Un perro más, un perro menos

Mateo García Elizondo

Blás Salcedo despertó con la clara impresión de haber sido envenenado con estricnina. Intentó moverse, pero sintió que el cerebro le rebotaba dentro del cráneo como una bala de cañón dentro de una pecera, así que se mantuvo quieto. No era totalmente ajeno a esa sensación. De hecho, así empezaban todos los días en la vida de Blás. De lo poco que podía distinguir a su alrededor, esta vez había despertado en su cama, no en una cloaca o en algún callejón, y esa ya era una victoria excepcional. Una luz deslumbrante le acalambraba los iris si se aventuraba a entreabrir los ojos; era tarde y algo faltaba, algo de suma importancia. No tenía claro de qué se trataba, por lo que se permitió la incapacidad de recordarlo, un rato nada más, solo mientras el alma le volvía al cuerpo. A pesar del calambre neurálgico, logró estirar el brazo hasta la mesa de noche para alcanzar su antídoto, y su mano se engarrotó alrededor de una botella que llevó hasta su boca resquebrajada y pastosa, de la cual bebió varios tragos de una substancia que sabía a disolvente de barniz y le quemaba el esófago con un ardor reconfortante. Luego se volvió a recostar, y sintió que el cerebro se le volvía a hinchar de líquido como una esponja deshidratada. Desplomado sobre la cama deshecha y empapada de humores corporales, un semblante de conciencia regresaba a la mente atrofiada de Blás, que empezaba a entender que el dolor que le desgarraba las entrañas no era solo el de su hígado supliciado. Algo más parecido a su alma se retorcía en sus adentros, agonizante. No lograba rescatar suficientes recuerdos de la noche anterior para hacer sentido de aquel dolor, hasta que le llegó a la mente aquella presencia efusiva y leal que lo levantaba todas las mañanas con una urgencia afectuosa, y recordó lo que le faltaba.

—¿Chuleto? —soltó, incorporándose a medias, animado por una sensación ominosa que le helaba la sangre. 

Su grito retumbó entre las paredes de la casucha hasta caer ahogado en un silencio inmóvil. Blás se incorporó, murmurando palabras del tipo: “…y ‘ora dónde te metiste, pinche perro… nomás te encuentro y te hayas meado; te zorrajo, animal…”. Intentó dar algunos pasos, pero parecía que alguien estaba zarandeando la casa, y Blás no logró más que azotarse y rebotar de un muro a otro para avanzar penosamente hacia la sala de estar. Las paredes de las cuales intentaba sostenerse parecían viscosas, y se movían en un carrusel inestable. El piso ondulaba, o quizás las piernas de Blás no lograban sostenerlo del todo. Se movía a través del vapor etílico y putrefacto que exudaba de su cuerpo, y de tiempo a otro soltaba gruñidos ahogados de flema:

—¡Chuleto! ¿Dónde estás, desgraciado? No te vas a despertar, ¿o qué, huevón?

Al llegar al umbral de la sala, Blás detuvo su procesión atrabancada, e intentó recargarse contra una pared gelatinosa para examinar sus alrededores. Por primera vez en tres años, no escuchó ladridos, ni el paso aparatoso de un animal golpeando muebles y tirando objetos, no escuchó la respiración jadeante y excitada del perro que le pedía salir a la calle tras horas de retener unas ganas abrumadoras de orinar. No había más que silencio en todo el recinto, y una calma e inmovilidad en la cual se podían ver las partículas de polvo suspendidas en el aire.

 —¡Chuleto! 

Chuleto no apareció. Blás se tomó cinco minutos para vomitar en un lavabo y arrastrarse de vuelta al cuarto, y tomó un par de tragos más para ponerse los pantalones. Guardó el ánfora en su bolsillo, y se tambaleó con urgencia hasta la puerta de su casa. Los vecinos congregados frente a la entrada lo olieron antes de verlo y se dispersaron como una nube de moscas.

 —¡No se vayan, culeros! ¿No han visto al Chuleto? Perdí a mi perro… ¡ayúdenme! —y luego se puso a chiflarle— Chuleto, ven chiquitín, ven aquí, chingado animal…

Blás caminó hacia la calle de Dolores, tratando de hacer el recuento de en dónde había podido dejar a su perro la noche anterior. Recordaba haber ido al Mala Vida, se había tomado dos martinis secos; eso lo recordaba. Y ahí estaba el Chuleto. Se acuerda porque Martín, el camarero, siempre le daba chance de entrar con él. 

—Martín —le decía siempre Blás—, ¿puedo entrar con Chuleto?

