Lo que susurra la espuma tras el silencio
Nadia prado
Escribo sobre el impacto de Pisagua en
las palabras. Pido prestado los vocablos,
no a quienes dejaron de decirlo, no a
esas voces que se sustraen en medio de la
frase, (…) proferida en Pisagua, sino a
los libros del encierro que a veces se nos
dan a leer, a su endeble caligrafía.
Guadalupe Santa Cruz
«Esta vida tranquila se acabó un día, un viento revolucionario nos lanzó al centro del mundo. Yo tuve la suerte de vivir esa aventura enorme que nos despertó a todos. Esa ilusión quedó grabada para siempre en mi alma (…). Más tarde, un golpe de Estado barrió con la democracia, los sueños y la ciencia», dice Patricio Guzmán en Nostalgia de la luz. Entramos, entonces, a una pesadilla de la que nunca pudimos salir. Una pesadilla que instaló y operó una máquina del horror inédita.
Colonia penal de Ismael Rivera, en diálogo con En la colonia penitenciaria de Kafka, escribe la conmoción, las huellas del impacto sobre la carne y sobre el lenguaje del que habla Guadalupe Santa Cruz. Un golpe interminable que sacudió la aventura feliz del gobierno de la Unidad Popular, para desatar la venganza sobre nuestra vida tranquila, que cambió abruptamente aquel día, cuando entramos en una extensa cárcel, en la humillación y en un profundo miedo. Colonia penal, su experiencia conmemorativa, hace respirar, piensa y poetiza las tecnologías correctivas, excluyentes y despiadadas del crimen y el encierro, impuestas sobre los cuerpos y la subjetividad. Evidencia la tortura, el aniquilamiento y la falta de palabras y comprensión a la que hemos sido sometidos. Un pasaje que siempre me perturbó de En la coloniapenitenciaria, es este: «El hombre miró al condenado y preguntó al oficial: “¿Conoce el preso su sentencia?”. “No”, contestó el oficial. “Ya la sabrá en carne propia”».
A ese no saber sobre la carne propia le da palabra Ismael, cuando escribe: «No temo yo / teme mi carne y su temblor / al filo de las aspas / al mar que no reconoce de qué / está formada su orilla» (92). Hace audible el relato de un país insular, el descampado luego del shock, que se agudiza en cuanto su superficie se vuelve isla-territorio, isla-cuerpo, isla-roca de la que es imposible huir: «Una isla está rodeada de imposibilidad / escapar no es fácil / el comienzo no es el principio, no / se escapa fácil. // Una isla te rodea como el mar que la circunda» (11).
La inmensidad que circunda, el miedo, el abandono, lo remoto, lleva herida y derrumbamiento, porque «la piel se cuece al frío, envolviéndose a sí misma / penitente / convencida, como esta isla, por los golpes de las olas» (15), que son, finalmente, los golpes de las olas, pero también los de las palabras dentro del prisionero, de su grito proferido en el aislamiento, el grito de la incomprensión, del desconsuelo y la insignificancia de un cuerpo que se pierde, a diario y definitivamente.
La imposibilidad penetra «las palabras [que] apenas alcanzan a tocar la orilla / baleadas por la lluvia» (13). Ráfagas que el cuerpo recibe, huella, imborrable incisión que en la escritura de Ismael Rivera podemos reconocer, porque Colonia penal es un artefacto testimonial y, a la vez, un artefacto de memoria, que nos habla conmemorando el dolor, nuestra historia y sus diversas formas de castigo. Pero, la poesía –recordando una frase que Benjamin toma de Pierre Naville– es capaz de «organizar el pesimismo», en la medida en que podemos hablar, unos con otros, sobre ese golpe, porque «la organización del pesimismo es la única consigna que nos impide fracasar». Cuando estamos totalmente hundidos, un pequeño, aunque indestructible deseo, resiste, una mano escribe, en ausencia de algunos para otros presentes aún. Colonia penal trae, vicariamente, un testimonio cuyo espesor nos convoca para recordar un tiempo ya pasado, que, sin embargo, no deja de pasar. Un tiempo en que se pierde la intimidad, la memoria y el cuerpo es vuelto exposición y confusión: «Recordar está lejos de ser un acto íntimo / no es más, recordar, un momento / se confunden las caras, nombres / no somos ya memoria / se trenzan, superpuestas / las fotografías / como contrabando / una dosis de casa y una posibilidad / de que alguien te espera / afuera // (afuera) // de esta isla» (31).
