No bad days
Julieta Mateos
«O todos se sienten así un poco
y simplemente no están hablando de eso,
o estoy completamente sola«.
Fleabag T1E6
El de seguridad me mira con la misma cara con la que me miró ayer. Y antes de ayer. Y cada día desde hace unos meses. Lo miro con la misma cara con la que lo miré ayer. Y antes de ayer. Lo miro desde mi superioridad moral de ex chavita de quince que dejaba mensajes anónimos en el pizarrón del aula durante el recreo para espantar a las monjas y despertar a mis compañeras: «la religión es el opio del pueblo», «Dios ha muerto». La superioridad moral de ex adolescente fanática de Ska-P, Bakunin y las fotografías en tetas de Modotti en la azotea, un batido que aún me tomo, pero rebajado con hielo.
Al entrar y al salir, el guardia nos pasa un detector de metales por el cuerpo. Imagino que me meto un tenedor en los calzones, que genero un escándalo poca madre y que me despiden por grosera. También nos revisa los bolsos, por si acaso tuvimos ganas de robar algo. Por último, debemos dejar el celular en una bolsita con nuestro nombre y área de trabajo.
El tipo está parado toda la jornada haciéndole eso a sus compañeros de trabajo, agobiado durante las horas pico y aburrido cuando no entra ni sale nadie. Los primeros días me conflictuaba ese ritual: la parsimonia, la fila, el calor. Todo me sacaba de onda, pero luego comprendí que no tenía apuro por llegar a ningún lado. Que podía relajarme ante el falo electrónico e incluso conversar con él, quitarle su estigma de poli y humanizarlo. «¿Cómo estás, amigo? Qué calor, ¿eh? Hoy está más húmedo que ayer». Pero, la neta, prefiero morir en el huracán que, según el pronóstico, viene en diez días, antes que hacerme la íntima con ese güey. Me hago la mensa, sonrío, leo la pizarra; siempre hay una frase motivacional escrita. La de hoy es: Impacta en el cliente llamándole por su apellido y hablándole de Usted. «Usted» con mayúscula. Cálmate, Fátima, cálmate, me digo. Las cosas se tornan más livianas cuando sabes que no van a durar toda la vida.
—¿De dónde es usted? —(«usted» con minúscula) me pregunta el guardia.
Miento:
—Ehm… De Coatzingo de los Plátanos Morados —y, acto seguido, apoyo la lengua en los dientes. Si supiera un poco de lenguaje corporal, sabría que lo estoy engañando. Jamás le diría a un güey así que mi familia aún vive en Polanco.
***
El retrete ni siquiera tiene un gancho para colgar la bolsa, hago pis sin sentarme y, entonces, mi cara queda de costado, casi pegada a la puerta de PVC; mis cuádriceps hacen toda la fuerza que no hicieron nunca en ningún gym. Es el retrete de colaboradoras, ínfimo, un poco sucio y con olor a cloro mezclado con mugre. Un baño que parece fábrica o frigorífico de tan gris y tétrico. Al fondo hay bancos, casilleros para guardar la ropa y duchas. No me animo a ver, pero imagino que las rejillas deben estar tapadas por pelos negros y gruesos.
Termino de mear. Oigo ruidos afuera. Me seco. Me subo el calzón y el pantalón. Salgo y la veo. No hay nadie más, estamos solas. El silencio me llena de ansiedad.
Recuerdo a la protagonista de Fleabag, esa flaca que no para de coger y de cagarla, de cagarla y de coger, hasta con un sacerdote coge. Se enamora, dice. El güey tiene lindos brazos, lindo cuello, es bien guapo; ella le atrae, pero él elige a Dios con mayúscula. Ayer terminé la segunda temporada: toda mi vida reflejada en los dos minutos finales de una serie.