Martín hacía un gesto para indicar a los ebrios sentados en la barra, y le contestaba:

 —Un perro más, un perro menos.

Y entonces Blás se sentaba, y le decía: 

—¿Y a poco no, de todos estos perros, el mío es el que mejor se porta? Bola de desgraciados… — y todos se reían, hacían algún comentario afectuoso y acariciaban al Chuleto, que nomás se acomodaba debajo de la barra, y no hacía ningún ruido ni le ladraba a nadie. 

—Sí que se porta bien— decían todos, porque todos los borrachines adoraban a Chuleto. 

—Nomás que, eso sí —les decía Martín—, aquí todos tienen que consumir. Si no, se me largan a chingar a su madre. 

Por eso Blás siempre pedía dos Martinis secos, y no uno; “uno para mí, y otro para mi amigo”, le decía al buen Martin, y todos se reían y acariciaban al Chuleto, aunque luego el pinche Blás iba y se chupaba los dos martinis, el muy desgraciado.

Luego de eso recuerda que se fue al Xava, y ahí sí no dejan entrar al Chuleto porque se creen más finos a pesar de que su cuchitril está igual de mugroso que los demás. Ahí siempre hay que dejar al Chuleto amarrado afuera. Así que al Xava siempre va de prisa y corre, nomás que esta vez se había encontrado a la güera Alvarado, de eso sí se acordaba; habían estado echando las chelas y unos tequilas, y es que ahí en el desmadre la güera Alvarado de pronto sí se deja meter mano por Blás. Nunca jamás le va a aflojar porque se cree que está toda buenota y que es exitosa a pesar de que es una triste godínez lonjuda; pero eso a Blás le viene dando lo mismo, tampoco quiere encontrarse en la situación de tener que cogérsela y que no se le pare por el licor, y que luego ande la güera de chismosa por ahí contando que no se le para ni con una vieja bien buenota como ella. No, mejor darse sus agarrones en el Xava, y luego pasar a mejores cosas. Eso fue lo que hizo, sí, y de ahí se fue a La Dominical. De eso todavía se acordaba.

Luego recordó que en La Dominical estaba Paquito Zenteno, y cómo le caga el pinche calvo chaparro del Paquito a Blás, pero resulta que a Paquito le habían dado una promoción en la ofi y estaba invitando los tragos, así que esa noche Blás le hizo la gracia de soportarlo y hasta tuvo que felicitarlo, al muy pendejo. Se tomó dos tequilas por su cuenta, y luego vomitó en un orinal. Después de eso, de seguro bebió ginebra, para hacer la digestión, lo sabe porque ahora la huele, como una colonia hedionda que supura y se le volatiliza por los poros del sobaco. 

De ahí, todo se pone borroso. ¿Lo habrá dejado ahí, olvidado en el bar, debajo de alguna mesa? Tan bien que se porta ese pinche Chuleto; como no hace ruido, el desgraciado.

Así que Blás se dirigió a La Dominical. Le había estado dando chupetes al ánfora de aguardiente, y ya empezaba a sentirse mejor. El piso parecía recobrar solidez, aunque todavía no lograba caminar en línea recta, lo cual alargaba considerablemente su tránsito a La Dominical. La gente le abría el paso y evitaba su mirada, como si fuera un miembro de la realeza, pensaba Blás. Cuando por fin llegó frente a las puertas del local, entró tambaleándose y se quedó en la entrada, describiendo remolinos inestables con el cuerpo mientras echaba un vistazo. La cantina estaba totalmente vacía, las sillas patas arriba sobre las mesas, y detrás de la barra, Selene, la mesera, cortaba limones y llenaba recipientes con sal y cacahuates.

—¡Selene! —le gritó Blás, tropezando y sosteniendo la barra para que no se fuera a desplomar aquel mueble inestable. Estaba a punto de preguntar por Chuleto cuando vio las botellas de licor muy brillantes y acomodadas en los estantes, y mejor dijo:

—Sírveme un anís, ¿sí? De desayuno. No seas malita.

La mujer levantó la mirada pero no se inmutó, parecía que nada podía perturbar esa cara hecha de piedra, dura e inexpresiva.

—Es un tostón, Blás.

