Adelanto
Ford Madox Ford sobre William Henry Hudson
Extractos de una semblanza
Estos fragmentos, que originalmente forman parte de Portraits from Life (1937) de Ford Madox Ford, aparecen como presentación de William Henry Hudson en su libro Las aves y el hombre, publicado por Ediciones Libro Verde en 2022 con la traducción de Diego Alfaro Palma y Fernando Correa Navarro.
En los días cuando todavía había dioses, en esos días, entonces, vivía Hudson.
*
Una vez me probó que conocía mejor que yo los arbustos que tenía en mi cerco (tras haberlos cepillado una y otra vez y no saber que él los había visto a cada uno de ellos), mientras me llamaba desde el otro lado de la calle. Del mismo modo lo probó ante los gauchos —que aunque pudieran diferenciar un hombre de una ostra a siete kilómetros de distancia, son singularmente poco observadores de las cosas pequeñas y nunca ven la diferencia entre una m y una n—; les probó que el pasto de las pampas sobre el que galopaban todo el día no eran masas sólidas de pasto como la tela de una mesa de billar. Nunca se habían dado cuenta de esto y solo pudieron verlo cuando Hudson les prestó sus lentes para leer. Entonces cayeron asombrados de sus caballos. Hudson parecía rebalsar de conocimientos extraños; y, como penetraba en los lugares más inusuales y diversos, el rango de su saber era tan extraordinario que desconcertaba, lo que lo convertía en una persona muy peligrosa contra la cual discutir.
*
Era muy alto, inmenso y delgado como un viejo gigante que desde hace mucho tiempo ha tenido que agacharse para oír lo que dicen los hombres. Los músculos de sus brazos se marcaban como cuerdas anudadas. Tenía la cara española y la barba gris y puntiaguda de Don Desperado de los Grandes de España; sus facciones siempre parecían enroscarse ligeramente, como las caras de los hombres que miran contra el viento en un vendaval. Siempre hacía una pausa considerable antes de hablar y, cuando te hablaba, te miraba con una especie de anticipación humorística, como si fueras una bonita cacatúa de la que esperaba divertidos trucos. Era el más gentil de los gigantes, aunque en ocasiones podría explotar de manera sorpresiva, como cuando exclamaba violentamente: «No soy uno de sus escritores malditos: soy un naturalista de La Plata». Esto decía sumándole una risita al final, pues claro que no resentía durante mucho tiempo que lo llamaran el escritor en prosa más grande de su época. Aunque sentía un odio profundo, oscuro y permanente ante la más mínima posibilidad de crueldad hacia las aves.
Hudson nació de padres norteamericanos en un lugar llamado Quilmes, en Argentina, cerca de 1840. Llegado a Londres en los ochenta del siglo pasado, acostumbraba a declarar (para dejar en claro su casi pasional amor por la campiña inglesa) que ningún miembro de su familia había pisado Inglaterra por más de doscientos cincuenta años. Tras su muerte, su trabajoso y devoto biógrafo, el señor Morley Roberts, averiguó que el padre de Hudson había nacido en el estado de Maine, en 1814, su abuelo paterno había ido ahí, desde el oeste de Inglaterra, un poco antes de la Declaración de Independencia. Del lado materno era, sin embargo, de un linaje norteamericano muy antiguo. En todo caso, su adolescencia y juventud la pasó en países latinoamericanos, los que, sin duda, le confirieron la gravedad de su carácter… y de su prosa. Porque siempre fue una persona muy aislada, y las leyendas que crecieron a su alrededor apenas podían distinguirse de las pocas verdades biográficas que uno conocía. Las verdades siempre venían aparte. Podrías estar hablando de los pumas. Porque a esta bestia le tenía especial afecto y la llamaba amiga del hombre. Decía que el puma seguía a un viajero durante días por las pampas o el bosque, vigilándolo a él y a su caballo mientras dormía, y que espantaba al jaguar… que era enemigo del hombre. Aseguraba que esto le había ocurrido varias veces. En una ocasión había cabalgado durante dos meses por la pampa, durmiendo bajo los árboles de ombú que parecen cubrir medio país, y tres veces un puma había espantado a un jaguar. Era un período de sequía. Durante toda una semana no había podido lavarse la cara. Alguien le preguntó cómo era no lavarse la cara por una semana, y respondió: «Desagradable… No tan malo como si las telarañas te tocaran por aquí y por allá». Le decías que debió haber sido una semana desagradable, y respondía: «No tan mala como aquella semana… cuando la señora Hudson y yo pasamos diez días en un desván con una lata de cocoa y algo de avena para comer».