Abro la puerta, salgo y la veo, con esas pestañas postizas demasiado largas para aparentar naturalidad. Infiero rebeldía y me gusta: una de las reglas de vestimenta es que las mujeres no usemos cosméticos ni nada que llame demasiado la atención; las colaboradoras debemos ser discretas al mejor estilo islam hotelero. Tiene la mascarilla puesta. Una inteligente decisión para apaciguar el olor asqueroso del baño. Es negra, descartable y combina con su uniforme. No me doy cuenta en qué área trabaja, debe ser nueva porque jamás la vi. Le digo buenos días y abro el grifo para lavarme las manos. Ella me contesta con un susurro impostado, mientras me mira fijo. Sus pómulos se levantan levemente, ¿me está sonriendo? Luego, continúa pasándose un lápiz oscuro por las cejas depiladas sin prestarme mayor atención. Dios, o sea, dios, esos ojos, qué son esos ojos, mírame, mírame, qué es ese color de ojos. Sale del baño con las cejas hechas y me pregunto cuándo la volveré a ver.
*
Es una estupidez que me haya gustado una chava con semejantes pestañas postizas. Mi madre me mataría por naca. Pero esos ojos… Soy el cura que al principio no sabe si lo que siente es amor o dios, ella o dios, el amor hacia ella o calentura hacia ella o hacia dios, o Dios. Casi que todo está por terminar como película de Julia Roberts, pero no, el fibroso cuello del cura decidió inclinarse hacia la verga de Dios. Esos ojos eran de un color miel bastante particular. Aun así, que use esas pestañas y que no le conozca ni la cara, ni nada, pero que algo me haya gustado, me parece demencial. Es el primer par de ojos que me mira fijo en meses. Es el primer par de ojos que quiero morder en mucho tiempo. Es que fucking depresión, puta Marcela y su regreso a España. Quedé rota, aún no la puedo perdonar. Comienzo a salir del pozo con la mudanza repentina a la playa, pastillas y trabajo estable. «Amar y trabajar» me dijo la psiquiatra. «Amar, con mayúscula», recalcó. «A ti misma», me dijo. «De a poco», enfatizó. Pero todo mi amor cruzó el océano con Marcela. Maldita vieja.
Y ahora entonces intento Amarme y me Toco y me Alimento y me sirvo un Vino y me vuelvo a Amar y a Tocar (¿soy yo o es Dios?), pero ese hueco me sigue matando, ese hueco que muta y se mueve como un gusano inquieto.
Saludo a cada huésped con el desgano estival que me invade a diario. Asegúrate de mantener contacto visual con el cliente y siempre, al entregar cualquier artículo, hazlo con ambas manos. Afino la voz cuando los saludo. Me hago la inocente. Acentúo algunas sílabas y alargo vocales, me mimetizo con el vacío mental de sus vacaciones. «Buenos días, señoooor», «good morniiing, madam», «thank you», «Deje le abro la puerta, (viejo rancio)». En cambio, cuando me cruzo con turistas en el centro del pueblo me valen madre y, si me preguntan algo, pretendo que no hablo inglés.
***
Anticípate a escuchar las necesidades del Cliente. Tómate siempre el tiempo de preguntar: Caballero, Señora, Señorita, ¿hay algo más que pueda hacer por Usted? Tardo tres o cuatro minutos en llegar al restaurante de la alberca desde que cruzo la entrada de empleados y al guardia con su pinche falo electrónico. Si tengo suerte, no me encuentro con nadie en el trayecto y no tengo que hacer el ridículo saludito con la mano en el corazón que nos obligan a hacer ante cada persona, ahí sí que no distinguen entre empleados y huéspedes.
Meses atrás, cuando Marcela me planteaba que quería irse a España y tomarse un tiempo, le propuse mudarnos al mar, ándale amorcito, cambiemos de aire, vivamos en bikini y trabajemos en mierdas sin importancia. Dejar de lado toda la exigencia profesional y abandonar finalmente mi prometedora carrera académica en la Ibero, con la que tanto soñaba mi madre, parecía una buena decisión. Relacionaba el mar con la felicidad, imaginaba la salitre como una capa de alivio que nos hiciera olvidar la mierda en la que nos habíamos convertido como pareja.
Ahora, sin embargo, el bucle de la repetición de las cosas me desdibuja la vida. No importa que todos los días vea ese mar que alguna vez imaginé como redención.