Blás sintió un espasmo de angustia, porque sabía que no tenía un quinto para comprar su alcohol ese día. Hundió las manos en sus bolsillos deshilachados esperando no encontrar más que vacío y pelusa, pero sintió el rechinar liso y crujiente de tres billetes: uno de doscientos y dos de cien, y algunas monedas, por un valor total de cuatrocientos treinta y seis pesos. Miró los billetes perplejo mientras Selene le servía el anís y se lo ponía enfrente. Quizás se había encontrado una feria tirada en la calle. Eso sonaba plausible. Blás pagó el anís y se lo bebió de un trago. Sin quitar el cambio de la barra, pidió otro. Selene se lo sirvió, y Blás lo volvió a despachar de golpe. Sentía que le empezaba a regresar el rubor a las mejillas, y un calor que le rellenaba el pecho. Incluso sentía que recobraba una cierta lucidez. Quizás la memoria le regresaría pronto. Sin darse cuenta, sus ojos, perdidos en el vacío, se humedecían de un líquido cálido que le ardía en los párpados, y sintió un atraganto que le apretó la laringe cuando intentó decir: 

 —Selene, perdí a mi Chuleto.

Selene entreabrió la boca e inclinó la cabeza en un gesto de conmiseración, pero siguió cortando limones.

—Ay, no… ¿cómo crees? Tan simpático, ese Chuleto. ¿Pues qué le pasó?

Por ahí andaba Gustavo, el patrón del bar, asomando la cabeza de un cuarto trasero.

—No lo sé, no lo sé…—dijo Blás—, pensé que lo había dejado aquí ayer, en la jarra… no lo dejé aquí, ¿verdad?

—N’ombre, aquí no lo dejaste, corazón. Te fuiste con él. ¿A poco no se fue con él, Gus? 

Por fin salió Gustavo del cuarto trasero.

—Te fuiste con él, campeón. Los dos te vimos —dijo el patrón mientras Selene asentía, mirando a Blás con ojos llenos de lástima—, ya no podías ni hablar, pero estabas necio que la querías seguir…

Blás dejó caer la cabeza sobre la barra.

—Me carga… ¿y no dije a dónde iba?

Ambos negaron con la cabeza.

—No, corazón. Pero te fuiste con el Licenciado…

Blás se incorporó un poco:

—¿Con Azuela? ¿A dónde?

—Sepa la bola a dónde, corazón…

Blás se volvió a desplomar sobre la barra.

—Pero se fueron juntos —le insistió ella—,  ¿por qué no vas y le preguntas a él?

Blás levantó la mirada de nuevo, esperanzado.

—¿Y ustedes creen que se acuerde? —les preguntó— Es que, no es por nada, pero el pinche Licenciado andaba bien ebrio ayer…

—Pues no pierdes nada con intentarlo —le decía Gustavo—, ve a buscarlo. Ha de estar ahí en la Huasteca. Con eso de que está ahí enfrente de su despacho, y ya sabes que al Licenciado no le llega el mediodía sin echar sus licores…

—Un vinito, de menos— murmuró Selene entre dientes.

—Seguro te lo encuentras —le decía Gus— ¿por qué no lo intentas? Hazlo por Chuleto…

Blás se tomó otro anís, y como tenía feria se tomó un spritz para enjuagar la boca, y luego por fin se envalentonó y salió rumbo al bar la Huasteca, donde tenía el mejor chance de encontrar al Licenciado Azuela a esa hora del día. En la avenida Placeres por poco lo atropellan, y Blás aprovechó para plantarse frente al coche y gritarle invectivas al conductor, pidiéndole que lo matara, diciéndole que ya no le importaba, que había perdido al Chuleto, a su único amigo en la tierra, que prefería morir que seguir viviendo sin él, y todo ese tiempo que estuvo soltando sus gritos ahogados entre las quejas estrepitosas de los cláxones lloraba y lloraba, y su propia actitud le parecía de lo más poética y conmovedora.

Cerca de la Huasteca, Blás le dio más tragos al aguardiente y empezó a sentir un ligero optimismo apoderándose de él. Quizás encontraría al Chuleto muy pronto. Quizás se lo había dejado al Licenciado la noche anterior para hacerle compañía, o algo, quizás ahorita se los encontraría, al Lic echándose un trago, y al perro acostado a sus pies, muy tranquilo. La idea de encontrarse al Chuleto atropellado en una avenida, o envenenado en algún callejón era demasiado tormentosa para contemplarla más de unos cuantos segundos. Por primera vez en mucho tiempo, y sin mover los labios, ese día, bajando la calle de las Renuncias hacia el bar la Huasteca, Blás Salcedo le habló a Dios, muy adentro de su corazón, y le pidió que por favor le regresara a su perro, el Chuleto, porque si no, se iba a meter en un vaso y ya nunca más se iba a poder salir, se iba a ahogar ahí dentro y se acabaría muriendo de la pura tristeza, y eso pues no es lo que Dios quería, de eso estaba seguro.

