Hablemos de escenas en el baño
Dwight Garner
Trad. Diego Leiva Quilabrán
Dwight Gardner, The New York Times, 26 de junio de 2023
Las funciones corporales rara vez son el centro de atención en la ficción y la poesía. Sin embargo, para algunos escritores, mueven la acción y ayudan a crear personajes imborrables.
Alfred Hitchcock le dijo alguna vez a François Truffaut que quería hacer una película que analizara una ciudad completamente a través de su comida e, insólitamente, de sus desechos. Mostraría la llegada de carne y productos a una metrópolis, “su distribución, su venta, cómo se preparan y consumen. Y, poco a poco, el final de la película mostraría las alcantarillas y la basura siendo arrojada al océano”.
Samuel Beckett expresó esta visión artística en una escala más íntima: “Plato y bacinica, plato y bacinica, esos son los extremos”, dice su narrador en Malone muere. Del plato hablamos sin tapujos: la comida, en la literatura y en todo lo demás, forma parte de lo que conversamos cuando conversamos de cultura. La bacinica, la otra punta del canal alimenticio, permanece como un tópico trasgresor.
En opinión de este crítico, no se ha escrito suficiente acerca de cómo nuestros excrementos son descritos y teorizados, amados y despreciados, en la ficción y la poesía. Su inevitabilidad, ese “aquí vamos de nuevo”, agrega caos, humor, asco, vergüenza, ironía, urgencia y angustia a la narrativa. Mueven la acción. Son vida, tanto como lo es el sexo –incluso más, porque la vida sexual de las personas disminuye, pero esta necesidad no. La ficción que elude o niega la caca es kitsch, escribió Milan Kundera.
La periodista inglesa Rose George llamó al excremento “la gran necesidad”. También escribió, en una observación que pega fuerte cuando se escribe para un periódico lingüísticamente conservador: “No hay una palabra neutral para aquello que los humanos producen al menos una vez al día, por lo general, indefectiblemente. No hay un equivalente excrementicio del neutral e inofensivo ‘sexo’”. Pero hacemos lo mejor que podemos.
Es seguro que ha habido escrituras escatológicas desde un inicio, o al menos desde que Don Quijote preguntó, en el momento más divertido de la que puede decirse que fue la primera novela: “¿Qué rumor es ese, Sancho?”. La flatulencia in Chaucer es famosa, al igual que la mierda convertida en arma, arrojada por los Yahoos en Los viajes de Gulliver.
Sin aventura ni observación excrementicias, las obras de Rabelais, Sade, Céline y Genet casi se vendrían abajo. En el Ulises, Bloom usa un “relato premiado” como papel higiénico. Proust escribió que el aroma de los espárragos en la orina transformaba “un humilde orinal en un envase de fragante perfume”.
Se puede sostener que la primera gran escena posmoderna en el inodoro aparece en El arcoíris de gravedad, la parodia épica sobre la Segunda Guerra Mundial de Thomas Pynchon. Ocurre muy al inicio, cuando Tyrone Slothrop baja y baja por un inodoro del Roseland Ballroom de Boston, buscando su armónica perdida, mientras un joven Malcolm X le lustra los zapatos en alto. (La influencia de Pynchon se nota en la adaptación al cine de Trainspotting de Danny Boyle, cuando Ewan McGregor hace una incursión irreal en “el peor inodoro de Escocia”).
Los dos novelistas que prestan más atención a estos temas hoy por hoy son probablemente Ottessa Moshfegh, nacida en Nueva Inglaterra de padres iraníes y croatas, y el maximalista noruego Karl Ove Knausgård, el autor de las seis novelas Mi lucha.
Son escritores muy distintos. En la ficción de Moshfegh, los contenidos de los estómagos y cólones de sus personajes son revelados y detallados ostentosamente. Estos son momentos de protesta, de asco y depravación, colindantes con la vida cotidiana y el glamur.
En su novela Mi año de descanso y relajación, por ejemplo, una mujer vandaliza, cagándose furiosamente, una galería neoyorquina. De hecho, Moshfegh ha declarado sobre su obra que “es como ver a Kate Moss” defecando en público. Ir al baño es un acto potente de restablecimiento del equilibro cósmico. En un escena típicamente perceptiva de su novela La muerte en sus manos, Moshfegh escribe:
Las cisternas tenían tanta potencia que parecían destinadas a otra cosa y no solo a eliminar los desechos humanos: alterar la presión del aire en el cuarto, succionar parte de la energía, incluso agotarle a una el espacio mental, pensé.
Knausgård es, en cambio, un maestro de lo mundano. Las escenas en el baño de su obra están teñidas de patetismo y reverberan, pero él tiende a la simpleza. En su diario de viajes por Norteamérica, publicado en dos partes por The New York Times Magazine en 2015, un largo fragmento comienza así: “No había ido [al baño] desde que llegué a América, así que el resultado fue considerable”. El inodoro se tapa. Él hace el valiente intento de destaparlo. Es un momento muy knausgardiano: sobrio, pero colmado del absurdo trágico de la vida.