Y gradualmente adquirías la consciencia, por medio de muchas lateralidades similares, que, después de llegar a Inglaterra, hubo una larga y agotadora cantidad de años por la que pasó períodos de casi inanición, mientras trataba de hacer carrera. Era casi imposible que te dieras cuenta; parecía tan alejado de las vicisitudes cotidianas, con su distanciamiento hidalgo y su cabeza puesta en los pájaros. Y no había nadie —ningún escritor— que no supiera que este sereno gigante, sin duda, era el escritor vivo más grande de la lengua inglesa. Y esto parecía estar implícito en cada uno de sus largos y lentos movimientos.
*
Al menos en Inglaterra, era un escritor de escritores. Nunca escuché que un lego hablara de Hudson en Londres, menos con entusiasmo. Nunca escuché a algún escritor que hablara de él con tanta reverencia, como nunca recibió algún otro ser humano. Porque como escritor era un mago. Usaba medios tan simples para entregar ilusiones sumamente preciosas. Fue lo que lo convirtió en el gran escritor imaginativo que era. Si lees su libro Mansiones verdes verás que posee una extraordinaria cercanía con la vida del bosque tropical y de hecho, una vez que lo lees, no puedes, cuando lo conoces después, equivocarte de que fue escrito por el hijo de alguna deidad del bosque.
*
Compartía con Turgenev la cualidad que te hace incapaz de averiguar cómo es que consigue sus efectos. Al igual que Turgenev, era muy austero en sus métodos, y sus libros tienen la misma calidad que tienen los del autor de Padres e hijos. Cuando los lees te olvidas de las líneas y las palabras. Es como si un remoto rostro te mirara y sonriera desde fuera de la página y te contara cosas. Y esas cosas se vuelven parte de tu experiencia. Han pasado años desde que leí por primera vez Nature in Downland. Aun así, como ya lo he dicho en alguna u otra parte, las primeras palabras que ahí leí se convirtieron en parte de mi vida. Describen cómo, tirado sobre el pasto de las muy soleadas colinas de Lewes en Sussex, Hudson miraba hacia un perfecto y límpido cielo azul y veía, yendo hasta una distancia infinita, uno detrás de otro, con el ojo atrapando uno, luego otro más lejano, y otro y otro, hasta que la totalidad del cielo se veía poblada de pequeñas burbujas resplandecientes, como burbujas de jabón: en un cielo casi sin viento flotaban los dientes de león.
Ahora esto es parte de mi vida. Nunca he tenido la paciencia —la tranquilidad contemplativa— como para tirarme al suelo y mirar al cielo. Nunca en mi vida lo he hecho. Pero soy yo, no Hudson, el que mira al cielo, el ojo que descubre más y más globos pequeños y resplandecientes hasta que todo el cielo se llena de ellos, y aquellas semillas de cardo parecen ser mi mundo.
Porque esa es la cualidad del gran arte —y su utilidad, también—. Eres tú, y no otro, el que se ha tirado a mirar las estrellas por la noche en un balcón de Venecia hablando de las distintas pátinas del oro; tú, nadie más, viste a los padres de Bazarov darse cuenta de que su maravilloso hijo había muerto. Y eres tú el que oyó gritar: ‘Eli, Eli, lamma sabacthani!…’ debido a la calidad del arte con el que fueron proyectadas estas escenas.
