trota velozmente hacia un costado del cerro. Yo y la hija observamos a la mujer correr hasta su auto, con grandes zancadas. Vemos cómo galopa de regreso, esta vez con solo un lado de la falda arremangado. Se acerca con algo en una mano.
Le devuelvo el papel a la niña. “¿Por qué no lo dejaste en el altar?”, pregunto. Ella se encoge de hombros, pero cuando la madre se nos une, dice: “Ahora, mamá”.
“Sí, esto es una suerte. Cómo no… no puedo creerlo que eres amiga de La Niña Hermosa. No puedo creerlo. Tú también eres hermosa, ¿sabes? No me extraña que…”, se interrumpe, mira a su hija: “Todas son hermosas”, dice. Esto me da risa, una risa visible que parece desconcertar a la madre. La hija, terca, repite: “Ahora”.
“Sí”, dice la madre, que está dándole vueltas a un collar entre sus dedos. Lo ha descolgado del espejo retrovisor del auto para traerlo a tu altar. Con tono solemne, dice: “Ahora es el momento. No había querido… dar… ofrecerlo, pero ahora, contigo, con tu amistad, ¿sabes? Con tu amistad con La Niña Hermosa, es… qué mejor que ahora. Esto es casi como un milagro, y, tengo la confianza, en que esto sea fuerte, muy fuerte, y haga… realidad lo que queremos con mi hija”.
Entiendo que soy vista como una especie de médium entre tu espíritu y el milagro que estas mujeres esperan; sin duda, un reclamo respecto a su herencia genética. Qué decir de esto, salvo sonreír.
“¿Nos vas a ayudar? ¿Cuál es tu nombre, mijita?”.
Miro el collar entre sus dedos, cuentas que simulan el ámbar, pero que son burdos abalorios, ni siquiera de vidrio, sino de plástico. Cae de cajón que el valor de esa bagatela es (palmariamente) afectivo. La madre lo apuña entre sus dedos y lo besa, como si se estuviera despidiendo de un cordón umbilical. Luego me mira a los ojos, como para que yo sea testigo de su ofrenda.
“Sarai”, digo.
“¿Qué? ¿Así te llamas? Qué bonito nombre. No conozco a nadie con ese nombre. Primera vez que escucho ese nombre”, dice alegre la madre, cosa que hace reír a la niña y (finalmente) cerrar su boca que, durante todo este rato, ha permanecido bobamente abierta, indiferente a la baba que humedece su mentón.
“Vamos a dejar esto entonces. Ya volveremos en otro momento. ¿Lo podremos colgar por ahí? Nos acompaña, ¿sí?”, comanda la mujer.
“Pero mamá, ¿cuándo volveremos a Santiago?”, pregunta la hija, con la hoja entre sus dedos.
“Vamos, primero dejemos esto en el altar; el collar y tu mensaje para La Niña Hermosa. Primero eso, ¿ya?”. Mirándome, la mujer agrega: “No nos atrevimos a dejarlo antes, es que nos dio… vergüenza dejar el favor ahí, con usted… ahí. Pero ahora que sabemos que usted es amiga, que fue amiga de La Niña Hermosa, ahora sí… es un signo. Y su nombre es como de ángel también, ¿sí?”.
Después de observar el ritual de las mujeres, que incluye más rezos, así como unos torpes intentos de la chica por revivir la planta achatada en el macetero, me despido.
“No, no. ¿Quiere, quieres que te llevemos a alguna parte?”.
“No”, digo, bajando la vista hacia mis zapatillas, palmoteando mis muslos envueltos en lycra. “Ando movilizada”.
“¿En bicicleta? Pero mi niña, es peligroso andar en bici por la carretera”.
“Tengo casco, no como la tonta de la Ingrid”, digo.
“Sí, qué terrible. ¿Cómo fue a subirse a esa moto sin casco?”, comenta la mujer, un poco perturbada por mi comentario. Pero la verdad es que me he cansado, más bien, aburrido y, también, deprimido con todo el espectáculo de estas tipas, y me quiero ir.
La mujer insiste: “Podemos subir tu bici al auto, creo que cabe en el asiento trasero”. “No, no”, digo, apuntando con mi brazo estirado. “Allí está mi auto”. Acompaño la instrucción con el mentón, y las comando a mirar hacia mi Jeep. Ellas hacen un paneo, recorriendo las hileras de peluches, montículos y montículos recibiendo el sol de esta tarde primaveral, luego se detienen en la carrocería.
“Ah, pero qué bonito. Claro que sí”, comenta la mujer al ver el portabicicletas que se extiende en la parte posterior. Vuelve a mirarme. Aprecio, admiración y respeto es lo que revelan sus rasgos, especialmente en esos párpados.
Qué impresionante que haya tenido que ser la misma República Popular de Mongolia la que se quejara, no hace mucho tiempo atrás, ante la Organización Mundial de la Salud, para poner fin a esa confusión, que ellos consideraban despectiva: mongólico. Desde entonces se usa, más genéricamente, la denominación ‘Síndrome de Down’.
La niña vuelve a abrir la boca, pero al parecer no tiene baba para seguir regurgitando porque, al instante, se queja de sed, y pregunta: “¿Dónde dejaste mi agua, mamá?”.


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