Un puzle hecho de escombros: oír el horror

Roberto Careaga

Podrían ser escombros, pero también son piezas de un rompecabezas que aún no ha sido armado: El libro de los pasajes de Walter Benjamin es una enorme recopilación de citas y fragmentos de otros libros, recortes de otros textos, comentarios, anotaciones y diversos tipos de apuntes hechos en todo tipo de soportes. Fue elaborado entre 1927 y 1940 y, supuestamente, iba a ser la base para un ensayo mayor en torno a las derivas de la modernidad. Las especulaciones son variadas pues Benjamin dejó inconcluso el proyecto al suicidarse. Pero acaso esa naturaleza inacabada es lo que permite que el libro se convirtiera, sobre todo, en una huella por transitar. 

Como en una pieza de arte conceptual, con el tiempo parece quedar más claro que la clave de El libro de los pasajes no está tanto en el contenido mismo de sus páginas, sino en el gesto: Benjamin como un recolector de materiales en un mar de textos infinito. Selecciona, cura, construye un recorrido de sentido montando fragmentos que nunca estuvieron destinados a conectarse. O lo intenta. Es más que un collage, pero también lo es y por eso en la operación de Benjamin resuenan los métodos plásticos de las vanguardias del siglo XX. Y ya sabemos: la plástica contemporánea está plagada de citas y recortes que, dispuestas en un modo particular, deforman el sentido de las piezas originales para volverlas otras. Un clásico obvio: La caja de brillo de Warhol.

Pienso en estas formalidades sobrecargadas al leer Autor material, de Matías Celedón. Incluso antes: solo con revisarlo, ojear su contraportada y las notas introductorias de cada capítulo aparece la idea del autor como montajista. No todo lo que está en este libro es estrictamente de la autoría de Celedón, pero a la vez lo es: el corazón del volumen está formado por un ensamblaje de fragmentos literarios que aparecen en este libro solo porque una vez fueron leídos en voz alta y grabados en un caset por el agente de la CNI Carlos Herrera Jiménez, condenado a prisión perpetua por el asesinato del sindicalista Tucapel Jiménez en 1982. El destino de esas cintas fue sumarse a los audiolibros de la Biblioteca Central para Ciegos de Santiago, pero en manos de Celedón se transforman en un dispositivo para escuchar los latidos de ese asesino.

El libro es presentado por el sello, Banda Propia Editoras, como una novela, pero a mi cuesta aceptarlo, más allá de que Mario Levrero resolviera el tema hace unos años con una sentencia tan definitiva como “cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa es una novela”. Además del relato compuesto por los fragmentos de las grabaciones, Autor material incluye una primera parte con declaraciones del propio Herrera Jiménez ante el Tribunal (así con altas, nunca precisado cuál o por qué causa) y otra con un ensayo en que Celedón explora en los potenciales significados de esos audiolibros a la luz de la trayectoria sangrienta del agente de la dictadura que termina sus días en la cárcel de Punta Peuco. Y hay más: el libro tiene un complemento más allá de sus páginas, anclado en internet, donde se pueden escuchar al agente leyendo los fragmentos escogidos por Celedón.

Si hay una historia, está sumergida: detrás de esos textos producidos por Celedón, respira el aliento nauseabundo del asesino y torturador que fue Herrera Jiménez. Respira también el alma podrida del aparato represivo de la dictadura. “¿Hasta qué punto las largas horas de escucha sometido a la voz implícita de un asesino pueden condicionar la historia (el relato o la narración) de un modo subliminal?”, se pregunta Celedón en el ensayo final de Autor material cuestionando la materia original de esos libros. ¿Cambiaron esas novelas al ser leídas por un agente condenado de por vida? ¿Puede modificar una obra literaria una voz? ¿Puede la voz de un asesino cambiar lo que pronuncia? 

Después de enterarse por la prensa de la existencia de esos audiolibros, Celedón fue a la Biblioteca Central para Ciegos y los escuchó. Son ocho libros, que en total ocupan 82 horas de grabación. Fueron grabadas en la cárcel hacia fines de los 90. Se trata de las obras de ficción La divina comedia, de Dante Alighieri; Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; Sueño de una noche de verano, de Shakespeare; Ha llegado el Águila, de Jack Huggins, y El manipulador, de Frederick Forsyth. Además, están Cómo superar el dolor, del padre Marino Purroy Remón, y Teoría de la constitución, de Francisco Cumplido y Humberto Nogueira. Según dice el escritor, los oyó buscando “algún mensaje cifrado, alguna comunicación entre líneas”. No cuenta si efectivamente lo encontró, pero no es necesario porque el libro es eso: un hallazgo.