*
Conrad —que era incluso un admirador más apasionado del talento de Hudson que yo— solía decir: ‘Incluso podrás tratar de aprender cómo Hudson logra sus efectos y nunca lo sabrás. Escribe sus palabras como el buen Dios hace crecer el pasto de un color verde, y eso es todo lo que encuentras para decir al respecto, aunque lo intentes durante toda tu vida’.
Es verdad. Pues la magia del talento de Hudson era su temperamento, y cómo o por qué el buen Dios le da a un hombre su temperamento es un secreto que estará oculto para siempre… a menos que un día tengamos todo el conocimiento.
*
Un par de veces revisé sus pruebas de galera después de que él las leyera, cuando me pedía que lo llevara a dar un paseo por el parque. No aprendías nada de sus correcciones. Sustituía una simple palabra como ‘crecían’, por una palabra mucho más simple: ‘eran’. ‘Cuando los setos eran verdes’ en vez de ‘cuando los setos crecían verdes‘, no muy preocupado con la idea de evitar las aliteraciones como porque existe una diferencia real en el efecto que producen visualmente. No ves los setos crecer, pero sí ves que son verdes. Y supongo que estas rápidas alteraciones verbales, meticulosamente resueltas, le daba la viveza a sus escenas. También imagino que sus primeros borradores de manuscritos podrían haber sido más bien floridos, como si hiciera con ellos una especie de clave de sus pensamientos, inmediatamente después de ver algo que le interesaba. Pero incluso así nunca fui capaz de entender más que un par de palabras de sus primeros borradores. De una página completa tachada uno no puede discernir una sola frase… En cuanto al arte, mi sentimiento es… y luego tres líneas tachadas y dos ilegibles; luego las palabras valor del dinero; y, en el medio de este último párrafo, en agosto, y tres líneas más abajo, pueda desarrollar, que sé que más tarde cambió por podría convertirse, porque lo vi en las pruebas de galera del artículo que escribió para una de las revistas de más renombre de la época… Y lo curioso es que apenas puedo recordar de qué se trataba el artículo, excepto que contenía, a un costado, algunas reflexiones sobre el valor de las artes; aun así, recuerdo perfectamente bien sus marcas —o más bien, ver que había hecho ese cambio.
Me alegra que la pregunta por la actitud de Hudson hacia las artes apareciera casi por accidente, pues la mayoría de los escritores, hacia él —y Hudson les daba pie para la idea—, habían escrito que no le importaban las artes como artes, sino que se consideraba, como tantos otros escritores anglosajones, un hombre de acción antes que un escritor. Estoy convencido de que esto es incorrecto. Había en él una especie de humildad; estaba, por cómo era, tan sorprendido que los escritores del café Mont Blanc lo tomaran seriamente como escritor como lo estaba de que se dieran cuenta de lo sucio que era esa pobre imitación de una bistró de París y sus ocupantes. Porque uno se sorprendía cada vez que él aparecía, dando lugar al sentimiento de que seguramente nunca volvería a aparecer de nuevo. Pero si después de tres o cuatro horas de trabajo de conversación uno lo convencía de que era realmente un muy buen escritor, expresaría una especie de satisfacción sombría y sarcástica, arrugando su nariz más de lo usual y desde más arriba de tu cabeza dejaría salir un sí-sí y bien-bien. Y con gusto escucharía una gran cantidad de alabanzas. Sería algo como esto:
‘Es la simpleza de tu prosa’, yo protestaba. ‘Es como si un niño escribiera con la mente de un extraordinario erudito’.
Él respondía: ‘Has dado en el clavo. Tengo la cabeza de un niño. Cualquiera puede escribir simple. Solo me siento y escribo. No pongo en duda de si lo que escribo es importante. Trato de hacerlo. Es importante que la chova no sea exterminada por esos brutos de Cornwall. La chova es un pájaro hermoso y raro y es importante que esta belleza y rareza no desaparezcan del mundo. Pero es tan simple como para escribirlo así.’