Blás empujó las puertas de madera y se abalanzó al interior del bar la Huasteca, donde reconoció al Licenciado Azuela, sentado en la barra, con la mirada enfocada al fondo de un caballito relleno de un líquido espeso y rojizo que bien habría podido ser jarabe para la tos. No se había cambiado el traje, pero estaba erguido y peinado para atrás, y se veía enterito, el cabrón. Siempre había sido de esos que van a al trabajo borrachos y ni se les nota, y Blás jamás iba a entender cómo le hacía un tipo así para amanecer entero después de una noche como la de ayer. Parecía que nomás estaba distraído, como haciendo el recuento de un largo día en el despacho. Eso sí, no había rastro del Chuleto. Pero el Licenciado sí que ahí estaba, y ahorita mismo le iba a exprimir todo el cuento. 

—¡Lic! —le gritó mientras arrastraba el cuerpo hacia la barra, y le propinaba un par de palmadas en la espalda a su amigo—, qué milagro que lo encuentro… ‘apa nochecita, ¿o qué? Oiga, qué cree, Lic, necesito su ayuda con un asunto…

El Licenciado levantó los ojos sin prisa y le propinó a Blás una mirada de una impecable indiferencia.

—Disculpe —lo interrumpió él con perfecta compostura—, yo a usted, ¿lo conozco?

Blás nomás soltó una risa.         

—Ay, no mame, Lic. Si soy Blás, chingaos, Blás Salcedo. Qué, ¿no se acuerda de mí? Nos hemos ido de fiesta mil veces, si hasta nos cogimos a esas meseras del Vips ahí en el hotel Pirineos hace unos meses, hombre, ¿no se acuerda?… qué le pasa, ¿está sobrio, o qué?

Azuela lo miraba, inexpresivo. Ni siquiera perplejidad dejaba entrever, el señor. 

—Disculpe —le contestó el Licenciado con toda naturalidad—, debe estarme confundiendo con alguien.

Luego se volteó, tomó el caballito con dos dedos, y le dio un sorbo muy delicado al jarabe para la tos. El rostro de Blás se desfiguró en una contorsión de llanto.

—No, no, no… no me haga esto Lic, ¡necesito su ayuda! ¡Azuela! —le gritaba Blás, mientras lo volteaba del collar para sacudirlo, y le daba de cachetadas— ¡Reaccione, chingaos! Sé que está ahí adentro, hombre.

A pesar de la zarandeada, el Licenciado fijaba a Blás con una mirada impasible y vacía. Blás dejó de sacudirlo, lo miró y notó sus ojos vidriosos y vacíos. La baba se le escapaba de un rincón de la boca, y ya empezaba a escurrirle por la barbilla. 

—Está borracho —intervino una voz detrás de la barra. Blás volteó y reconoció a Pablito, el mesero de la Huasteca —. Déjalo, no puede ni con su alma.

Blás soltó al Licenciado Azuela, que se colapsó sobre un rincón de la barra. 

—Es que necesito que me diga a dónde fuimos ayer en la noche.

Pablo soltó una risa.

—¿Cómo que a dónde? Pues estuvieron aquí. El pinche Licenciado no se ha querido ir.

—¿Cómo? ¿Lleva aquí desde ayer?

—¿No te acuerdas, mi Blás? Tú te fuiste como a las siete, por ahí, pero al Lic no ha habido manera de despacharlo.

Pablo no parecía apreciar el privilegio de una memoria confiable.

—Espérate tantito. ¿Tú me viste aquí ayer? ¿Con mi perro, el Chuleto?

—Simón. Aquí anduvieron, con el Chuleto. Yo me quedé hasta el cierre.

Blás trató de entender, pero su cerebro estaba demasiado chamuscado por el trago.

—Y entonces qué, ¿tú no duermes, cabrón?

—Son las seis de la tarde, Blás.

Blás estalló de alegría al darse cuenta de que había encontrado a un ser lúcido en este carnaval de imbéciles. 

—Entonces, ¡tú sabes! Tú sabes lo que le pasó a mi Chuleto…

Pablo parecía mortificado, pero no pudo impedir soltar una risa nerviosa.

—¿De veras no te acuerdas?

Una de las frases más ominosas que se escuchan en la vida de un borracho.

—Nel, cabrón. ¿De qué?

El mesero se recargó sobre la barra y fijó los ojos de Blás con su mirada burlona.

