Dos preguntas y dos comentarios alrededor de A la caza de Heredia de Joaquín Escobar
Ignacio Álvarez
Conocí a Joaquín como un joven sociólogo consumido por dos pasiones paralelas: el fútbol y la literatura. O eso fue lo que pensé al principio. A poco andar aparecieron otras dos pasiones que, veía yo con algo de sorpresa, también lo consumían: la narrativa detectivesca y la política. Me dije a mí mismo que en Joaquín lo de arder y consumirse era un sistema, y me alegré. En momentos como el presente, cuando todos nos esforzamos por cuidar nuestras pequeñas vidas a veces sin saber realmente para qué querríamos vivir o quizá para qué querríamos vivir tanto, ese modo intenso de escribir y de gastar el tiempo me refresca, me recuerda que el sentido es una posibilidad para el día de hoy.
Este preámbulo me sirve para describir el talante desde el que fue escrito A la caza de Heredia: aproximaciones a la mente de un detective posmoderno, el libro que presentamos hoy. Un talante intenso, parto por decir, pero con algunos matices. Es un libro en donde el amor y la duda comparten escenario, en donde la estructura basal es la de alguien, un crítico, que despliega su cariño por un género (la novela policial), un personaje (el detective Heredia) y un autor (Ramón Díaz Eterovic). Eso describe con cierta fidelidad la primera parte. En la segunda, repuesto quizá de los excesos imaginarios de la pasión, el crítico comienza a interrogar aguda y profundamente al objeto de su amor.
El primer capítulo, en la más conspicua tradición de los estudios culturales benjaminianos, Joaquín describe la modernidad de Heredia: su flanería nocturna, sus recorridos estratégicos por la ciudad de día. La nostalgia y la caza, el pasado y el presente. Es un registro doble que muestra una parte fundamental del trabajo de Díaz Eterovic: el enfrentamiento constante entre la historia de Chile y un presente criticable que dispara la imaginación policial de sus novelas: “Heredia no es un caminante ocasional ni superficial, es un flâneur fantasma que trae de vuelta el pasado mediante una caminata que convoca al Chile olvidado y derrotado” (p. 15).
El segundo capítulo describe al sujeto Heredia a partir del lugar que ocupa en la historia de la cultura. Crítico fundamental del presente posdictatorial, el detective es un nostálgico del proyecto emancipatorio del siglo XX chileno. En el libro se describe una hebra alegórica interesante, que dialoga con la novela de la generación del 38. Criado por la institucionalidad frentepopulista (el estado es “su padre”, señala Joaquín, puesto que, como huérfano que es, crece en un orfanato), “Heredia es un elemento residual de la cultura y la política impuesta y desarrollada por el Frente Popular y la Unidad Popular, porque ambas dinámicas interactúan en su cotidianidad posmoderna” (p. 32).
El tercer capítulo se hace una pregunta clave, me parece, tanto para el presente como para el pasado: ¿se justifica el uso de la violencia en el caso de Heredia? La violencia de Estado desplegada por la dictadura ya nos hizo discutir la pertinencia de la violencia que respondía al dictador; la pregunta de Joaquín interroga la pistola del detective después de ese momento. Su conclusión es que la violencia de Heredia es legítima. Puesto que la transición solo será posdictadura, puesto que la vuelta a la democracia no es de ninguna manera la reedición de los movimientos emancipatorios del siglo XX sino más bien su cooptación, “Heredia lucha y utiliza su arma con la convicción de realizar un mínimo de justicia, lo que está dentro de sus posibilidades, que en ningún caso es una revolución social. Es solo una justicia moral no castigada por las instituciones estatales” (p. 40).
Al llegar a este momento a uno le pican las manos, dan ganas de hacer algunas preguntas. ¿No es acaso la situación de Heredia, la de ser un objeto cultural residual de las luchas emancipatorias del siglo XX, un lugar parecido al que ocupa o quiere ocupar el propio gobierno del Frente Amplio en el presente? Al menos ese es el reproche que Daniel Mansuy, desde la derecha política, le hace al presidente Gabriel Boric en su reciente libro Allende: la izquierda chilena y la unidad popular: el querer reencarnar en el presente la épica del pasado. Pensemos sus matices desde una perspectiva radicalmente modernizadora: ¿no hay un anacronismo cultural en ese planteamiento por parte de quienes lo impulsan, un anacronismo del cual la situación Heredia es síntoma? Desde una perspectiva radicalmente crítica: ¿hay acaso mejores modos de metabolizar la herencia emancipatoria del siglo XX en la práctica política del presente que la mera mención nostálgica? Joaquín volverá en breve sobre este problema.
Una segunda pregunta me surge a propósito de la cuestión de la violencia. En la década del sesenta Manuel Rojas, un autor que está absoluta sintonía con Díaz Eterovic y con Joaquín, se hacía una pregunta parecida en la novela Sombras contra el muro (1964). ¿Es legítimo el uso de la violencia con propósitos emancipatorios? Su respuesta era claramente negativa, pero no por una cuestión abstracta, no porque no sea necesariamente justa esa violencia pequeña puesta en contraste con la violencia sistémica. Propone Rojas que las personas mismas que usan la violencia terminan prefiriendo su interés particular que el general que defendían al comienzo, cuando comenzaban a empuñar el revólver. Sin transgredir las convenciones del género negro, que requiere necesariamente de un detective armado, la perspectiva de Rojas permite discutir críticamente con su justificación.
