Alta sociedad, codicia y pueblos abandonados.
Sobre Litoral de Miguel Ángel Gutiérrez

Daniela Malhue

Empiezo desde una dimensión afectiva: el litoral central es mi casa. Como buena provinciana, cada vez que mi pueblo o los pueblos vecinos aparecen en algún lugar, me emociono. A modo de ejemplo: este verano pasaron la película 1976 en el Centro Cultural de San Antonio. Fuera de la temática y curiosidad por ver la dirección de Manuela Martelli, había interés en encontrarnos en la pantalla; la película fue grabada en nuestra zona. Así que ahí estábamos, con risas nerviosas y cuchicheos cada vez que aparecía una micro, una calle o un paisaje conocido, adivinando qué parte es, si Isla Negra o El Tabo, si la bajada de Barrancas o de Llolleo. Por eso, cuando vi una novela llamada Litoral (Miguel Ángel Gutiérrez, Alquimia Ediciones, 2023) necesité leerla. A ver si me encuentro, pensé.

«Mátenlos a todos. Empezó la temporada. Solo tienen que romper los huevos, a los que ya salieron de ahí no los toquen, podemos tener problemas. Si los ven cerca de los yates los espantan, a nadie le gusta navegar con el barco pasado a mierda» (11). La historia comienza con la voz del administrador de la Cofradía Náutica de Algarrobo dando una instrucción a sus empleados, anunciándose de entrada el problema que une a los personajes. Esta Cofradía, cuyos socios son militares y civiles de la alta sociedad, trata de esconder sus delitos medioambientales: romper huevos de pingüinos y pelícanos que habitan el islote Pájaros Niños, la liberación de desechos en el mar y la creación de una pasarela que une el islote con la tierra, lo que permite la llegada de animales y maquinaria para romper de forma más eficiente los huevos. Todo motivos porque los pingüinos ensucian y producen mal olor, afectando la comodidad de los socios del Club de Yates. 

A partir de allí, se desata una cadena de acciones que tienen como propósito desviar la atención de los desastres ecológicos provocados para así poder renovar la concesión de la Cofradía entregada, en principio, por el que llaman “gobierno militar”. Laura, la periodista contratada para desligarlos mediáticamente del problema y limpiar su imagen pública, descubre el vínculo político-militar de sus integrantes, ligado al pasado dictatorial. Boris, un joven que carga con un quiebre amoroso reciente, llega a la zona costera en busca de distracción y se encuentra con una historia fantástica de piratas y barcos fantasmas. Saúl, empleado de la Cofradía, se debate entre mantener su trabajo o renunciar y contar los delitos medioambientales que cometen los empleados siguiendo las instrucciones del administrador del recinto. Silvia, una vecina activista que denuncia las malas prácticas del Club de Yates, ve amenazada su vida. La narración es coral, son los personajes quienes, a partir de sus vivencias particulares, van entregando información que completa un panorama de codicia y poder disfrazado de buenas costumbres.

La muerte y la derrota se erigen como temas fundamentales del relato: pareciese que todos los personajes deben ponerse a prueba ante el peligro de muerte. Saúl termina con un colapso nervioso, Laura teme por el trabajo que debe llevar a cabo, Boris enloquece y se tira al mar. Y es Silvia, la vecina activista, quien termina muerta en extrañas condiciones que parecen indicar que fue asesinada. La novela, entonces, adquiere un carácter de denuncia: basta con detenerse a pensar, por fuera de la ficción, en los activistas medioambientales “suicidados” y la corrupción de los grupos de poder. Es que en Litoral se entremezcla el plano de la fantasía con el de la vida real, hecho que se apoya con el material documental incorporado (decretos de Estado que otorgan la concesión y renovación de terrenos, la declaración de Santuario de la Naturaleza al Islote Pájaros Niños y la reiteración de obligaciones y medidas de cuidado al Santuario) que ancla la ficción a la realidad: existe ese pueblo, esa cofradía, esas calles, esas tensiones. 

Hacia el final de la novela aparece una nueva arista: en el funeral de Silvia, un vecino levanta un discurso político que insta a esclarecer los hechos, a lo que el pueblo responde incomodándose y lanzando frases aprendidas: “Este país ya tuvo suficientes peleas y no queremos volver a lo mismo”; “No olviden que Dios tiene maneras misteriosas de obrar, bien saben que la violencia no es parte del camino del señor sino todo lo contrario” (124). Y, entonces, la novela de denuncia pasa a convertirse en un retrato del fracaso social de nuestros tiempos: no se puede formar comunidad, a pesar de los intentos por generar justicia, de las uniones vecinales o de la sensibilidad ambiental. 

El individualismo es más fuerte, ya lo vemos con Laura, la periodista, y su trabajo de limpiar la imagen de gente poderosa. Ella, enterada de la historia de la Cofradía, no puede arriesgar su bienestar personal ante el bien común; encarna el poder manipulador de los medios de comunicación: 

Todo me hace sentir culpable. Todo me hace sentir ansiosa. No tengo opciones, no puedo llamar a nadie, todas mis amigas trabajan en la Agencia, nunca conocí a mi papá y mi mamá está completamente senil, mi ex es un imbécil y las únicas personas que he conocido acá trabajan en la Cofradía. No tengo opciones, no puedo renunciar a este trabajo porque significaría renunciar a todo (116). 

Los personajes viven aislados, tal como si fuesen otro tipo de ejemplares de pingüinos en el islote Pájaros Niños: amenazados, eliminados, a merced de la gente poderosa del país.