—¿No te acuerdas que te fuiste bien ardido porque te quedaste sin feria y el Lic ya no te quería pagar los tragos?

—No. 

—¿Ni que agarraste al Chuleto, y te largaste berreando porque ya no te quisimos servir, a pesar de que ya te estabas arrastrando por el piso? ¿En serio no?

—Que no, cabrón. 

—¿Ni que luego de como veinte minutos regresaste sin tu perro, pero bien contento y con un chingo de billete, a comprar tragos y contarnos que le habías vendido al Chuleto a una doña según tú bien pendeja que te lo había comprado ahí en la plaza Santa María? ¿No? ¿A poco de eso tampoco te acuerdas, mi Blás?

Blás ya no escuchó lo que dijo Pablito después. El aire se ensordeció a su alrededor, y poco a poco fueron encajando de vuelta en su memoria los eventos nebulosos de la noche anterior. Recordó irse de la Huasteca a una hora previa al amanecer, y deambular por las calles del centro con su perro. Hacía frío y el Chuleto no hacía más que pararse a mear y a olfatear los arbustos y la mierda de otros perros, y Blás tenía que irlo jaloneando y gritándole que anduviera ya de una vez, que se estaban cagando de frío; lo jaloneaba y luego se tropezaba y lo pisaba y el perro soltaba chillidos, pero luego nomás se lamía la pata y seguía caminando junto a él, y cuando Blás se tambaleaba y se caía al piso el perro le lamía la cara y le ladraba, y lo jaloneaba de la correa para tratar de levantarlo. 

Y es que Chuleto ya se sabía el cuento. Sabía que era muy posible que no llegaran nunca a la casa, y pasaran la noche afuera. Por eso iba oliendo las esquinas y los postes de luz, aunque a Blás eso le reventara los huevos, porque la verdad era que Blás no tenía ni la más mínima idea de dónde estaban, y Chuleto era el que los estaba llevando de vuelta a su casa. Ahora Blás se había tirado en el piso y el perro hacía todo por levantarlo, porque si no lo lograba tendría que arrastrarlo hasta la esquina de algún edificio, y luego acurrucarse junto a él para no congelarse, y estarse despierto toda la mañana para gruñir si se arrimaba un ratero. A Blás le costó trabajo, pero al cabo de un rato de escuchar ladridos y sentir jaloneos se terminó levantando, le mentó la madre a su perro por despertarlo, y siguió su tropiezo aparatoso por las calles del centro. 

Era temprano y dos mujeres que pasaban cerca observaron la escena con lástima. Se ve que eran de esas a las que llaman dog lovers, que a diario le dedican la primera hora de la madrugada a sus bebés, que ya tienen dos y se llaman Lola y Sargento, y que sienten una irresistible ternura por todo ser vivo que tenga dos ojos brillantes. Las dos mujeres se compadecieron del Chuleto, y en cuanto Blás se desplomó en una banca en la plaza Santa María, se acercaron a acariciar a su can. Una de las mujeres murmuraba entre dientes que mira nomás qué desgracia, este perro tan simpático a cargo de un borrachín perdido que no podía ni cuidarse a sí mismo, mientras miraba con asco a Blás, que vomitaba detrás de la banca y luego se volteaba con la cara embarrada de bilis a pedirle a la señora con palabras arrastradas “una moneda, señora, por el amor de Dios, que le habían rehusado los tragos en la Huasteca”. 

La señora sacó su monedero y le dijo:

—Le compro a su perro.

Tras un instante de aparente reflexión, Blás estalló en un torrente de carcajadas.

—Ah, ¿sí? ¿Y por cuánto me lo compra, señora?

Ella parecía tomarlo como todo un reto.

—Le doy mil pesos. Para que vaya y se compre sus tragos.

Blás no podía ni respirar de la risa.

—¿Ya oíste, Chuleto? Que la señora me quiere dar mil pesos pa’ que te vayas con ella… No sabe que la amistad no se puede comprar, pobrecita… ey, Chuleto, ven acá —recordaba haberle dicho a su perro mientras se arrastraba hacia él, y lo jalaba de la correa hasta tenerlo frente a su cara— ¿tú eres mi amigo, no? Nunca te irías con esta pendeja, ¿verdad? Oye, hazme un favor, vamos a bajarle los mil pesos a esta señora, no seas. Es que me urge ese último trago, el último de la noche, te lo prometo. Haces como que te vas con ella, pero te le escapas y nos vemos ahí en la Huasteca, o ahí mero en la casa, si quieres. ¿Cómo la ves? Yo sé que tú entiendes cada una de las palabras que te estoy diciendo, chingado animal… cómo te quiero, cabrón. No te vayas a quedar con la vieja esta, vuelves a mí, ¿eh? —le susurraba al oído, agarrándolo de hocico y el pescuezo mientras su perro lo miraba incómodo.