Siguiendo el método de Benjamin, Celedón recorta para encontrar una ruta. Eso sí, no es un recopilador furtivo ni azaroso, sino un montajista que selecciona y construye con un objetivo. Utiliza solo cinco libros (Doña Bárbara, Teoría de la constitución, Cómo superar el dolor, El manipulador, Ha llegado el Águila) de los grabados por Herrera Jiménez y encuentra en ellos un hilo posible para que hable. Para que pronuncie, a través de textos de otros, un relato personal. “Habla, memoria”, pedía Nabokov y Celedón lleva al extremo la exigencia para sacarle a esos textos las marcas que les dejó el asesino al leerlos. Celedón desmonta los libros originales para detectar las huellas que dejó el criminal al manipularlos. Y las encuentra. O, mejor, construye ese hallazgo. 

Lo que hace Celedón es seleccionar 17 fragmentos de aquellos cinco libros que leyó Herrera Jiménez y con ellos conformar un texto nuevo. No se trata de un relato lineal sino de una serie de escenas de prisión, tortura y muerte. Interrogatorios llevados a cabo por militares que luego despertarán en medio de la noche sudando asfixiados por los recuerdos. Discusiones entre uniformados que terminan en confesiones rotundas. Encierros y cementerios. Documentos oficiales requisados por alguna inteligencia represiva. Traiciones, violaciones y asesinatos. Una guerra quizás. “Pestes, sequías, inundaciones, tempestades, terremotos. Transcurre el tiempo prescrito por la ley”, se lee en un pasaje. El tono es ominoso. Un relato sin salida de la violencia.

No hay señas del origen de cada fragmento; al contrario, cada uno lleva un título puesto por Celedón. Uno de ellos alude a Mario Bravo, uno de los alias que utilizó Herrera Jiménez en su operaciones como en la CNI. No es obvio, porque casi nada lo es en Autor material, pero de pronto se vuelve evidente que el montaje de textos opera como un reflejo de la vida del asesino que leyó en voz alta estos textos: el ánimo de este hombre condenado por el asesinato de tres personas (Jiménez, Juan Alegría y Mario Fernández) late en el libro, como también late a través de su voz todo la represión que orquestó la dictadura. Celedón busca en las 82 horas de grabación la piezas de un rompecabezas y fuerza sus contornos hasta por fin armar una secuencia en que la tortura, el asesinato y la condena conviven reflejándose. 

Trama y urdimbre se llama el primer libro de Celedón, una novela de 2007 hecha de fragmentos que se conectaban para narrar una historia de abuso y horror. Es un procedimiento que de cierta forma continuó en La filial (2011), un relato que más que escrito fue estampado con un timbre. Luego se abocó a relatos más tradicionales en las novelas Buscanidos (2014) y El clan Braniff (2018). En Autor material, como dije, volvió el método de la urdimbre, pero esta vez lo extremó porque dejó fuera de escena a la ficción. O, mejor, simula una ficción. O quizás es más radical: solo porque echa mano de ficciones –esos audiolibros– puede llegar al documental. Puede llegar a escarbar en el fantasma de la muerte que es Herrera Jiménez. 

Digamos que Autor material es una novela de no ficción, pero no como las que hace Emmanuel Carrère sino como la que hizo Diamela Eltit en Puño y letra (2005), un libro hecho de piezas y notas del juicio en Argentina a Enrique Arancibia Clavel por el asesinato de Carlos Prats y Sofía Cuthbert, su esposa. Eltit ocupa transcripciones judiciales literales y arma un puzle que se completa con sus apuntes. Muestra el horror de la dictadura en estado puro. O más bien, los ecos. Celedón también va por lo ecos. Desecha el mar de documentos existentes sobre la represión de Pinochet que podría haber ocupado para su libro y acaso porque sospecha que esa crueldad se transmite de formas tan misteriosas como imperecederas, explora en esas cintas que podrían no tener nada que ver con el horror. Pero lo tienen: están empapadas del horror. Fueron cifradas por un asesino que es todos los asesinos de la dictadura. 

“Mientras la escritura deja huellas que terminan borrándose, los sonidos son sustancias ambiguas que nos transportan a zonas del pasado que persisten en la memoria”, escribe Celedón en el ensayo final del libro, que opera como una explicación y una ruta de salida hacia la realidad: no hay mensajes cifrados en las grabaciones, se resigna el autor, pero en sus reverberaciones aparece la sustancia de Herrera Jiménez, un asesino que cree injusto el abandono en que lo dejó el Ejército y graba en su celda libros para ciegos. Su sola existencia es una representación tan oscura como enigmática del destino de los agentes de la dictadura a 50 años del Golpe de Estado de 1973. Las piezas de puzle bien pueden ser solo escombros. 


Roberto Careaga. Periodista y trabaja en el suplemento cultural Artes y Letras de El Mercurio. Es autor del libro La poesía terminó conmigo. Vida de Rodrigo Lira (Ediciones Universidad Diego Portales).

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