La espera, su posibilidad, engendra palabras y las palabras nos traen imágenes, que nos piensan y nos levantan en la caída, cuando ya no somos nada. «En la Colonia [dice Ismael] / o eres carne inscrita en la rompiente / o tinta en las manos del verdugo» (60). Caídos, apartados, fuera de la sociedad, en la mudez, cuerpo y lenguaje, pese a todo, persisten, como un cuerpo mutilado devuelto por el mar. Colonia penal da cuenta de esos cuerpos que no alcanzaron la orilla, da cuenta de la voz de los testigos integrales, sustraídos de la historia, que ya no pueden decir. Poema, caligrafía telegráfica, concisión y fuerza, dejan cada palabra temblando en la carne. Cito: «Acostumbrar el párpado a la venda / como segunda piel / devolver el velo al desvelo /cubrir una cuenca vacía con la ilusión / de la palabra» (89).
Ilusión de la palabra, velar el desvelo, no es ni más ni menos que el deseo, la esperanza, el afán de seguir con vida, mientras el golpe de las olas agudiza la escucha cuando el decir se debilita o se hace imposible. Las palabras hacen ingresar las imágenes al mundo en común, a la audibilidad del no-olvido. Ruth Berlau decía que «no escapa del pasado quien olvida». Concuerdo, el pasado retorna en astillas, en trozos que hacen chocar el entonces con el ahora, aquí y allá. Haciendo acontecer las palabras, aun cuando espectrales en su carne presente para, quizás, poder comprender, quizás poder hablar y volver a ser. Colonia penal es también mi posibilidad de hablar, de empezar a desenredar la madeja de la oscuridad y de ese impacto sobre las palabras de hace cincuenta años. Ingresar a un paisaje cuya magnitud, paradójicamente, acota y amplifica las imágenes y la escucha, porque «vuelven las palabras al cuerpo» (16).
Este libro regresa el impacto del acontecimiento a las palabras y su silencio. Habita esa interrupción y trae a presencia la ausencia, rememora devolviendo la voz a los cuerpos. Es un lugar-imagen de nuestra historia reciente que pregunta, moviliza, lee, vela, recuerda, hace duelo y emplaza. Anota Ismael: «No importa cuánto tiempo aquí nos tengan / no hay allá posible en esta tierra ni en la otra. / Todo será negación / todo será olvido» (17). Deja testimonio de las existencias hundidas, paso a paso, eleva una serie, como si fuese una plegaria, que abre el horizonte: «La isla en el mar / la Colonia en la isla / la celda en la Colonia / el cuerpo en la celda / el lenguaje en el cuerpo» (18-19). Y ¿el cuerpo dónde? El cuerpo es isla devuelto por el agua, resto que se inclina al encuentro, fuera de la Colonia, atravesando el cerco y el «mar que l(o) circunda» (56).
El comienzo no es el principio sino el fin infinito que el poema inscribe sobre la carne. El poema nos abraza, no hay comienzo sino muchos nuevos comienzos, el siempre cada vez de cada poema y lo que él conmemora, como resto cantable del que ha partido. Escribe Ismael: «Vuelven las palabras al cuerpo / vuelve el cuerpo a la tierra y a la lluvia / escapa / auditivamente / al encierro» (16). Y si, como dice Rivera, «no hay palabra posible para el horror» (20), la pregunta deja el lenguaje gravitando hacia el porvenir, constatando e interrogando, se torna rompiente: «¿Cómo describir el silencio en la noche sin hacer ruido?» (21). Es esta una écfrasis por venir en el aliento sin aliento. «Aislar / volverse isla» (22), pero en la soledad, el silencio, en su exilio, lleva sonido. Lo que horada es horadado, la «memoria [que] aguanta a duras penas» (25), trae un nuevo destino, ya no el de la aniquilación sino el que ritma el poema, que, frente a la masacre, es dique contra la barbarie, porque incluso allí, en «la mudez de las piedras» (27), la carne resiste. El vocablo, que duele en el cuerpo, develará, tarde o temprano, al verdugo. Es cierto, «el contorno de cada palabra se difumina» (30), pero las imágenes nos vuelven a pensar y obligan a decir cada memoria de nuevo, cada rastro otra vez, como un cuerpo devuelto por las olas, como unos lentes recuperados en La Moneda, o como las cartas que conservaron en sus bolsillos, mientras esperábamos por sus nombres, los cuerpos de Pisagua. Hay que mantener, como hiciera Miguel Lawner, en el campo de concentración de Isla Dawson, como hace Ismael, a mano alzada la memoria, para que los aniquilados no sean «rocas destinadas al anonimato de la arena» (32). La arena viaja, las letras se vuelven fragmentos que llegarán a otro tiempo y golpearán cada orilla.