La mujer seguía plantada frente a Blás, billetes en mano, viendo la escena con disgusto.

—¿Entonces?

—Sale pues, lléveselo…—le dijo por fin a la señora, abalanzándose sobre los billetes de cien y doscientos, y entregando la correa del animal. 

—¡Si no será usted pendeja!— le dijo a la doña, viendo los billetes y riendo a lágrimas mientras ella se iba alejando con su amiga y la manada de perros. Y el Chuleto se fue alejando con ellas, y de vez en cuando volteaba para echar vistazos perplejos hacia a su dueño, que le gritaba:

—¡Ya quedamos, mi Chuleto! Sé que vas a volver. ¡Pero vuelves, hijo de la chingada! No se te vaya a olvidar, cabrón, que eres mi mejor amigo… —pero tan arrastrado hablaba ya que no le entendieron ni una palabra, ni el perro ni las señoras. Solo escuchaban los gritos ahogados y quejumbrosos, entre la dicha y la desesperación, de un borracho gimiendo en la calle mientras blandía con asombro un fajo de billetes como si lo hubiera encontrado tirado en alguna banqueta.

Blás no tardó en volver a la Huasteca, guiado por ese radar interno que tienen los ebrios y que siempre los lleva de vuelta a su bar. Ahí contó la historia de cómo vendió a su perro, y ante el horror de lo que había hecho, se volvió a emborrachar, entre las risas y burlas de los demás comensales. Y eso fue todo lo que logró recordar.

—Ahí mismo en donde estás parado —le dijo Pablito—, fue que entendiste tus errores y te pusiste a beber, y a lamentarte de tu suerte hasta que nos salió el sol. Al Licenciado lo acostamos en una banca en lo que trapeábamos, pero tú te fuiste a tu casa, y no me sorprende que no te acuerdes, mi Blás. ¿Quién querría recordar algo así?

Blás miraba la barra al borde del llanto, sosteniéndose las sienes y sacudiendo la cabeza de un lado a otro como si le fuera a explotar, incapaz de creer lo que había hecho.

—No, no no no, no mames… no mames que vendí a mi perro el Chuleto, a mi mejor amigo en el mundo… 

—Yo creo que al único que tenías, mi buen. 

Blás nomás se daba de topes contra la barra, incrédulo, y empezaba a berrear:

—¡No chingues! No me chingues que vendí a mi perro para comprar un trago… 

—Y varios que te compraste —le decía el mesero— eres buen cliente, Blás, en eso sí te luces. Menos mal.

Blás no conocía remedio para una situación así, para una sensación como esta. Lo único que supo decir fue:

—Pablo, no seas malito. Sírveme un anís, para pasar las penas. 

—¿Te vas a gastar ese dinero en alcohol? —le decía Pablo, sirviendo el anís—. Estás mal, mi Blás. Muy, pero muy muy mal.

Y Blás nomás le decía:

—Es lo que habría querido el Chuleto.

Y se bebía el anís. Luego de eso se bebió otro, y luego un par más, y luego empezó con el bourbon. “Entrándole a lo fino, mi Blás, así me gusta…”, le decía Pablito sirviéndole el trago. Y Blás siempre le contestaba: “es lo que habría querido el Chuleto”. Pero Pablo no estaba convencido de que eso fuera cierto. Sabía que Blás nomás estaba haciendo berrinche porque esta vez sí había comido brasas, el cabrón. Había logrado clavarse un cuchillo a sí mismo en la espalda. La habilidad técnica y finesse artística para lograr algo así eran dignas de admiración. Se veían toda clase de naufragios en este negocio, pero este tipo sí que era una joya: un hombre capaz de vender a su único amigo para comprarse un trago, esos no te los encuentras todos los días. No; esa es la clase de leyendas que le contaría Pablito a sus nietos para alejarlos de la bebida. Así que Pablo nomás se reía de él, y le embarraba lo del Chuleto en cara mientras le servía más, y más. 

—¿Ya te sientes mejor, mi Blás? ¿Te sirvo otro gin? 

Así le decía Pablito al buen Blás, y le servía otro gin.

