Nuestras últimas palabras

Megumi Andrade Kobayashi

Conocí a Ángelo Alessio hace cuatro años atrás cuando fue mi estudiante en «Vanguardias literarias» y luego en «Historia y teoría del libro». Recuerdo vívidamente su presencia en la sala de clases porque estaba siempre muy atento. Se sentaba en la segunda o tercera fila; desde ahí, sus ojos solían brillar de curiosidad e interés. Recuerdo, especialmente, su fascinación en las clases dedicadas al escritor Georges Perec o a la artista Mirtha Dermisache. Lo recuerdo porque Perec y Dermisache son, para mí, figuras tutelares y cada vez que siento que alguien más comparte esa atracción, establezco con ella una comunidad invisible de la que suelo no hablar.  


En «Historia y teoría del libro», curso que dicto con la objetóloga Loreto Casanueva, Perec hace aparición a propósito de Especies de espacios, libro que nos permite conversar sobre la página como un espacio-tiempo habitable e inscribible, donde letras y palabras construyen no solo sentido, sino que un arriba y un abajo, un verso y un reverso, un antes y un después. Dermisache, por su parte, aparece en la unidad sobre publicaciones artísticas; con sus grafismos ilegibles, discutimos sobre la importancia de las superficies y materiales de inscripción y, sobre todo, de las convenciones gráficas propias de la cultura escrita.


En sintonía con Perec y Dermisache, el narrador de los cuentos que le dan forma a Nuestras últimas palabras manifiesta una minuciosa obsesión por la dimensión visual y material de la escritura. A mano alzada traza líneas, deja registros en cuadernos, libretas, cartas y pupitres. Si bien –a primera vista– este hecho pareciera responder al imaginario escolar propio de varios de los relatos, creo que estamos ante una preocupación que va más allá de la configuración verosímil del ambiente. Comparto algunos fragmentos que permiten ejemplificar a lo que me refiero: 


«Tiene su hoja llena de anotaciones».«Quiero rayar la mesa con la punta del compás, escribir mi nombre y un dibujo a palitos enojado». «Balanceo el lápiz en mi índice».«Llevo notas. En la rejilla de mi puesto guardo una libreta con dibujos –garabatos, más bien– que me permiten recordarla».«[…] la pizarra se extiende por las paredes a medida que se llena de fórmulas».«Las listas […] cada vez son más cortas».«A tropezones dibujo sus escurridizas imágenes en mi libreta, antes de que sea tarde».«Todos los días encuentro un dibujo en una esquina de las hojas de mi cuaderno».«El libro de clases se abre ante mí».«Sostengo a duras penas el lápiz. Rozo el papel mientras el calor reverbera a través del Túnel».«Clavo el lápiz sobre el lienzo y lacero, furioso, mi nombre impreso».«En ese vaivén de mi mano empuñada contra la hoja».«Firmó en la esquina inferior derecha del documento».«[…] rellenamos intercaladamente los cuadraditos de la hoja del cuaderno».«[…] aprovecha el recreo para sacarle lápices a su compañera de al lado, su mejor amiga».«Que no le dé tanta importancia, me dice sin despegar la vista de la hoja cuadriculada que rellena afanosamente a mi lado».«Y me muestra la hoja completamente rayada».«[…] cuando me siente a escribir esta historia desde el principio una última vez».«Pienso, releyendo lo que sucedió».«Prefería arrancar la hoja entera antes que dejarla así».«Escribo mecánicamente en mi libreta».


Me atrevería a decir que, a través de estas escenas de escritura, se cuela una reflexión metaliteraria en torno a los deslizamientos entre la experiencia, el registro de dicha experiencia, el recuerdo y la invención. Si bien tanto el narrador como algunos de los personajes toman notas en hojas de cuadernos, comandas, libretas, libros de curso o pizarrones, estos relatos están lejos del mandato referencial propio del testimonio o del diario de vida tradicional. En el libro de Angelo, fantasmas, bestias, asesinos y un misterioso Túnel irrumpen la cotidiana normalidad de un día de colegio, del turno de un mesero en un restorán, o de la jornada de trabajo de un taxista de provincia. El absurdo hace también lo suyo en las bancas de una plaza o en la sala de espera de un hospital, donde los personajes se enfrentan a situaciones de incomunicación y desencuentro.


Tengo la impresión de que la extrañeza que provocan estos personajes y situaciones –que están a medio camino entre la literatura gótica y la narrativa de Juan Emar– es aún más notoria, precisamente, gracias a la cercanía de este conjunto de relatos con el diario de vida, género que el propio Ángelo no solo practica sino que también investiga. Las reiteradas alusiones al acto de escribir a mano –y de certificar con ello la presencia de un cuerpo y de un yo– sitúan a este libro en un interesante cruce en el que tanto la ficción como la experiencia real son puestas en duda. 


A propósito del carácter documental de los diarios de vida o bitácoras, uno de los cuentos más extensos de Nuestras últimas palabras, titulado «El taxista», está acompañado de fotografías que juegan a respaldar la veracidad de los hechos narrados: una licencia de conducir, un encendedor, cinco celulares antiguos, una bufanda y una noticia comercial. El relato, sin embargo, toma aliento en otro lugar, y las fotografías –por muy objetivas que parecen ser– están ahí para acercarnos a la biografía objetual de una persona que está entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. La imagen que cierra el libro expresa con claridad este entrecruzamiento: vemos la foto de un padre con un niño en brazos pero los rostros de ambos han sido reemplazados por un trozo de paisaje. ¿Quiénes son? ¿Qué relación tienen con el relato? Junto con estos documentos visuales, las múltiples escenas de escritura son la superficie sobre la cual la autorreflexividad de estos relatos se revela con mayor intensidad. Al igual que con Perec y Dermisache, Ángelo Alessio narra sabiendo que –al hacerlo– construye afanosamente no solo un mundo ficticio, sino que también la página, las líneas, los márgenes, el libro. 



Megumi Andrade Kobayashi (Santiago, 1985). Enseña literatura y teoría del arte en la Universidad Finis Terrae. Es una de las fundadoras de La oficina de la nada. Es autora del libro Púa (Overol, 2023).


Ángelo Alessio de Rosas (Argentina, 1997). Licenciado en literatura, editor y mediador de lectura. Nuestras últimas palabras (Sangría Editora, 2022) es su primer libro de cuentos.

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