Sobre la fragilidad
Rocío Abarzúa
La noche del nunca más de Lyuba Yez
«Hoy, aquí, escribo sobre la muerte y el duelo. Sobre la fragilidad. Sobre lo sola que me siento, sin saber qué haré con esto, si será algo que guardaré en el armario o en un disco duro, o si dejaré que alguien más lo lea, activando el freno. No cuentes todo, no puedes contarlo todo, no puedes describir tu rabia, tu terror, tu frustración».
No cuentes todo, no puedes contarlo todo.
En La noche del nunca más (Seix Barral, 2023), no sabemos si Lyuba Yez efectivamente narra –o intenta narrar– todo lo concerniente a la demoledora experiencia que le ha tocado vivir y que su narradora y protagonista L. está viviendo, o si deja partes afuera porque no hay lenguaje para describirlo o por pudor o por ritmo o por cualquier otra razón, todas válidas y valiosas. Después de todo, la vida es vida y la literatura es literatura, aunque a veces los límites sean difusos. Pero, aunque no nos esté contando todo, sí nos está contando mucho, o al menos mucho más de lo que estamos acostumbrados a ver, a saber, a sentir, si somos testigos externos del tipo de situación que ella nos narra.
Aquí no hay distancia entre hechos y escritura y, como muestra en parte el fragmento que abre este texto, la voz narrativa lo evidencia, dando como resultado un registro bruto, caliente, derramado. Este registro es rico y tiene el mérito de describir lo que el tiempo y el espacio usualmente antepuestos a la escritura suavizan, enfrían, contienen, aunque lo hagan lento, y, en casos como este, menos por una evolución natural de los hechos que por la intervención de otros eventos externos, distintos de la tragedia, que obligan a dividir la atención.
Como un fierro caliente, este libro comienza narrando cinematográficamente el minuto a minuto de la experiencia de L., una madre de familia con dos hijos, que se ve enfrentada a la fragilidad de la existencia, a la ferocidad de los hechos, a una terrorífica «mala suerte», cuando su marido sufre un ACV en medio de la noche. A medida que avanzamos en la lectura, nos vamos adentrando en las reflexiones de la narradora y protagonista, que se ve en una situación que no eligió, pero de la que tampoco elige salir. En contra del juicio de todos los médicos, R. sobrevive, despierta de un coma luego de tres días y comienza el largo camino de su recuperación. Alegría inmensa: no se fue, no murió, está, existe, es, todavía, gracias a Dios o al cielo o al universo a una voluntad indefinible, gracias. Sí, pero también: quien despierta es un nuevo R. «Algo inimaginable», le dice L. a una amiga, es lo que ocurrió con su marido, que tiene que aprender nuevamente a hablar, a tragar, a movilizar la mano izquierda para reemplazar la diestra que todavía no funciona, a mantenerse en pie para eventualmente dejar la silla de ruedas, a ganar independencia a la vez que a dejarse asistir por auxiliares, enfermeras y doctores. Después de cuatro meses en la clínica, R. vuelve a casa mientras continúa el proceso de rehabilitación y se echa a andar una nueva rutina en la cual la «logística familiar» queda a cargo de L.
La crisis da paso a un quiebre, a un cambio irreversible, a un enfrentarse a la vida de forma diferente, desconocida, difícil e ineludible. Ineludible para R., y, por amor o por carácter o por una mezcla de ambos, ineludible también para L. Amor a R., pero también amor a sus hijos y al hogar construido. Ganas de preservarlo, pese al cambio y quizás en una forma nueva, ganas de aligerar la carga del otro, o al menos no aumentarla. Amor. Y carácter: seguirles el ritmo a los hechos, ejecutar y resolver, moverse y avanzar, hacer. «No sé rendirme. O no sé dejar de sufrir.»
Si bien L. y R. cuentan con una rica red de apoyo basada principalmente en amigos cercanos, hay un peso en la ausencia de los que no están. «La familia, a veces, es puro título», le dice a L. una prima. Y L. escribe: «No puedes hablar de quienes te dieron la espalda, esos que no te llamaron, aunque saben lo que pasó, o de esos otros que te dijeron que no cuando les pediste ayuda llorando a mares, o de los que miran hacia otro lado cuando te los cruzas en la calle (…).» En el caso de la familia de L., la ausencia o más bien la distancia que se impone venía construyéndose hace tiempo, no la sorprende tanto, pero sí abre viejas heridas, temas no resueltos que pesan junto al tema no resuelto actual, que es la recuperación de R. En el caso de la familia de R., asistimos a la enfermedad y posterior muerte de su padre, abuelo de los niños, suegro de L., casi al mismo tiempo que el accidente de R., generando un doble duelo, una doble pérdida, una ausencia difícil de asimilar, de llorar, dadas las circunstancias, pero que está irrevocablemente conectada a las mismas, a R., y también a la situación global, a lo que estaba pasando en ese momento afuera en el mundo, a la pandemia.