La verdad es que Blás no se sentía mejor. Cada trago que tomaba era como echarle gasolina a un fuego que ardía en su pecho, y que ponía a hervir el caldo de su tristeza hasta volverlo un vapor cálido que le subía por la garganta apretada, y luego se destilaba en un líquido espeso y salado que le brotaba de sus dos ojos. No había vaciado su sexto vaso, cuando se puso todo lloroso a contar sus anécdotas del Chuleto, las mismas que había contado la noche anterior, y que ya Pablo y todos los demás ebrios en la cantina se sabían de memoria. Contaba cómo el perro lo lamía y se recostaba a su lado cuando se desmayaba en el piso del baño por las pálidas que le daban a cualquier hora del día, que ya no ladraba como al principio, que ya no se asustaba, nomás le hacía compañía en lo que se volvía a despertar. O cómo el perro lo despertaba todas las mañanas sin falta para salir a pasear, y le había dado algo por lo cual levantarse, todos estos años, que le hacía sentir que alguien dependía de él, aunque la verdad es que el Chuleto no dependía de él para nada; era un luchón, un sobreviviente, porque un perro de esos finos no habría durado ni tres semanas viviendo con Blás. 

Lo que más recordaba, y que no se podría perdonar jamás, decía Blás, eran las veces que se lo había agarrado a patadas por cagarse en la sala, porque no era su culpa. Era culpa de Blás, que nomás no se levantaba del catre, y el Chuleto siempre se aguantaba lo más que podía, pero al final terminaba por cagarse, el pobre, como lo habría hecho cualquiera. Recordó la vez que lo dejó amarrado afuera del Xava y el pobre Chuleto pasó tres horas bajo la lluvia. Luego de eso se enfermó y el Blás no lo quiso llevar al doctor. Siempre se encontraba una cantina de camino al veterinario y ahí se despertaba, borracho, con el perro jadeando en el piso. Pasaron meses que el animal parecía que se iba ahogando, pero aun así le seguía el paso al Blás a todos lados. No podían los borrachines ni concentrarse para jugar dominó, le decían: “no mames, güey, ¿ya oíste la tos que trae tu pinche perro? Parece gordito asmático, aunque sea dale un chingado jarabe…” pero Blás nomás les decía que ya se le había hecho tarde y se empinaba otro trago, el ojete. Cuando por fin por poco y se le muere tuvo que ir a suplicarle a un veterinario a las tres de la mañana, y menos mal que el doc le hizo el favor y le salvó la vida al Chuleto, porque de no ser así, pues lo habría perdido ese día, y no hoy, como acabó sucediendo. 

Ya estaban todos hartos de escucharlo, se quejaban y le decían: “ya déjanos beber en paz, ¿no? Mira si fuiste semejante hijo de la chingada con él, no te sientas culpable. Le hiciste un favor al dárselo a esa señora.” Blás lo pensaba y sabía que eso era cierto, pero solo se ponía más triste. Siempre pensó que el Chuleto se iba a morir un día de viejo en sus brazos, y que se tomaría un whisky para conmemorar su memoria. No pensaba tener que vivir con el recuerdo de haber terminado así con su amigo, de haberlo vendido por mil míseros pesos.

—Perdóname —le lloraba, empinándose el vaso hasta la nariz—, perdóname, Chuleto. Estaba borracho. Tú sabes que estaba borracho. Sobrio jamás te habría hecho eso.

—Tú nunca estás sobrio —le recordaba Pablo.

Blás le devolvía una mirada llena de rabia, y abría la boca como para decir algo. 

—A ver —le decía el camarero— te quiero oír. Nomás pa’ ver cómo luego ni cumples.

Blás se armaba de valor, lo miraba a los ojos, y le soltaba:

—Voy a dejar el trago.

Pablito asentía, le devolvía una mirada fija y fría, y dejaba pasar unos segundos.

—Pero hoy no. Hoy estoy de luto por mi Chuleto. Sírveme otro anís.

—Así me gusta, mi Blás —le decía Pablo al servirle otro anís —así me gusta, mi buen.

Así fue que le cayó la noche al buen Blás; quizás habría podido llegar a la madrugada pero se gastó cada centavo del dinero que le dieron por vender a su perro en tratar de olvidar aquél vergonzoso incidente. Pablito, por su parte, no tenía ninguna piedad, ningún sentido de humanidad, y le terminó rehusando la venta. 

—Ni perro ni feria —le dijo—, ahora sí, ¿qué chiste tienes? 