Decido cambiar la rutina y se me ocurre llegar un poco tarde. Qué rebelde, Fátima. El hotel se transforma luego de que cruzas la puerta que separa lo oculto de lo visible, la parte de «Solo personal autorizado» de la parte chic aromática only guests con piso lustroso. Pasa de ser una peli de terror clase Z a una de terror jolibudense. Me retraso cinco minutos nada más, porque no puedo ser muy impuntual, aunque lo decida; es el defecto que me quedó de vivir en la ciudad y de salir con demasiada anticipación por el puto tráfico. Además, Marcela siempre llegaba puntual a todos lados y se encabronaba si la hacía esperar. Estaba harta de pasarse la vida en México esperando. Aún la oigo: «Es que, tía, juegas con mi tiempo o eres gilipollas».
Me contrabandeo en el baño de huéspedes, que huele a almendras y a vainilla y que tiene toallitas de tela para que las señoras limpien sus cutis aceitados. Entro para respirar profundo y que se me llene el cuerpo de ese aroma tan rico. Dejarlas sin perfume, eso quiero, que huelan el cloro que subyace. Me acuerdo de los amaretti de la finca de la abuela en Hidalgo, le encantaban y siempre tenía el frasco lleno. Estoy sola. Aprovecho y me miro al espejo. Me aliso el cabello, lo dejo tan tirante que me levanta la piel de las mejillas. Nunca olvides brindar a nuestros Clientes tu mejor presentación personal.
A partir del otro día los baños me recuerdan a la de ojos miel. No volví a verla pero, cual perra de Pavlov, entro al sanitario y babeo. No sé si es fotógrafa o vende tours. No ubico a los de uniforme negro. A ella sí la saludaría con una mano en el corazón y otra en su nuca, en su cintura, en su culo, en su clítoris sin mascarilla.
***
Las dos únicas amigas que hice desde que llegué trabajan en Recursos Humanos. No tenemos nada en común, pero el mezcal acorta las diferencias. Sin alcohol, cotorrear con ellas me aburre muchísimo; les encanta girar las conversaciones alrededor de sus antiguos jefes tiranos, victimizarse, hablar de sus vatos y decirles «mi chico», comparar maquillajes, prestarse ropa. Un día de estos les voy a preguntar si conocen a Ojos Miel.
A veces se me ocurre que debería vivir mi vida sin amigas, como Fleabag. Vivir en el recuerdo de viejas amistades, como ella, que en la primera temporada lo único que hace es recordar a su amiga muerta y no parar de cagarla en todos los aspectos de su vida. Más o menos como yo con Marcela, solo que Marcela no se mató, aunque a veces me gusta pensar que sí.
Pero estas morras me vienen bien de vez en cuando para salir de la rutina, solamente las veo cuando mi nivel de hermetismo me desborda. Por lo general, vamos a comer a la marina, rodeadas de turistas, quizás conozcamos a alguno que nos saque del tedio laboral. A veces hacemos citas grupales de Tinder. Cada una va con su match y nos divertimos juntando en una misma mesa a un gringo, un canadiense y un italiano que quizás luego nos cojamos en sus hoteles. Despilfarro las propinas de toda la semana en una cena de mariscos y bastante alcohol. Regresamos las tres en el mismo Uber, le pedimos al conductor que nos deje en un punto intermedio y nos despedimos con un beso, medio borrachas. Yo siempre me saco los tacones y camino descalza la calle empinada que me lleva a casa.
***
Acompaña siempre al Huésped a su destino con un mínimo de cinco pasos. Mayúscula. Evita señalar.
