Escribir la herida
María Mazzochi
Prólogo a Mathilda, de Mary Shelley
“Exijo que me diga esa terrible palabra,
aunque se convierta en un rayo que me destruya,
¡dígamela!”.
Mathilda, Mary Shelley
Con frecuencia hemos leído a grandes maestros de la literatura referirse a la distancia emocional frente a los hechos con la que debe escribirse. No es prudente hacerlo desde la emoción, advierten; es necesario dejar pasar tiempo antes de abordar un suceso doloroso para regular el tono y la voz narrativa. Sin embargo ¿es posible erguir una obra a partir de la pérdida? La respuesta pareciera ser sí, pero tiene sus riesgos. Uno de ellos es la cursilería. La casi ineludible retórica del dolor que no esconde nada, sino por el contrario, expone su devastación como si escribir fuera la única manera de cauterizar la llaga abierta.
Sin embargo, para Mary Shelley el tiempo apremia. Ha muerto su hija Clara Everina de un año. No se lo imagina, pero en pocos meses, William, su primer hijo, también fallecerá. Si las palabras son capaces de permitir el encuentro de una hija con su madre, entonces escribir. No detenerse nunca. Ni la muerte de un hijo, ni de la pareja, ni de una hermana deben refrenar el impulso que repone el vacío por creación. Escribir como el ingreso a una zona intermedia que introduce el eco de los muertos en las voces de los vivos. Ese es su método, el método Shelley. Para comprenderlo es preciso sentarse, tal como si estuviésemos ante una tabla ouija y leer; que las palabras sigan el movimiento de sus labios y nos lleven a experimentar su dolor, a encontrarle sentido, a conjeturar una respuesta. ¿Será posible? Lo cierto es que las heridas ajenas carecen o exceden en profundidad a las propias, tienen otros surcos, siguen otras huellas. Tal vez emprender una búsqueda sea comenzar siempre por la primera herida: la pérdida de la madre. La muerte que experimenta el ser humano arrancado o expulsado del vientre materno es, en el caso de Mary Shelley, menos simbólica que real. Los años pasan volando y la muerte sobreviene en serie. Antes de acarrear la joroba de la culpa, apurarse. «Y al que me acuse de no dirigirme a nadie más que a mí misma, le preguntaré ¿sobre quién ha recaído la catástrofe? Dese cuenta: estoy al borde de la desesperación». Pero lo de la desesperación no es invento mío, lo dijo Percy, su infortunado marido, cuando Mary se recluyó a escribir Mathilda: «al borde de la desesperación» tras la muerte de Clara en Venecia.
Este libro relata la historia de una mujer que, desde su lecho de muerte, confiesa su tragedia: el amor incestuoso de su padre que termina en suicidio al arrojarse por un acantilado tras el repudio de su hija. Escrita en forma de una larga carta dirigida a su único amigo, Woodville, la protagonista revela el secreto de su reclusión en un páramo encerrado por montañas y alejado de todo rastro de vida humana.
Por mucho que los críticos hayan considerado Mathilda como la narración de su vida debido a la cantidad de coincidencias entre la protagonista y su autora —huérfana de madre, tríada de personajes: William Godwin, Mary Wollstonecraft y Percy Shelley encarnado por el amigo Woodville y, sobre todo, el hecho de que se hubiera perdido por casi un siglo y medio a causa de su padre, quien en lugar de revisarla, la desapareció después de que su hija se la hubo enviado—, la novela no debe leerse en clave autobiográfica. Como curtida artesana de palabras, Mary Shelley selecciona las herramientas que aprendió a emplear a lo largo de sus lecturas para crear la intriga, exaltar las pasiones y detonar el drama. Eso es Mathilda, la propuesta de algo impensado para la época. La mujer que, sin esperanzas, se recluye sola en un páramo; la heredera de una inmensa fortuna que burla el sistema de vigilancia impuesto a las jóvenes en edad de casarse, simulando un suicidio para zarpar en el primer barco que la lleve a tierras lejanas.
