Una erótica de la mutación
Francisco Cardemil
Imagina, como si fueran pelos, ramas que salen del nudillo. De la extremidad imagina la piedra. La mano da paso a la raíz, los tallos a los huesos. El limón palpa los cadáveres como si perdiera la vista y en cambio usara las manos. Ya de entrada, una pregunta: «¿Cuántos cadáveres de animal encontraría / si agrieto la tierra para plantar un limón que / reemplace el seco?». En Contaminaciones (Komorebi, 2022), Camila Blavi abre poniendo en juego un problema que recae en la interacción del cuerpo con otros cuerpos: planta, animal, mineral, humano. Una multiplicidad en movimiento que reconoce en sí misma sus distancias y su necesidad de atravesarse. En el fondo, una trenza que traspone extremidades: «si al hablar de plantas nos limitamos a nombrar / sus partes pareciera que nos acercamos / a un tipo de humildad / tallo – corteza – raíz / flor – hoja – semilla / médula – fruto – cúbito». El cúbito de una planta o los pasos que alcanza a dar una planta. El cuerpo es cuerpo, invariablemente, sin importar a quién pertenece y así se resguarda. Podemos decir: si yo tengo un pie, la flor también lo tiene, por ello una flor podría caminar. O, en cambio, el árbol tiene corteza y así mi piel podría prender fuego y arrancarse de su propia primera capa. Esta es la mano que escribe es como decir esta es la rama que rasga, este es el animal que registra.
Dividido en tres capítulos bajo los nombres de tres islas, «Lemuy», «Isquiliac», «Nalcayec», el libro está consistentemente ocupado en el atravieso, en la relación del sujeto y su entorno. Hacerse parte del medio, interactuar con el medio. Si Lemuy trabaja en torno a la observación y a la posibilidad (escribe Camila, por ejemplo: «si agrieto la tierra para plantar un limón»; «si descalzo las piedras de la ribera»; «si no puedo cambiar el curso / de las aguas»), notamos una suposición; si Isquiliac trabaja en torno al cuerpo contaminado, notamos una consumación; si Nalcayec, el más breve de los capítulos, trabaja con la distancia que supone lo vivido, ya experimentado, notamos entonces una muerte, la misma nombrada en el árbol seco del primer poema, en el regreso de Caronte. Dos comentarios. Primero, esto puede malinterpretarse. Segundo, el recorrido no existe así en el texto. No es posible constatar una secuencia tal que suponga o comporte un arco temporal. Siempre existe la tentación de fijar el lenguaje en una cosa: abrir Google Maps, recorrer con la vista de calle cada una de las islas; reconocer sus formas, sus colores; buscar correlación entre los poemas agrupados bajo sus nombres. No es útil. Pero los elementos, los cuerpos, se mantienen en movimiento, no reconocen fijeza alguna. Es aquí donde recaen los procedimientos de la poeta.
En el paisaje, cada cuerpo evade ser clasificado. El problema de la hablante de Blavi no es, por tanto, racional: el nombre de las cosas no es tan importante como las cosas en sí mismas. Dice Guadalupe Santa Cruz: «Cuando no hay otra manera de recorrerlo, de decirlo: el paisaje es extrañamente conocido, pero la lengua ajena». Blavi podría añadir: «recuerdo los colores de tres tipos de leña / solo el nombre de uno de esos árboles». Las sensaciones por delante de la nomenclatura. Aquello que fija es abandonado por la experiencia misma. El paisaje habita y cohabita con la hablante, existe mediante la interacción. Agnès Varda dice «si abriéramos a las personas, encontraríamos paisajes; si me abrieras a mí, encontrarías playas». Si abriéramos a la hablante que construye Camila, encontraríamos estas tres islas, es cierto, pero también los vínculos y el deseo de vincularse que estas islas contienen. No un paisaje inmóvil y sin agenciamiento de sí mismo, sino repentino, habitado por cuerpos, compuesto por ellos. Es ahí donde el problema del paisaje y de ser en el paisaje suponen una erótica: desear vincularnos con y en el medio. Un deseo por los cuerpos que componen el entorno o simplemente una incitación: «quiero jabalíes sobre mí / arrójamelos». La contaminación, y el atravieso que esta implica, también tiene que ver con la mutación. Dos cuerpos atravesados se contaminan el uno al otro para luego volver a mutar. La mutación es la manera del viaje que, aun sin ser lineal, permanece y se traslada a la vez. Atravesamos las islas uniéndonos a ellas, algo de esa contaminación impregna el paisaje y se mantiene en él y otra parte se queda en el cuerpo.