‘Tú sabes que no es así’, protestaba de vuelta. ‘Mira cómo sudas corrigiendo y recorrigiendo tus escritos. Fíjate todo lo que pasaste con Mansiones verdes antes de que la reeditaran. Sacaste todos los clichés…’
‘¿Por qué? Era un chiquillo cuando escribí el libro. Estaba lleno de palabras falsas y cursis. Las saqué. No es difícil.’
‘Lo es’, dije, ‘Es tan difícil que, si puedes hacerlo, te conviertes en un artista de las palabras’.
Exclamando con violencia, pero ablandándose después: ‘Esto no es razonable. No soy un artista. Es la última cosa que me nombraría. Soy un naturalista de campo que escribe de lo que ve. Tú eres un estilista. Escribes estas cosas complicadas que nadie más puede. Pero es perfectamente simple escribir lo que uno ha visto. Puedes hacerlo si quieres. Cerrando tus ojos.’
Le respondí: ‘Puedo hacerlo durante una hora. Una hora y media. Pero la simplicidad me aburre. Quiero escribir largo, cadencias complicadas…’
‘Bien, eso es arte’, terminó diciendo triunfantemente Hudson. ‘Te lo dije hace mucho’.
Dije: ‘No es así. El arte es claridad; el arte es economía; el arte es sorpresa. Espera: suponte que quieres montar un buey. Picaneas su costado con una varilla; no te paras lejos de él y le ahuyentas una mosca del lomo con una sjambok de veinte metros.’
Respondió: ‘Solía pensar que eso era el arte… alardear de alguna manera. Pero nunca quise hacerlo. Por eso no soy un artista…’ Y yo terminaba levantando las manos con desesperación y comenzaba de nuevo.
Solía escribirle cartas tremendamente largas con respecto a técnicas de puntuación, y que él respondía con cartas igual de largas. Debió haber sido una molestia para él. Por Dios, las cartas que solía escribir en esa época cuando trataba de hacer que los ingleses se interesaran en mi escritura… Hace poco quedé en shock al leer impresa una carta que le escribí por esa fecha a Galsworthy, que por ese entonces era un neófito. Ocupaba tres páginas de un libro muy voluminoso y la escritura era como la de los proverbios de los choferes de taxis. Las soportaba como un héroe.
Pero la más larga y voluminosa correspondencia que mantuve con Hudson versó sobre pájaros enjaulados. Yo estaba saliendo de un colapso nervioso y, siguiendo el consejo del médico en el libro The way of all flesh de Butler, le había sacado el vidrio a mi ventana y lo había reemplazado por una rejilla de alambre, soltando media docena de tejedores africanos y periquitos en la habitación. Parecían vivaces y bien alegres, y de inmediato mis nervios se soltaron mientras yacía en cama y los veía volar. No me meteré a la discusión. Era la típica discusión que ocurriría entre un amante de las aves y los que encuentran placer dejando salir a las aves de su cautiverio. Finalmente llevé a término el asunto diciendo que debía quedarme con los pájaros y cuidarlos. Además: ¿qué sentido tendría soltar tejedores africanos y periquitos en Londres?… Ante esto vino a visitarme, pisando con fuerza los escalones de la escalera para inspeccionar mi dormitorio. Observó por largo rato que las aves vivían plácidamente. Luego me recomendó que pusiera un juego de espejos en las paredes y les pusiera unas perchas. Y que colgara esas bolas plateadas brillantes de los árboles de navidad, con cintas escarlatas. A las aves, dijo, les encantaban los objetos brillantes, y los espejos les daban la ilusión de que estaban entremedio de una gran bandada de pájaros, al reflejar sus imágenes. Luego dijo Mmm, y bajó pisando fuerte los escalones y nunca más me mencionó el tema de los pájaros en cautiverio.