Lucino siempre está haciendo algo innecesario cuando llego, limpia las mesas vacías una y otra vez con dos paños diferentes o barre donde se vuelve a ensuciar a los tres minutos. Él es feliz y un poco mentiroso. No sé si ambas cosas tienen conexión. Trabaja turno y medio porque él mismo lo pidió al entrar en la empresa. Dieciocho años de fondo de ahorro y felicidad, dieciocho años que acumularon dieciocho días de vacaciones que a él le cuesta tomarse. Dieciocho kilos de más distribuidos en la zona abdominal que oculta con su mandil impecable, siempre impoluto, inodoro y planchadito por su mujer dieciocho veces al mes. Lucino conoce a todos aquí, vio parir a compañeras, crecer a meseros, ascender a recepcionistas hasta convertirse en gerentes. ¿Conocerá a Ojos Miel? Mientras acomodo las sillas, le pregunto si sabe a qué área pertenecen los de uniforme negro. Me dice que son del departamento de marketing, pero sospecho que es choro. Cambia de tema y me pregunta si ya compré provisiones para el huracán. Lo llamaron Elsa, me dice, y yo espero alguna broma misógina relacionada con las tormentas y la feminidad, pero Lucino es un caballero y los comentarios machistas solo los hace cuando cena con sus amigos.
***
Hoy por la mañana tuvieron que clausurar la alberca de niños porque uno se cagó adentro. Suele pasar. Como suele pasar que algún huésped muy borracho se quiera meter al mar, aunque esté prohibido por la marea alta, o pretenda tocarle el Culo a Sarita. Ay, Sarita y su señor culo. Dos veces por semana, ella se me acerca trotando y, con una mezcla de felicidad e indignación, me cuenta que un gringo se quiso sobrepasar o que mientras le pedía su almuerzo, le miraba el escote. «Partámosle la madre, Sara, vamos, vamos, o al menos escúpele el burrito», bromeo, aunque es sabido que me encantaría hacerlo. Ella me cree e intenta calmarme diciendo que «no fue nada grave, Fati, nada más espero que se moche con la propa».
Tal vez y solo tal vez, las pastillas para la ansiedad me quitan un poco de memoria. Mi madre preocupada, intenta adoctrinarme por teléfono, con suavidad académica.
—Estás abúlica, hija. Deberías abandonar ese tratamiento.
A mí me gusta que muchas cosas comiencen a valerme. Siempre, desde chica en la ciudad, quise ser como esa gente que ocupaba toda la banqueta al caminar lento o al comer unos tacos de puesto callejero y no dejaba pasar, los que aparcaban el carro en triple fila o los motociclistas que se metían en la ciclovía. Ahora, el plazo de mi memoria debe ser de unos cinco segundos y olvido la razón de mis enojos. Bellísimo. También olvido los pedidos, por eso anoto todo en mi comanda, no solo que el güero de la mesa 3 pidió esa aberración de guacamole con bacon y que la pareja de aquellos camastros quiere otro par de gin tonics, sino lo que me dicen que es importante que haga. Hoy leí la palabra «marketing» escrita en la primera hojita y me costó recordar por qué la había anotado. También dibujo lo que veo, solo cuando los días se ponen lentos por el calor o densos por la próxima tormenta y los gringos transcurren la tarde durmiendo al sol. Ojalá sea un huracán categoría un millón y tengamos que dejar de trabajar dos semanas, no me importaría quedarme sin agua y sin luz. Siempre vuelven, como vuelve el ex de Fleabag en la primera temporada. No se sabe el nombre de la protagonista, ni el del cura, ni el de su padre, ni el de la madrastra, como yo no sé el de Ojos Miel. Hoy me pareció verla. Pero el viernes es día de entradas y salidas de huéspedes, así que siempre hay mucho movimiento. Yo estaba tomando la orden de una familia recién llegada y vi pasar cuatro figuras vestidas de negro a lo lejos, por el pasillo que conduce al ala norte. Me dispersé un poco y tuve que regresar a la mesa a preguntar qué me habían pedido para tomar porque había olvidado anotarlo. Lucino me escuchó y me dijo que fuera la última vez.
***
En todo momento nos anticipamos a las necesidades de nuestros huéspedes, nuestra meta: Siempre superar sus expectativas. «Siempre» me asfixia.