Proponer entonces una erótica de la mutación, del hacerse parte con el material que rodea. Un sentido que no prescribe, que no es quieto, sino abierto. El cuerpo como herramienta de comunicación, de entrar en otro. La contaminación no es un gesto onírico, sino una forma de registro –la hoja imprime mi palma y por un segundo mi mano es hoja, mi brazo es rama–. Lo pasajero de esa violencia que acepta interceptarse. Una unión booleana que se sumerge en lo sensorial, el órgano de la percepción que no busca solo el ojo sino un cuerpo completo, lo desintegra. No hablo de una violencia del golpe ni del abuso, sino la violencia que ejerce un cuerpo al entrar en contacto con otro, una violencia cuyo objetivo es el sentido de unicidad, de deshacer una separación de lo que existe escindido del entorno. Salvar una distancia entre el cuerpo y lo que el cuerpo desea: piedras, plantas y animales son, así, su propia alteridad. La hablante de Blavi ingresa en el mundo como una extraña –una «citadina»– y termina fundida en él y con él. La herramienta bien podría ser el sueño, pero el sueño no alcanza contra la realidad. El entorno es su propia violencia y su propia forma de mantener un cambio; cada extremidad es apenas eso: una extremidad, pero puede ser más si abre su herramienta a lo que rodea.
Esta erótica se me empalma con la forma en que Anne Dufourmantelle entiende la dulzura, como si ambas compartieran los elementos que las constituyen: «Acarrea en su oleada un fervor que es otro nombre del éxtasis. (…) La dulzura es una erótica cuya inteligencia del deseo del otro no busca ni captación ni obligación, sino el juego abierto de todos los registros de la percepción». Son los sentidos, derechamente, los que comandan el texto. La racionalidad, su prescripción, no cabe en la mutación constante de los cuerpos convocados. Es así, justamente, que las imágenes logran su fertilidad. Los elementos para la poeta funcionarían de esta manera: cada cosa puede ser otra porque está atravesada por otra cosa, y en ese sentido, el cuerpo es territorio fértil de encuentro e imaginación: «semillas mutan y se expanden / en silencio este cuerpo fue fértil y arrojaron / aquí muchas este cuerpo fue fértil y cambió / sus raciones sobre rocas fueron hongos».
Erótica e imaginación tienen la misma base: no negar al otro, permitirlo en su diferencia radical. La imaginación no fija porque no totaliza. El eros cohabita con la imaginación de esa manera y produce así una estética para el conjunto. Es el propio escape a una racionalidad categórica la que permite que incluso la imaginación actúe «en su propia autonomía», como diría la poeta Mary Ruefle, «la imaginación (…) no es aquello con lo que juegas, la imaginación es lo que juega contigo. Tiene el poder de crear y destruir, de formar y deformar». El eros como inicio y la imaginación como método trabajan en conjunto con la percepción, la mutación sucede entonces en una libre asociación de elementos. Escribe Camila:
no he visto una yegua contorsionarse de dolor
pero sí la certeza de haber sido
y que esa clase de mamíferos
no habitaron ese trozo de tierra
fueron un sueño
personaje secundario
de la novela masculina
el cielo está despejado, el viento aún guía coordenadas de navíos y fantasmas. yace, yegua con el abdomen abierto, machacado. brotan de sus ojos lágrimas: ha alcanzado indudable edad, aun así piensa en su madre. cree escuchar lluvia azotar los tejados de las viviendas, el cielo está despejado, ya está dicho
Pero esta «novela masculina», ¿cuál es? Pensamos de inmediato en el viaje del héroe de Campbell, en la escritura de una pretendida experimentación que tiene sed de progreso y de una trascendencia basada en la construcción de narrativas universales. Universalizar la lengua a punta de acomodaciones, de propósitos, de metas o de tejer alegorías: el hombre contra la naturaleza; el hombre en su maduración; el hombre y la miseria humana. Es desde una postura similar que Alicia Genovese contrapone racionalidad y emoción: «el binarismo patriarcal adjudica valor a la fortaleza de la racionalidad, el cauce lógico discursivo que se asocia con lo masculino, en detrimento de la debilidad emocional o el “mero” instinto adjudicado a lo femenino». Como dice uno de los poemas, lo que caracteriza a los elementos que no entran en grandes relatos es la «humildad»: la muerte de una yegua en sí misma difícilmente podría llenar una «novela masculina». Pero el estómago abierto, la carne pudriéndose, están, puedes verlas unirse, a su vez, a la tierra, a las plantas. Una yegua ya no es solo una yegua, la yegua contamina su medio. No hay un propósito detrás, nada se fija con ella, nada es realmente estático.