*
Después ibas a su casa y pasabas una par de noches bajo el techo de paja de su escondite en Salisbury Plain, esa curiosa y gran aldea de cabañas con techo de paja donde, a un lado de la calle, todas las mujeres eran de tez morena como las españolas y hermosas y de ojos azules, y del otro lado todas eran rubias anglosajonas, pechugonas y de coloración intensa y lentas. Y ahí estaba él, tan legendario y tan en casa como en Carlton House Terrace con Gerrard Street, en el Soho, donde bullían las imitaciones de restaurantes franceses… En este lugar tenía a un gitano que había pisado diversas partes del mundo, y que conocía el pedigrí de cada perro ovejero de Salisbury Plain y la forma de la cabeza de cada presa que se escondía entre los matorrales, y el agujero de cada zorra y la ruta que cada zorro cangrejero tomaba cuando a la noche asolaba en la distancia… porque los zorros nunca atacan aves de corral cerca de su hogar. ¡No! Por miedo a las represalias. Y podías ver a los zorros cachorros jugar a la luz del día con los jóvenes conejos de la madriguera aledaña… Hudson les había hablado a los lugareños de ello y reconocieron lo cierto que era. Sabía todo de todos los muertos y los tipos desaparecidos en Salisbury Plain, de todas las mujeres buenasmozas vivientes, era un sanador que te traía buena suerte con solo mirarte…
Y en este lugar, ese inmenso y gran hombre se sentaba a la mesa del pastor bebiendo ese té terriblemente cargado en esas tazas de latón, comiendo esas tortas de entrañas de cerdo y conejos escalfados. Las niñitas de ojos azules, que le acariciaban los empeines con las suelas de los zapatos, le revisaban los bolsillos del abrigo en busca de las golosinas que esperaban encontrar ahí… con tanta confianza como la ardilla domesticada busca sus nueces… y siempre había flores naranjas en un tazón de barro cocido sobre su mesa, flores que eran solo maleza en los jardines ingleses, pero que eran queridas por sobre todas las otras flores de invierno alrededor del Mediterráneo.
Y entonces, la inmensa y larga figura se levantaba rozando los haces de paja en el techo y salía a pasear por el amplio valle. Se quedaba minutos observando la colonia de grajos sobre los árboles que aún se mantenían en pie, a pesar de que la casona que los rodeaba ya se había desmoronado hace más de cien años. Así hacía, hasta la estación, para retornar hasta la casa más extraña que lo había resguardado.
*
Su esposa en ese entonces —y de la que se decía que en sus días mozos había sido una reconocida cantante— mantenía una pensión. Tenía veinte años más que Hudson y no le llegaba ni al codo. Y era más o menos cierto que después de casarse con él cantó muy poco, porque su voz la estaba abandonando. Pero era bien normal e ingeniosa, aunque de mal temperamento y mala para los negocios. Porque todo el dinero que había ganado en su época se había esfumado, y poco tiempo después de casarse su pensión quedó en cero. Fue por ese entonces que conocieron lo que era pasar hambre, no es la parte menos romántica de la carrera de Hudson, los desesperados y valientes esfuerzos que hizo para seguir adelante. Fue un extraño en Londres sin nada con qué ganarse la vida más que con su lápiz; y es curioso pensar que una de las maneras con las que ganó dinero fue desentrañando árboles genealógicos para norteamericanos de apellidos ingleses. También llenó planillas de aves sudamericanas para los ornitólogos que nunca habían visto un ave. Y después las revistas comenzaron a pedirle artículos sobre las aves; su esposa heredó una vieja y fantástica casa en el vecindario más tiznado de Londres y una pequeña suma de dinero con la que armó una pensión que esta vez no se fue a la bancarrota. Y era conmovedor ver cómo Hudson fabricaba otra querida leyenda para sí entre las solteronas de chal de Shetland y los arruinados coroneles indios. Luego le otorgaron una manutención proveniente de la Lista Civil del Rey, le llegó la fama en Londres y el dinero desde Nueva York. Y él y su esposa vivieron juntos hasta que ella murió, un poco antes que él, a la elevada edad de cien años… Esto también fue una novela.