Ya están de nuevo con la gimnasia acuática. Me pregunto si todos los animadores de todos los hoteles de todos los mundos tienen la misma voz: aguda, empalagosa, siempre dispuesta a gritar «come on guys, have fun!», «pump it up, DJ!«, «no bad days, guys!». Y los gringos se agitan, menean, pobrecitos, sudan como bestias y se ponen rosados bajo el sol del mediodía. Cerca de la alberca no hay cámaras, entonces a veces aprovecho y me quedo conversando con el salvavidas, un italiano más mexicano que italiano y que habla inglés con un acento que me conmueve. «ACAB, bella, All cops are bastards», me dijo cuando entramos en confianza y le pregunté por su tatuaje de mayúsculas en el antebrazo. Cómo llegó ese hombre a trabajar en un hotel así, no lo sé. Quizás tiene una historia de huida, como yo. El viejo no aparenta los cuarenta años que tiene, le gusta imaginar que está en un Baywatch latino y vive tranquilo en sus contradicciones sistémicas que mezclan punk con depilación definitiva.
Pero, sin dudas, lo mejor de mis días mesereando en la alberca es cuando aparece el gatito negro. Aparece de la nada el michi, casi siempre al atardecer. Le rehúye al contacto humano, come lo que encuentra tirado, quizás geckos y lagartijas; seguramente haya cazado algún pájaro que se distrajo con una papa a la francesa húmeda. Quiero llevarlo a casa. A la casa que tenga con ella en un par de meses, la de negro y ojos miel.
Le aviso a Lucino que voy a ir a comer mientras hacen gimnasia y los niños se divierten con globos de agua porque su alberquita sigue en proceso de desinfección desde ayer. Siempre nos tomamos el tiempo necesario en cada servicio, entregándonos por completo a nuestros huéspedes. Aprovecharon la cagada para vaciarla, limpiar con cepillo especial cada mosaiquito y reponer los que faltan.
Camino por el pasillo oscuro y húmedo que lleva al comedor, ese rectángulo con azulejos blancos y luces frías, sin ventanas y lleno de un constante olor a carne hervida impregnado en las mesas, en la puerta, en las bandejas. O, quizás, solo en mi nariz.
***
Espero que haya algo rico. Espero que el brócoli no esté crudo como ayer y que haya poca gente porque es domingo. Espero demasiado. Recuerde lavarse las manos antes de comer. Hay tacos dorados de papa, tres por favor. Me sirvo agua de jamaica. Está muy dulce. Algunas mujeres conversan paradas al lado de una mesita con un pastel enorme que tiene dos velas que forman el 43. Ninguna es ella, las miro a todas, despacio, buscando esos ojos y los pomulitos levantados.
Otro grupo de personas habla a los gritos porque a su lado hay una bocina que escupe Las mañanitas a todo volumen. Nos enteramos de que Paco se jubila pronto y de que Elvira está por ser abuela pero no le quieren dar días para ir a ver a su hija en Acapulco. Mucha gente de Acapulco. ¿Ojos Miel de dónde es? Lucino y Sarita también son de allá. Ella es toda pequeña, flaca, con voz finita, habla mucho y no te escucha; te pregunta cosas, pero no le importa tu respuesta, solo le interesa contestar ella misma la pregunta que te hizo. Su exceso de amabilidad me harta, sus ganas de hablar me agobian. De Sarita saqué la técnica de afinar la voz para ganar más propinas, porque a los gringos les encanta el mito de la latina sumisa y nos llenan de billetes de un dólar. Es ínfima pero tiene una barriga gigante que no es de embarazo. ¿Cómo puede vivir con esa desproporción entre su barriga y sus piernas? Quizás ella se pregunta lo mismo de mi mentón, cómo puedo vivir así, con un mentón que rompe el perfecto equilibrio del resto de mi cara. Mamá me propuso ver a su cirujano, pero me da mucho miedo quedar desfigurada. Si Fleabag puede vivir con su nariz enorme, yo puedo vivir tranquila con este mentón, ¿por qué no? A ella no le queda mal; al cura le gustó y a todos los que se cogió en la primera temporada, también. No es un impedimento para besar. La nariz de Ojos Miel aún no la conozco, pero no me importaría que fuera grande porque esos ojos que tiene compensarían.