Habiendo comenzado a escribirse en agosto de 1819, Mary Shelley no solo se adelanta a Henry David Thoreau, sino que llega todavía más lejos al decidir sortear los peligros a los que se ven enfrentadas las mujeres por ser mujeres. Un hombre se retira solo al bosque y sobrevive. ¿Correrá la misma suerte una mujer? Uno de los grandes aciertos de este libro es la noción de mujer que no busca protección en el regazo de su fiel y principesco amigo que irrumpe en su retiro montado a caballo e irradiando toda su belleza, ni tampoco busca enclaustrarse en un convento para consagrar su vida a Dios. Que su necesidad sea de silencio, soledad y sus libros, es un acontecimiento literario que merece reconocimiento porque contribuye a desplazar a la mujer del tropo madre o santa o puta o cualquier rol secundario cuando la alternativa es ninguna de las anteriores. Todo esto abre un espacio para liberarla. Recluirse en una cabaña cercada por montañas, a millas de distancia del pueblo vecino, para hallar consuelo a sus padecimientos.
Una noche de 1810, Mathilda se tiende a descansar en el claro de un bosque. Perdida y exhausta de vagar sin encontrar la menor pista de dónde está, se abandona al sueño, a merced de los peligros y las criaturas que habitan la noche, convencida de que nada malo le sucederá. Acurrucada con el codo del brazo derecho a la altura de la sien, el cabello desordenado cubriéndole cuello y espalda, y el brazo derecho plegado al pecho, abre la puerta para que suceda el milagro. Todo pasa rapidísimo, incluso más rápido que la enceguecedora visión de la esfera tornasolada del también idealista Borges. «¿Cómo trasmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?», pregunta el alter ego del autor del cuento, antes de arrojarse con valentía borgiana a la pormenorización de imágenes que pasaron por sus ojos.
El encuentro de Mathilda con lo sublime es, aunque discreto, decidor: «El aire aquietaba los sentidos, pero también encendía mi alma, que pasaba de una imagen a otra, como si quisiera abarcar la eternidad. Todo era confuso y, a la vez, tranquilo, hasta que al final se deshizo en el sueño». Lo que interesa a Mary Shelley, a diferencia de Borges, no es abarcar la inmensidad como tal, sino el acto de abandonarse con la herida abierta y dejarse atravesar por la fuerza de la naturaleza. El asombro cautivador de lo sublime, comprendido como algo admirable a pesar del espanto que nos produce. En la autopercepción humilde del ser dominado por la naturaleza, se manifiesta una conciencia de la finita infinitud del mismo; una grandeza moral sobre la base de su pequeñez e insignificancia. Eso es Mathilda, la grandeza y la insignificancia a la vez, la encarnación del arquetipo del héroe en la mujer que anhela la muerte como única vía de salvación.
Las moradas del pasado son imperecederas, asevera Gaston Bachelard a propósito de la casa onírica que habita en cada uno de nosotros. Tanto al personaje como a su demiurgo, Mathilda y Mary Shelley, les basta haber sido niñas una sola vez para comprobarlo. Si la adultez es una zona de desvíos, la escritura es la ruta de regreso. Si la casa es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, recuerdos y sueños de una persona, la infancia se lleva puesta como un vestido. La infancia es el lugar donde se forja la mirada esparcida a lo largo de la obra, una guarida donde cobijarse, un refugio donde lamer la herida: escribir. Cuando vida y muerte es la sucesión de fenómenos que se superponen, las palabras se convierten en invocaciones. Porque Mathilda no es otra cosa que eso: una elegía en forma de carta.
María Mazzocchi (Valparaíso, 1981). Narradora, poeta y traductora chilena. Ha publicado dos novelas y este año salió su primer libro de cuentos que se titula Principio de incerteza por la editorial Pez Espiral. Tradujo y prologó Resérvame el Vals de Zelda Fitzgerald para Aquelarre Ediciones de México y Mathilda de Mary Shelley para Neón Ediciones de Chile. Ha sido traducida al italiano y algunos de sus trabajos han sido incluidos en revistas latinoamericanas como El Malpensante, La Raíz Invertida, Oropel y La Juguera Magazine. Vive en Buenos Aires donde, siguiendo la tradición familiar, se desempeña como librera.Además, facilita talleres de escritura, clubes de lectura y colabora en editoriales y mediosculturales independientes.
Mary Shelley (1797-1851). Otra de las célebres escritoras inglesas del siglo XIX. Su obra más reconocida fue Frankenstein o el moderno prometeo (1818), novela gótica que es considerada la primera obra de ciencia ficción moderna. Mathilda fue escrita en 1819 y publicada 140 años después.


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