Algunas de las reflexiones de L. tienen que ver con estas ausencias, estas distancias, pues contribuyen en gran medida a su sensación de soledad y desamparo. «Confirmo nuevamente que es mejor ocultar enfermedades y sufrimiento, pues se huye de ellas como si la desgracia fuera contagiosa. ¿Nosotros éramos así antes?». Por otro lado, en interacciones con personas que no son de su red de apoyo, se ve enfrentada a las mismas preguntas, a una repetición constante e infinita, a la explicación reiterativa, lo que la agota y la aísla, y también a frases hechas, a citas de autoayuda que pueden ser bienintencionadas, pero que nada tienen que ver con su realidad. Una amiga le dice: «Mira, amiga, a todos los “jedi” que te mandan mucha luz y que la fuerza esté contigo, chao. Acá necesitamos cosas concretas: o te ayudan con la logística familiar o te depositan plata». Ella narra: «Tampoco tolero que me comenten que lo que estoy viviendo será, a la larga, un mero recuerdo y un gran aprendizaje. (…). He palpado su miedo, su frustración, su propia ira [de R.], así que, por favor, no me digan que saldré adelante si no han pasado por alguna de estas experiencias. Las frases hechas se las pueden meter por donde mejor les quepan.»
En un momento, L. recibe un mail de una exalumna ofreciéndole su apoyo y comprensión, contándole que a su papá le pasó lo mismo y el impacto que esto tuvo en su familia. «Para mí el dolor es dolor nomás», le escribe, y L. se queda con eso. «No necesitábamos pasar por esto», ¿qué se puede aprender en el ojo del huracán? ¿Qué se puede ver? Nada. Se sobrevive, se aguanta, se convive con lo brutal, lo que ahoga, lo que quema. Se busca apoyo y consuelo donde se puede, en un hombro confiable, en una caricia o una mirada, en un momento de soledad implorando calma. Pero entre esos espacios reducidos y tan vitales está la amplitud de la existencia, aterradora, inabarcable: un caos delimitado pero infinito donde todo vale. Todos los cuestionamientos, todas las dudas, todas las herramientas que permitan sacar afuera, procesar, ayudar a sobrevivir, a adaptarse. Esto es lo que conecta la experiencia de L. con el lector, aunque su forma de vivirlo sea particular: estar en el centro de los hechos. Unos hechos desconcertantes, incomprensibles, aberrantes, que están fuera de nuestro alcance y que al mismo tiempo nos pasan por encima.
La incertidumbre, el miedo, la soledad y el cansancio son la base de los días de L. También lo son el llanto, el intento de explicar a los niños qué pasa, por qué no vuelve el Tata, por qué el papá está en la silla de ruedas, los cafés con amigos, las sesiones de terapia, los cigarrillos y copas de vino en la terraza, la escritura. La escritura como desahogo, como validación de los sentires, como intento de comprensión, de estructura, de cuestionamiento, de duda, de proyección hacia R., a quien dirige sus palabras en una segunda persona ágil, íntima, y también hacia afuera, al mundo.
La muerte, la enfermedad, la discapacidad, entre tantas otras posibles catástrofes, son cosas de las que no nos gusta hablar, preferimos evitarlas. A lo mejor, como dice L., nos da miedo invocarlas, no vaya a ser que alguien o algo afuera nos escuche y el pensamiento mágico se manifieste de la peor manera posible, trayendo lo malo, lo feo y no lo bello, lo deseado. Pero también es cierto que, si no hablamos de ello, si no podemos observar nuestra propia fragilidad en la experiencia de otros, estamos ciegos.
«Crees que tu dolor y tu angustia no tienen precedentes en la historia del mundo, pero luego lees. Fueron los libros los que me enseñaron que las cosas que más me atormentaban eran las mismas que me conectaban con todas las personas que estaban vivas, que habían estado vivas», escribió famosamente James Baldwin. Para mí, por ejemplo, esta lectura fue personal porque, como la ex alumna de L., también viví una experiencia similar. Y fue consolador leer la rabia, la pena, la frustración, y eso que no se debería contar: las personas que se alejan, las deudas, el cansancio, la nueva persona en la que se convierte el que no muere, pero tampoco se recupera del todo: la voz cavernosa, la boca chueca, las manos torpes. La jubilación anticipada, la recuperación incierta, las nuevas y recurrentes lágrimas en una persona que no solía llorar. En otro nivel, quizás porque la experiencia de un ACV en mi familia fue hace ya varios años, esta lectura me dio perspectiva para observar mi presente, esos hechos que venía sintiendo que me ahogaban, quitándoles contundencia. Y en otro más todavía me recordó que escribir, aún si no es para comunicarse con otro, puede ayudar, ayuda, a aliviar el peso de lo que no se entiende, de lo que no se dice, como evidencia la aplicación de notas de mi celular, hoy llena de borradores de mails sin enviar.
Como esta lectura, la matriz tiempo-espacio que se interpone entre experiencia y escritura nos da perspectiva, nos permite cotejar, vislumbrar qué viene después. Un después que, en cierta medida, hacia el final que no es final de esta historia, pero sí de este libro, podemos observar, pues Yez lo delinea suavemente. Pero la inmediatez del registro en las páginas previas nos permite volver a lo que fuimos, conectar con lo que otros están siendo, asomarnos a nuestra vulnerabilidad ahí, en el ojo del huracán. Y recordar. Recordar, como con frecuencia nos muestran los momentos críticos, qué cosas son importantes para nosotros; recordar que está bien sentir mucho, no saber, no entender; recordar que a veces el dolor es dolor nomás, que en ocasiones no hay nada que podamos decir ante él, pero también que podemos intentar usar el lenguaje para volcarnos, descomprimirnos y, si somos afortunados, compartirnos con otro.


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