Se pregunta Ismael: «¿Pueden estas letras ser esquirlas? // ¿Pueden atravesar la mano de quien sostiene el arma que nos dispara?» (34). Sí, porque así es como se hace, según Hugo Padeletti, «la poesía (…) / queriendo / y sin querer. / Golpeas / en esta costa / y se juntan arenas / en la otra».
La pregunta lee, piensa, escribe, queriendo y sin querer, atiza la distancia, hace posible sobrevivir. El poema pide justicia y Colonia penal porta esta petición. Golpe, ola, voz, el lenguaje sobrevive, vive su ruina y descansa su ritmo en la piedra, justo allí, algo puede ser, algo puede aflorar. Cito: «Escasa la risa brota / bajo el ritmo de la piedra / en una canción traída por las olas / en el golpe constante / de las cadenas y la roca // Coordinamos / golpe, ola y voz / la arena y su crepitar frío / contra el aire apenas un exhale» (41).
El poema-testimonio de Ismael procura una orilla, aun cuando contiene, si seguimos a Agamben, una laguna, porque los testigos integrales ya no pueden hablarnos. Hace lugar a ese aliento sofocado. Lo intestimoniable, la palabra delegada de Colonia penal, hace memoria escrita que transmite preguntando, una y otra vez: ¿cómo describir el silencio en la noche sin hacer ruido?, ¿cómo describir las marcas que ya se han borrado sin borrarse en un cuerpo apresado y torturado?
Cuando «la bala en la carne es muda» (67), la palabra hará, a pesar de estar «lista para ser desollada» (51), sonido en otro espacio, escribirá el tiempo tras nosotros y atravesará sin hundirse: «Tuvieron que hundirnos / para que el mar no nos escupiera / como testigos / de regreso a la orilla» (71). El oleaje y eco del horror, en Colonia penal, vuelve los cuerpos a su turbación. «¿Cuántas veces puede morir un cuerpo?» (80-81), escribe Ismael, allí donde la pregunta se vuelve isla, cuerpo, lenguaje, mar y orilla: «El cuerpo es una caja de resonancia / sigue hablando tras el silencio / por eso se calla al cuerpo / hundido en el olvido / estallado en la piedra» (79).
Anónimo el horror, impuesto el silencio, con la herencia de la mudez a cuestas y con la imposibilidad de nombrar, imagina el poema, como el prisionero, orillas que nos encuentren, que nos susurren, que nos permitan hablar. «¿Hablará mi cuerpo en otra orilla?» (88), interroga Ismael. La costumbre es la respuesta, pero la costumbre no aquietada en la comodidad, sino como destreza y resistencia. Cuando «apenas el labio aprende / a modular el horror» (91) espera poder decir, en medio de un nombre menos, en medio de la piel carcomida por la tinta de la sentencia, sin embargo, dice Ismael, «será tal vez // el eco que repetirá / como venganza / ola tras ola tras ola / los nombres de quienes no alcanzaron / la otra orilla» (95) el que nos dirá al oído, con justicia, lo que «susurre la espuma» (79).
*Texto de presentación del libro en la Furia del Libro 2023.

Ismael Rivera L. (Santiago, 1986). Poeta, cantor y editor. Ha publicado los libros de poesía Rincones (Chancacazo, 2010), Desbautízame (Oxímoron, 2015) y Tizne (Cerrojo, 2019); y el libro infantil H, mi amiga silenciosa (Oxímoron, 2022). También los discos de poesía musicalizada Desbautízame (2015) y La última cena de los buitres (Sello Precario, 2019). Algunos de sus poemas han sido incluidos en Antología de poesía chilena, 15 años (Mago Editores, 2018), Quemar la seca (2022), Buzones para la paz (Cuarto propio, 2022) y otros han sido publicados en revistas de Italia y España. Colonia penal es su último libro.


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