Blás salió tropezando a la intemperie, y se fue por la calle tambaleándose sin rumbo, gimiendo y berreando. Sus pasos arrastrados lo llevaron de vuelta a la plaza Santa María, donde quiso sentarse sobre un banca, pero le falló al asiento y terminó desplomándose en el piso. Ahí se puso a llorar, reviviendo la escena de la noche anterior, seguro de que esto era algo que no tenía la fortitud moral para soportar. Algo se reventó dentro de él ahí en ese piso de asfalto frío, y a punto de dejarse caer en el más absoluto desconsuelo, vio la silueta de una bestia que se abalanzó sobre él, gimiendo y ladrando con afecto efusivo y alaridos de euforia. Era su perro, el Chuleto. 

—Chuleto, ¿eres tú? ¡Volviste! No lo puedo creer. ¿Cómo le hiciste, animal? 

Chuleto le propinó una mirada severa, y luego abrió el hocico, y le dijo a su amo:

—Te pasas, Blás. No sabes lo que tuve que hacer para volver hasta aquí. Después de venderme por esos mil pesos que de seguro ya te bebiste, me llevó a su casa la señora, y me dio un plato de croquetas. Yo me dejé querer, ¿sabes?, me comí las croquetas y cuando terminé me puse a gemir para que me dejaran salir, pero la señora nomás me daba palmadas en la cabeza y me hablaba como si fuera yo idiota.

Blás miró a su perro, atónito. Nunca había oído hablar de esa rara condición que los médicos denominan alucinosis alcohólica, aunque sí le cruzaron por la mente las múltiples ocasiones en las que le habían advertido que si seguía al paso al que iba y por algún milagro evitaba matarse, algún día su vicio lo iba a precipitar por el barranco de la locura. Pero mientras Chuleto hacía el recuento de sus peripecias, Blás olvidó aquellas advertencias, y decidió que lo más probable era que en realidad el suyo debía ser el perro más inteligente del mundo, y que era muy probable que siempre hubiera sabido hablar el idioma de los humanos.

 —Ladré —dijo el Chuleto—, rasqué para que me abrieran la puerta, destrocé una alfombra, me cagué en la sala y como seguía de necia la doña y no me dejó salir más que al jardín, terminé por meterle una mordida en la mano. Nada serio, la verdad, ni que fuera para tanto, pero Lola y el Sargento se pusieron al brinco. Tuve que tronarle el pescuezo al Sarge y atravesar una ventana para salir a la calle y volver arrastrándome aquí.

—Tiene sentido —gruñó Blás.

—Claro que tiene sentido —le respondió el animal.

—No sabes lo feliz que estoy de verte. Yo lo sabía, sabía que ibas a volver, desgraciado. Esto hay que celebrarlo. Vamos al Mala Vida. Les pedimos un trago para mí, y otro para mi amigo… ¿cómo ves? Un traguito nomás, mi Chuleto… ¿o qué?

Mientras se levantaba del piso, a Blás le dio la impresión de que su perro lo observaba con una mirada reprobatoria, pero no le puso demasiada atención porque, resignado y sin hacer nada de ruido, Chuleto se levantó del piso con la extraña persistencia de una extremidad que acaba de ser amputada, y se encaminó, él también, de un paso lento y atrabancado, junto a su amo, por las calles del centro rumbo al bar Mala Vida. Había hecho hasta lo imposible para volver con él, pensó Blás, porque bien que mal y por razones inexplicables, su perro lo quería. Lo quería a pesar de ser un borracho despechado, a pesar de sus desmayos en plena calle, de sus crisis hepáticas en el piso del baño, a pesar de sus gritos y sus maltratos, y de su mal humor, a pesar de todos sus defectos, lo quería con ese amor con el que quieren los animales, y que no tiene nada que ver con el amor de los seres humanos. Tambaleándose por la calle y hablándole con afecto a un ente invisible, a Blás le volvió la alegría, porque pronto estarían en el bar Mala Vida y él le demostraría a los demás borrachines que no solo su perro había vuelto, sino que hasta podía hablar. Nunca más se volverían a burlar de él. Quizás le podía sacar provecho a la situación. 

Tener un perro que habla es una buena razón para que te inviten un trago, pensó. 



Mateo García Elizondo (Ciudad de México, 1987). Guionista y novelista. Su trabajo ha aparecido en medios como NexosRevista Casa de las Américas y Cuadernos Hispanoamericanos. Fue guionista del largometraje Desierto (2015), ganador del premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Toronto (TIFF). Su novela Una cita con la Lady (2019) fue ganadora del Premio Ciutat de Barcelona 2019 por Literatura en castellano y ha sido traducida a seis idiomas. En 2021, fue seleccionado como parte de la lista de Los mejores jóvenes narradores en español 2 por la revista Granta en español.

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