Bien podrían acusarme de haber perdido el foco. ¿Estoy discutiéndole a Joaquín, a Heredia, a Díaz Eterovic? A todos ellos, diría. Porque esa es una de las virtudes de este libro: levantar los materiales políticos y culturales de los que está hecha la ficción policial que tiene a Heredia como protagonista, describir las operaciones que realiza su autor, someterlas, como veremos en seguida, a crítica.
El cuarto capítulo propone a Heredia como un “explorador de abismos”. El detective de La ciudad está triste vive el apocalipsis, el fin del mundo tal como lo conocemos, el final de cierta forma de modernidad, el fin de cierta forma de sentido. En adelante, en las dieciocho novelas que siguen, pero sobre todo en Ángeles y solitarios (1995), El color de la piel (2003) y La muerte juega a ganador (2012), las cuatro que estudia este libro, la figura dominante será la del zombi, el muerto viviente en un mundo postapocalíptico. Es el momento en el que Joaquín comienza a criticar al detective: “Heredia se torna desesperanzado […] la perfección de un modelo económico libremercadista y la atomización de los individuos son patrones sociales que no podrán ser cambiados” (p. 59).
En el quinto capítulo Joaquín discute, a la luz de la poesía de Jorge Teillier, otra arista en la relación de Heredia con el pasado. La hipótesis sería, en parte, que el recuerdo amoroso de los lares es un buen piso ético para el trabajo del presente: “por medio del pasado”, escribe, “Heredia se transform[a] en un héroe del presente. Desecha un bien personal [, la posibilidad del amor,] por una responsabilidad político social que no será reconocida” (66), pues el espacio para el detective será siempre el anonimato. Sobre esa hipótesis el capítulo quinto y el sexto levantan un reproche fundamental: quizá la posición de Heredia, en el fondo, no es sino una gran claudicación ideológica. Es la sospecha que aparecía al comienzo de este ensayo y que, me parece, articula el libro por completo.
Como suele decirse en situaciones como esta, más que una pregunta parecida a las que traté de hacer a propósito de la primera mitad del libro, ahora quisiera abusar de su paciencia con dos comentarios, y ya me callo.
El primero es una variación sobre el momento del apocalipsis que discute con la lectura que propone Joaquín. Heredia, zombi postapocalíptico, solo puede nombrar con impotencia los males del presente, nos dice el libro. Me recuerda la situación de Dante en el Infierno: con cada una de las almas con las que se encuentra discute sobre las terribles disputas que hay entre güelfos y gibelinos de esa Florencia que extraña. En principio parece tan impotente como Heredia. Erich Auerbach, agudísimo lector del Infierno, nos dice que la operación de Dante es un poco más compleja. En un mundo que aún creía en la otra vida, Dante no solo visita impotente a los florentinos: los juzga y no de acuerdo a sus intenciones sino de acuerdo a sus acciones sobre la tierra. Se muestra, aun en el otro mundo, más comprometido con el piso terrenal, más realista, más adherido a la tierra que los tratadistas políticos, condenados en cierta medida a la abstracción. Igual cosa se podría decir de Heredia, me parece. Es cierto, el mundo postapocalíptico es un mundo que en gran medida nos deja impotentes, pero la memoria de Heredia no intenta necesariamente hacer justicia aquí y ahora sino restituir el decurso de la historia, devolver la continuidad, que también es material, entre ese pasado violento y terrible y nuestro presente. Figura paradójica, por medio de su vida un poco muerta puede devolverle una vida más que viva al relato de la historia.
Termino con un reconocimiento. No es tan frecuente que un ensayo literario contenga tantas interpelaciones a su objeto de estudio como ocurre con el libro de Joaquín. Las más de las veces confundimos el amor con la adhesión, el apego con el consentimiento. Una de las cosas que más aprecio de este texto, cuyas primeras versiones pude conocer hace ya muchos años, es que su autor cuestiona con fuerza la obra literaria que comenta, es decir, cuestiona la naturaleza de su amor y de su propio lugar como ensayista. Es obvio, al menos para mí, que la pasión de Joaquín por el género policial y por la obra de Ramón Díaz Eterovic es tan fuerte como lo era antes de comenzar a escribir sobre ella, tan fuerte como su pasión por el fútbol y la literatura. Lo que ganamos al terminar de leer A la caza de Heredia es que podemos vivir ese amor, ahora, con los ojos un poco más abiertos.
Muchas gracias.

Joaquín Escobar Cataldo (@joaquin.escobar.31). Escritor, sociólogo y magíster en literatura latinoamericana. Es autor de los libros Se vende humo (Narrativa Punto Aparte, 2017), Cotillón en el capitalismo tardío (Narrativa Punto Aparte, 2019), Las cosas que hice por la Cato (Provincianos Editores, 2021) y Diario del tetracampeonato (Provincianos Editores, 2022). Es editor de la recopilación de relatos Antología de la Chilean Premier League (Los Perros Románticos, 2022). Escribe crítica literaria en el diario La Estrella de Valparaíso y en diversos medios digitales.
Ignacio Álvarez (@espelunco). Doctor en Literatura y profesor del Departamento de Literatura de la Universidad de Chile. Ha publicado Novela y nación en el siglo XX chileno: Ficción literaria e identidad (Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2009) y las ediciones críticas de la Obra completa de Baldomero Lillo (UAH, 2008), en colaboración con Hugo Bello Maldonado) y de los Cuentos completos de Manuel Rojas (UAH, 2021). En revistas especializadas ha publicado varios textos en los que trata de pensar las relaciones entre nación, narración, realismo y cultura moderna. Algunos de estos textos aparecieron en su blog Tipos Móviles, o en revistas culturales como Dossier o Santiago.


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