Frente a la fijeza que supone una racionalidad de la «novela masculina» o, más sucintamente, en una pregunta realizada por una voz ajena en uno de los poemas de Camila: «¿por qué habría / de modificar usted algo que funciona?», la imaginación devuelve las cosas al movimiento. O, en palabras de la poeta estadounidense Barbara Guest: «Solo la imaginación vuelve a dar vida a los textos. (…) No hay sustituto a la imaginación. Las palabras privadas de su estabilidad (…) se agitan intentando apegarse a una superficie. No tienen vocación estabilizada (…)». El libro en sí es lo que no puede aquietarse: no propone un orden del mundo ni de las cosas, sino que habita su desorden y su posibilidad de cruce. Piensa sin lo verosímil como manera; el pensamiento del poema, en este caso, no tiene diferencia con imaginar, siguiendo a Ruefle, y no es distinto a la emoción, siguiendo a Genovese. Este proceso es transversal en el conjunto, es su estructura misma la que está contaminada por este eros como entrada, llegando incluso a tomar cuerpo en la composición sintáctica, en juegos constantes de traslación de sentido accionados a su vez por encabalgamientos: «En mis ojos la hierba / desarmado arde gancho sustrae / de las colinas córneas».
Personajes secundarios los cuerpos. Sin propósito racional los cuerpos. Los cuerpos encontrados, los cuerpos atravesados. Los cuerpos vinculándose en su propia autonomía. Si seguimos a Blavi: «Describe el árbol bajo esa ventana / no se había interesado por nombrarlo / al recorrer las cosas se simplifican / es posible sostener algo en su lugar», reconocerlas como son, vincularse a ellas en esa condición. Entonces las palabras también requieren ese proceso de detener su espíritu fijo y rodar, o, en palabras de Camila: «me pregunto cómo darle / aire a estas palabras». Desde el título, podríamos haber supuesto que el texto trataría problemas medioambientales, que forzaría así una lectura tematizada, en cambio, nos encontramos con aperturas:
el torrente se contaminó piensa zigzagueante se sitúa en la habitación recuerda el clóset las paredes blancas la cama de plaza y media y el hombre sobre ella, parte del mobiliario ¿o sería muy obvio?
La contaminación se ofrece amplia en las operaciones: una extraña en un mundo ajeno; cuerpos entrelazados a punta de imaginación; una historia contaminada por imágenes que la borronean; una mirada indefinida sobre un territorio cambiante. Los personajes secundarios, como la imaginación, tienen voluntad propia, conversan entre sí, se interceptan. La contaminación, sostiene la operación de este primer libro, su manera de concebir su conmoción y de habitar los vínculos que sirven de objeto en los poemas. O acaso, parafraseando a la autora, ¿sería esto muy obvio?
Francisco Cardemil Pérez (Santiago de Chile, 1995). Poeta y traductor. Fue becario de la Fundación Pablo Neruda en 2018 y del Fondo Nacional del Libro y la Lectura en 2019 y 2022. Ha participado en las publicaciones Topiaria (2019) y Poemas contra la policía (2020) del Colectivo Frank Ocean y es autor de los libros de poesía Pueblos de tacto (Gramaje, 2021) y El amor oscuro (Libros del Pez Espiral, 2022). Obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de Poesía Juvenil Pablo Neruda en 2013 y en los Juegos Literarios Gabriela Mistral, mención poesía, en 2019.


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