Me gustaría destacar la presencia y valor de los epígrafes, entendiéndolos como un elemento que permite hacer dialogar lecturas y dar profundidad al contenido de la novela. Estos direccionan la lectura hacia una valoración del paisaje; tanto el de Juan Carlos Onetti –“durante un segundo yo vería la altura y el color de la ola perfecta e irrepetible. Una visión así puede compensar el resto de una vida”– como el de Alfonso Alcalde –“como si una gran ola se rompiera de la cabeza a los pies estallando/ como si una ola general supliera el significado/ de la vida y la muerte/ como si el mar fuera la vida y la ola la muerte/ y la espuma la distancia que media entre estos abismos”– instalan al paisaje como un personaje más de la novela. El territorio del litoral central es dual: es un pueblo de costa y, por ende, lugar de descanso y encuentro con la naturaleza, y al tiempo es un territorio abandonado y a merced de la explotación que lo convierte en potencial zona de sacrificio. Al inicio de la novela, Silvia, la vecina medioambientalista y dirigente social dice: “Pero no me van a callar, no tengo nada que perder, esta es mi tierra y ellos no tienen idea de eso, vienen de Santiago o Valparaíso a buscar un lugar con menos ruido y gente para hacer sus grandes banquetes y viajes en yate” (26). La actividad turística y extractivista se apodera de pequeños balnearios, afectando a sus pobladores y la naturaleza que habitan.

El paisaje habla a través de sus personajes, da cuenta de la desprotección de tantos lugares amenazados por la devastación territorial capitalista. Tal como la imagen de la ola que rompe y condensa el significado de la vida y la muerte, la novela muestra ambos elementos intentando superponerse. Y, es importante recalcarlo, la palabra “litoral” del título, en este caso, hace referencia al Litoral central, es decir, a la costa de la Provincia de San Antonio –ciudad puerto que representa el abandono de aquellos lugares de gran actividad económica que, sin embargo, no enriquece al pueblo–. No es el litoral de Viña del Mar, Cachagua o Maitencillo, sectores aledaños a ciudades con un desarrollo urbano mayor. El paisaje de la novela muestra la confluencia de elementos contrarios que conforman al balneario: “Caminó [Boris] por la costanera renovada de cemento, pasó por fuera del club de yates, de los restaurants caros y baratos, de la caleta de pescadores y su séquito de pelícanos graznando. Las playas estaban llenas de algas verdes y los espacios de arena se veían coloridos de algunos quitasoles. Desde lejos se divisaba el Islote y algunos barcos” (57). De este modo, se superponen elementos urbanos y periféricos, ya que conviven en el mismo pueblo una Cofradía Náutica, representante de lujo y poder, con la caleta de pescadores y los pobladores. La novela, por tanto, pone en escena a personajes comunes en lucha contra un personaje colectivo de gran poderío: la Cofradía. Un retrato de tantos pueblos abandonados y de la desigualdad abismante presente en este país.

Y acá es donde vuelvo a la idea de que esta es una novela de la derrota: los personajes terminan aislados o muertos, no se logra protección ambiental y la Cofradía consigue la concesión del terreno por treinta años más. El tiempo se vuelve circular ya que, a pesar de la lucha social, a pesar de las muertes, no es posible hacer cambios: 

Son intocables, ¿acaso el gobierno amigo va a correr el riesgo de desautorizar a su ministro de Defensa? Imposible, en este momento ellos tienen más poder y recursos que todas las municipalidades, juntas de vecinos, movimientos y asociaciones del litoral, nadie los puede unir al crimen de hoy ni ayer, y cualquier acción por parte de la gente tendrá una visada respuesta policial, o militar, si se pone peor. La gente lo sabe y por eso no tira piedras ni intenta colarse al recinto por la ladera del cerro, saben que no pueden ganar, no hoy, porque no vinieron a pelear sino a masticar rabia, a reconocer al otro, a intentar que por lo menos la vuelta a casa no sea un gesto solitario” (143). 

La novela, finalmente, se vuelve una novela de clase. Tanto la tematización de la desigualdad social como su representación a través de los personajes nos lleva a la conclusión de que las tensiones sociales se engranan como lucha de clases. Ya no se trata del río o del conventillo, sino de los problemas sociales que vivimos en contexto de capitalismo: aislados, intentando generar resistencia para presenciar el fracaso de los intentos de protección hacia lo que debiese pertenecernos a todos. Y, como sucede en Litoral, se constata la imposibilidad de triunfar. Si hay algo que me gusta de los libros que leo es encontrarme de alguna forma en ellos. Entonces, me pregunto si realmente me encuentro en Litoral. Y sí, estoy en las liebres rápidas y sus boletos del conejo. Estoy en esos epígrafes de mar que parecen advertir del peligro. Estoy en la incertidumbre de mirar al horizonte y creer ver entre la bruma un barco fantasma; pensar que va a chocar, que va a chocar y que habrá más muerte a pesar de que sean fantasmas los que están navegando. Estoy en la duda: ¿los fantasmas están en el mar o somos nosotros? Estoy en la impotencia de querer cambiar tanto y poder hacer tan poco. Estoy en la rabia de ver morir la tierra. Estoy en la tristeza que nos produce no poder hacer comunidad. Estoy en el fracaso y abandono de mi pueblo. Pero me encuentro, me identifico, no quiero tirarme al mar como Boris, porque me gusta ver barcos fantasmas y pedirles, desde las rocas de la playa de Llolleo, que me lleven un ratito a pasear.

Deja un comentario

Previous Post
Next Post