Jonathan Lethem ha comentado que cuando oyes a un escritor por la mañana en la radio, él o ella, usualmente, está aguantándose las ganas de ir al baño. El estrés de tener que ir, o de no poder ir, es iluminador, sustituye el ruido de nuestros deberes o deseos por una única e inquebrantable necesidad. Del otro lado, si la cosa no se complica, hay una catarsis.
Consideremos la ficción de Gary Shteyngart, para momentos eléctricos de aflicción y alivio gástricos, así como para detalles de las situaciones que se inclinan a la comedia. (De Lake Success: “Meó un montón en una Porcelanosa. El jabón de manos era Molton Brown”). En la novela de Michael Ondaatje El blues de Buddy Bolden, un personaje aconseja que, si quieres una limpieza proto-Goop digna de Dios, debes dejar de comer por dos semanas. Un día, por fin, vas a soltar “todo lo que tienes adentro y nunca sale”. Vas a sentir “como si te quitaras un atizador” que ha estado dentro de ti toda tu vida. “Es fantástico”.
Cuando llegue el momento, reza para no estar atrapado en casa con alguien como W. H. Auden que, cuando compartió un casa de arenisca con Carson McCullers y otros artistas en la década de los 40, instruyó a rajatabla que “un cuadrado de papel higiénico debería ser suficiente por cada ida al baño”.
El problema, por supuesto, es que la recompensa nunca es definitiva. El reloj se resetea, la urgencia vuelve. Los lectores dedicados, como sugiere Ali Smith en su novela Verano, pueden sentir que están inmersos en un ciclo parecido. Su narrador apunta: “Algunas de las palabras más hermosas han pasado a través de mí y han vuelto a salir como un exceso de vitamina C”.
Pero la gran necesidad, al menos en la literatura, puede ser transformadora. Los poemas de Sharon Olds a menudo observan e indagan en nuestra naturaleza sucia, especialmente su “Oda a un inodoro de compostaje”, esa cámara mágica “donde lo que hacemos […] se vuelve desechos cultivables: ya no son desechos”. Cuando estamos enamorados, en especial recién enamorados, abrazamos cada aspecto de la otra persona, como Toni Morrison escribió en Sula: “Amas la tierra donde él mea”.
La escritora inglesa Jenny Diski se lamentó de que, en ciertas situaciones complicadas, como al pasar la noche en una carpa, le faltara “un órgano rociador a distancia”. Pero la simplicidad de esta entrada del diario de Sylvia Plath de 1956 es mundana y llamativa: “Oriné en la vereda, me comí el último bocado de un buen y grasiento sándwich de atún”.
Dónde y cómo una persona va al baño dice mucho. Cuando era adolescente y empezaba a asistir a mis primeros conciertos de rock, me quedaba aterrado al ver unos jipis que, en el baño de hombres, se abrían sus Levi’s y hacían sus necesidades en el lavamanos. ¿Eso ocurría? La lectura me enseño que sí.
En sus memorias Cuando Kafka hacía furor, ambientadas en los 40, Anatole Broyard describe cómo una amante le dijo que lo hiciera. (Su baño estaba en el pasillo y necesitaba una llave). Le pareció difícil, “porque la idea me excitó”. Un personaje de la reciente novela de Cormac McCarthy, El pasajero, se queja: “El lavaplatos está tan lleno de loza que tienes que ir afuera para mear”.
Soy más de la idea de Robert Stone, que escribió en un ensayo autobiográfico que una vez que lo has hecho “en el lavamanos de tu habitación doble sin bañera, perteneces al mundo derrotado que te rodea”. (No tan derrotado como Patrick Bateman, el narrador de American Psycho de Bret Easton Ellis, el que confiesa: “Esta ha sido una mala semana. Empecé a tomarme mi propia orina”).
La antítesis de orinar en un lavamanos, para cualquier hombre, es hacerlo sentado. Es el opuesto del macho. La narradora de la novela Maternidad de Sheila Heti sale con un hombre que hace esto y dice: “Creo que no es muy masculino”. En los diarios de Kenneth Tynan, se trata de una traición cuando la actriz Jill Bennet, casada con el dramaturgo John Osborne, le dice a la gente que este es de los que se sientan.
Mientras más viejo estoy, más simpatizo con los literatos veteranos de riñones poco confiables que me dicen que también les gusta sentarse. Como escribió el poeta A. R. Ammons, “a los viejos les toma media hora empezar y el resto del día terminar”. Las mujeres lo han sabido siempre: sentados, hay tiempo para leer.
Dwight Garner (West Virginia, 1965). Periodista estadounidense y escritor y editor de The New York Times desde 1999. En 2008, fue nombrado crítico de libros del periódico. Textos suyos han aparecido en medios como The New York Times Magazine, Harper’s Magazine, The Times Literary Supplement, Oxford American, Slate, The Village Voice, Boston Phoenix y The Nation.


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