Me avergüenza decir que no vi nada de eso, y la atmósfera de la pensión me disgustaba tanto que vez que podía le insistía a Hudson de que viniera conmigo a los jardines de Kensington. No era un buen caminante en aquellos días a pesar del hecho de que había pasado la mayor parte de su vida sobre sus pies, mirando aves. Solíamos pasear muy lentamente por aquí y por allá junto a los altos olmos de Broad Walk y por enfrente del palacete, entre los hijos de la gente rica. Mirábamos las ardillas grises que habían llegado de Nueva York y que se sentían monstruosamente en casa en los Jardines, mordiéndoles la cola a todas las ardillas rojas locales. Él hablaba de cómo el Libertador Bolívar llevaba la fusta y paseaba frente a sus tropas; de las aves y los ganados y de los inmensos árboles de la pampa, allá lejos y hace tiempo. Y Allá lejos y hace tiempo es el libro más revelador de su persona de todos sus libros.
No creo que haya recapturado muchas de las atmósferas de mi pasado. Los días presentes son mejores. Pero estaría contento, de hecho, si una vez más pudiera pasear lentamente por las sucias calles que me llevaron a esa pensión en Bayswater hacia Padington Station… acompañando tranquilamente a Hudson y a su esposa, que se iría en dirección al verdor inglés y a las más lúgubres calles que el mundo pueda imaginar, no digamos conocer. Y Huddie expresaba sus teorías en cuanto a la lluvia inglesa, y mucho más abajo que él, su pequeña esposa le diría incesantemente que iba por el camino equivocado.
Hudson había vivido en ese distrito por cuarenta años, y siguió quedándose ahí después de que la suerte le sonrió —porque estaba cerca de la gran terminal de Paddington y podía ir de ahí al campo sin llamar la atención debido a su singular desproporción de tamaño—. A pesar de esto, nunca tomaron esta salida de Londres sin que ella le dijera que iba por el camino equivocado… Supongo que porque ella había vivido ahí por casi un siglo. Ella seguía reclamándole, discutiendo como una cucarachera que se ve amenaza por una gran bestia que se acercaba a su nido entre el tojo. Su avanzada edad solo afectaba su coloración, así que parecía desvanecerse más y más entre la neblina de Saint Luke’s Road, hasta que se volvía casi invisible. Pero su vivacidad era invencible, y propia de ella. Era como si, habiendo encauzado al gigante romántico, la fuerza de la naturaleza no pudiera ir más allá, y para tener una compañera apropiada debió compensarlo con este singular y aduendado picaflor.
Todos los derechos reservados. Queda prohibida su reproducción, total o parcial, sin la autorización de los editores.
Diego Alfaro @diego.alfarop. (Limache, 1984) Ha publicado los libros de poesía Paseantes, Tordo, Litoral Central y Las vías del agua; la plaquett Los sueños de los sueños de Kurosawa y los libros-objeto Bolsas y Bicicentrismo. Las prosas del estallido social Mandarinas. Crónicas de la primavera negra chilena. Como editor ha estado a cargo de Poesía reunida de Cecilia Casanova. Sus ensayos sobre poesía chilena aparecieron recientemente en el volumen Trabajos voluntarios. Tradujo El pensamiento zorro, ensayos de Ted Hughes, los manifiestos del artista callejero Banksy en El copyright es para policías y las crónicas de W.H. Hudson Las aves y el hombre. Realizó la muestra de poesía chilena contemporánea Con mi caracol y mi revolver con prólogo de Elvira Hernández. Su libro Tordo recibió el Premio Municipal de Santiago en 2015 y su traducción al inglés, por Lucian Mattison, la selección de la Academy of American Poets en 2018. Sus ensayos han aparecido en medios de Chile, Argentina, México, Alemania y Estados Unidos.
Fernando Correa-Navarro @fcorreanavarro. (Limache, 1984) Estudió Filosofía, Edición y Antropología. Ha traducido a Henri Bergson, Mark Twain, Banksy, Erik Satie, Miles Davis, David Shambroom, Gustave Flaubert, W.H. Hudson y Fitz Hugh Ludlow entre otros. Actualmente se encuentra trabajando en la colección Cuadernos de naturaleza, editados bajo la editorial Libro Verde. Vive en Buenos Aires


Deja un comentario