***
En el comedor no hay cuchillos. Una vez que comimos juntos, el salvavidas bromeó con que quizás teman que nos cortemos las venas o que nos matemos entre nosotros. Siempre veo a gente despedazar la carne con las manos, tratando de cortar la milanesa con una cuchara, animalizándose en el intento de ingerir trozos demasiado grandes. Me quedo absorta mirándolos mientras se enfría mi comida. Podría usarlos como objeto de estudio cuando algún día finalmente haga mi Maestría en Antropología Social.
Como un plato de arroz frito y ensalada de pepino. Me sirvo una mini porción de pastel de cumpleaños que sobró de ayer. Sabe a mantequilla de mala calidad, pero el betún de arriba está bastante bueno.
Al salir, veo un ave volando desorientada en el pasillo de salida. Qué raro, un pajarito perdido. Se choca con las paredes, sube, baja, me orbita. Espera, Fátima, me digo, ¿es un pájaro o un murciélago? No hay nadie cerca que pueda ayudarme a decidir si seguir caminando o no. Realmente compartimos momentos mágicos, inspirando generaciones de felicidad, creando lo extraordinario.
Definitivamente es un murciélago, por su manera de volar. Un miedo producto de películas me acecha, me va a morder y me va a convertir en vampiro, güeeey. Me quedo quieta, que me confunda con una columna y me esquive. Se acerca alguien, es uno de los chavitos que limpian las albercas; le pregunto si es murciélago o pajarito, él me mira, no me contesta y entra al comedor con paso hambriento. De repente, comienzan a circular otros empleados. Se dan cuenta de que hay una rata con alas volando, «le vi la formita de ratón» dice uno y se ríe. Todos vienen en dirección contraria a la mía y se acercan agachados, esquivando al animal, hasta que logran entrar al comedor. No logro encontrar un cómplice para salir. Me quedo en la puerta, inmóvil, pensando qué hacer, si reptar, si será mejor ir lento o correr. Observo el vuelo asimétrico e impredecible del murciélago y le agradezco por este momento tan distinto y único, observo lo que nunca pasa, expulsada de la rutina a la fuerza.
¿Qué haría Fleabag en mi lugar, tan alta ella? Ya se te pasará, le dice él. Ella le dice que lo ama, ella, que nunca había amado a nadie; la fría y desequilibrada Fleabag, se abre tantito, le dice te fuking amo y ya se te pasará, le contesta el cura. ¿Neta? Me gustas pero. Sos muy especial. Siempre te voy a recordar. Necesito un tiempo, me voy a España. Te quiero como amiga. Ya se te pasará. Frases culeras. Ya se irá el murciélago y se me pasará el miedo a ser mordida y podré volver a mi lugar de trabajo culero con mis compañeros culeros menos el salvavidas que me genera paz anarcosexual.
Oigo la puerta del comedor abrirse detrás de mí y, a continuación, una risa aguda y musculosa que baila en el aire. Se acerca y se posa en mi hombro. Me hace cosquillas, la espanto con una mano, mientras intento no perder de vista al murciélago. Luego, la risa se transforma en respiración, en esa energía que se siente cuando hay alguien detrás tuyo. Una presencia. Toma formas extrañas y se mimetiza con lo oscuro de las paredes. La risa que fue respiración ahora es una voz que me pregunta si voy para allá, «¿va para allá? vamos juntas» me dice. La risa es voz que ríe y la voz y la risa son un cuerpo y un par de ojos que conozco y no puedo creer que estén acá. Ojos Miel eres tú, mi magia salvándome del animal, un fantasma que me trata de usted. Aletea sus pestañas kilométricas de pelo falso y agita su aroma de corsé. Le digo que sí y la miro, la envuelvo en mi capa de invisibilidad para que nos quedemos solas en otra dimensión. Quiero chuparle los ojos y bajar por sus pómulos hasta su boca que desconozco. Es tan pequeña: soy dos cabezas y varios kilos más grande. «Vamos juntas», me repite y salgo de mi abstracción cuando la oigo reír otra vez. No entiendo de dónde salió, ¿estaba en el comedor?, ¿vino de la oficina de administración?, ¿acaso es ella quien cocina?
Comenzamos a correr por el pasillo. Tiemblo. El murciélago nos enfrenta y ella grita y se me acerca. La agarro del brazo, mi mano resbala sobre su piel. Está húmeda. Fría. Quizás sea sudor. Me da un poco de asquito y, a la vez, me gusta. Esto tiene que ser el comienzo de algo. Corremos juntas del brazo por el pasillo oscuro, medio agachadas porque el animal está descontrolado y, cuando llegamos a la luz de afuera, al sol de las tres de la tarde, me mira como el primer día, con esa mirada que me cuenta secretos y yo me la quiero llevar a mi casa y que caminemos descalzas por la pendiente de tierra. Los pomulitos hacen su aparición debajo del cubrebocas, casi casi puedo ver su nariz. «Gracias, compañera». Con esas palabras me expulsa de la magia. Me pongo nerviosa, me olvido de soltarla y ella, decidida, toma mi mano con su mano y me la separa de su brazo. Siento el desapego al instante. Desando el camino hacia la alberca con un revoltijo estomacal que nada tiene que ver con la fritura del arroz o la mantequilla rancia del pastel. Maldita Ojos Miel. Sus vellos electrizados por la humedad continúan pinchando mi palma.
***
Las mesas son pesadas. Sarita nunca me pide ayuda a mí para moverlas. Siempre se la pide al salvavidas, quiere que él aparezca con sus tatuajes y le muestre sin querer cómo se le levantan los bíceps. De repente, comienzo a verlo con ojos románticos. Quién te dice, Fátima, ¿te ves en Bari teniendo una casita y tres bebés? ¿De qué te quejarías? De cómo te chupan la energía los críos y de que él ya no te salva ninguna vida. El salvavidas fraude, lo apodarías en secreto, mientras agitas al último retoño para que te eructe la espalda. Es lo peor, mover las mesas, guardar las sillas, dejar todo listo para que venga la compañera de áreas públicas a trapear el piso.
Ayer por fin anunciaron que viene Elsa, es huracán Categoría 3 y se espera que al tocar tierra aumente a 4. Llega mañana por la noche, pero tenemos que venir igual, por la tarde, a dejar todo guardado y atado para evitar daños mayores. No entiendo por qué: podríamos dejar todo listo hoy y mañana comenzar a beber desde temprano, encerrados en nuestras casas, esperando el desmadre, la inundación o la muerte. Protesto en complicidad con mi ex yo anarcofresapunk y quiero incluir en mi queja sindical al salvavidas, pero al darme vuelta para mirarlo, lo veo reír con Sarita mientras arrastran las mesas y me doy cuenta de que ya todo está perdido. Le digo a Lucino que voy al baño y, en cambio, tomo el camino hacia la salida.
El de seguridad me ve llegar a su puesto desde lejos, me mira con ganas, con su falo a pila en mano y su cara que expresa «de aquí soy». Luego de pasar el molinete y marcar mi salida con la huella digital, apoyo mi bolso en la mesita y abro los brazos. En la pizarra de la entrada leo: No hablar negativamente de la empresa ni dentro ni fuera. Veo cómo la luz del atardecer ilumina la calle del otro lado de la puerta. Pipipí pipipí pipipí suena el detector. El guardia me mira con sorpresa: jamás le pasó algo así, no sabe qué hacer, no sabe qué decir, no lo adoctrinaron tanto. Me pregunta qué tengo en los bolsillos. Le digo que nada. Insiste: que si tengo llaves, que si el teléfono, que si, que que, si tengo ehm, si tengo, pero, ehm, ehm… Quédese aquí, no se mueva. Llama por radio a su supervisor y pide que una colaboradora se apersone para requisarme. Literal, güey: se apersone. El tenedor me pincha la entrepierna. El tipo me ordena que me aparte y que espere a un costado a que llegue la compañera. Camino despacio, siento los dientes que a cada paso se clavan un poquito más en mi ingle; esto también es Amor, me digo. Ya se te pasará, Fátima.


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