Flecha, bala, stilus
Presentación de Dos soledades de Gastón Carrasco

Loreto Casanueva

Gastón sabrá perdonar mi indiscreción, pero, al igual que yo, es de signo zodiacal sagitario. Una flecha cruza sus Dos soledades. No es aquella que empuña el famoso centauro pero se le parece en forma y función. El francotirador usa su fusil y el copista su pluma. Ambos practican un oficio que tiene como efecto la perforación de una superficie. “Escribir una forma de abrir fuego/ ametrallar la hoja en blanco”, dice un verso. “La bala-palabra busca un curso, una trayectoria”, dice otro. Fusil y pluma hacen familia con otro objeto afilado. El stilus o estilete era el punzón con el que se escribía en la Antigüedad. Largo y metálico, constaba de una punta en un extremo y de una pequeña espátula en el otro. Con la parte aguda se podía hacer incisiones sobre las tablillas de cera o arcilla, mientras que con la parte lisa se podía borrar. La raíz indoeuropea de la que proviene el verbo ‘escribir’ significa raspar, pinchar, cortar, todas acciones que las arcaicas manos emprendían cuando sostenían un punzón. El francotirador y el copista, pero también Gastón, con su lápiz grafito y su computador, se entregan a una faena muy sagitariana. 

“Como proyectiles u hombres-bala/versos extendidos, dispuestos de manera horizontal: el verso es una flecha”. Los poemas que ofrece Dos soledades se organizan en un diseño libresco que Overol cultiva por primera vez. El corte de verso, en especial el de “La soledad del francotirador”, hace de este libro una especie de cuaderno en el que resuenan otras formas que aparecen y reaparecen a lo largo de sus páginas: por ejemplo, las dos portadillas y los marcos que el hablante apunta con frecuencia: “el edificio es panal, grilla, mosaico de ventanas, jaulas apiladas en una tienda de mascotas/ cuaderno cuadriculado, nichos del cementerio general o metropolitano/ la maldición del allegado, volver a vivir entre cuatro paredes/ hacinado dentro de sí, limitado a un movimiento en el tablero de ajedrez/ siluetas aparecen y desaparecen, se escabullen de viñeta en viñeta”. Los apretados cuadriláteros nos acercan a la experiencia de reclusión y retiro que habitan el francotirador y el copista. 

Aunque gran parte de los versos de “La soledad del copista” se estiran tanto como los de la “primera” soledad, lo cierto es que allí se respira un poco más de aire. El monje, encargado de la copia de los libros que un arcipreste manco no pudo hacer, se distrae de su labor escribiendo y dibujando en los márgenes de sus folios, como un miniaturista. La marginalia es el hábito de apuntar notas y comentarios al costado de un texto. Los menos puristas agregan que es también la práctica de hacer dibujos, como manículas y asteriscos. Profundamente enamorado de Bernadette, una mujer que con su belleza y santidad podría destronar a Beatriz del cielo, encuentra en los blancos espacios laterales un lugar para expresar su sentimiento y ofrendar su devoción. Como quien traza insistentemente el nombre de su ser amade en un cuaderno mientras la profesora da su clase, el copista alivia el tedio de su labor pero, sobre todo, invoca a su amada: “Beatitud hay en esa B que embellece la caligrafía de los santos”, reza un verso. Lo hace con el romanticismo dulce de un trovador provenzal, el deseo arrebatador de un goliardo, la vocación empecinada de un místico, incluso con la ferocidad de una criatura de bestiario: “Decoro las hojas con caracteres floridos,/ invento letras y palabras en tu nombre”, dice. Recluido en su celda, con los codos sobre su mesa de trabajo, el escriba siente libertad, se permite la fantasía, el juego, la poesía. 

Su soledad es relativa: sabe que su sentimiento es prohibido, alguien espía los dibujos que bosqueja en los lindes, “posturas del pecado, que decoro y tacho en la página”. Decía que en esta segunda parte del libro de Gastón los márgenes son algo más anchos que los de la primera. Es como si pudiéramos ver, con nuestros propios ojos, los costados vacíos del ejemplar a cuya escritura se entrega el copista, listos para ser llenados con las figuras y los caracteres que despuntarán de su pluma. Entonces, nosotres, les lectores, lo acompañamos en su ocio, intruseamos en su pasión como el francotirador husmea las vidas de los habitantes del edificio.

Permítanme una segunda indiscreción. Con Gastón compartimos signo zodiacal y también oficina. Su escritorio está junto al mío: el suyo da hacia una pared decorada con postales y fotos; el mío, hacia una ventana por la que se cuelan casas y condominios. Desde el pasillo se infiltran conversaciones y risas ajenas; desde el patio de la universidad canciones pegajosas. Pero allí adentro hablamos lo justo y necesario. Cada cual hace su trabajo en silencio, salvo por el tintineo de las teclas de los computadores. “Ambos encorvados (postura de arco)” estamos sumergidos en nuestra propia soledad.

Santiago, 26 de julio de 2023


Loreto Casanueva Reyes (Santiago, 1987). Es cofundadora del Centro de Estudios de Cosas Lindas e Inútiles (CECLI), colectivo chileno-mexicano dedicado al estudio de la cultura material, profesora de Literatura en la Universidad Finis Terrae y colaboradora permanente de la revista La Panera, donde escribe pequeños ensayos sobre objetos.
Gastón Carrasco Aguilar (Santiago, 1988). Escritor. Ha publicado Viewmaster (2011), El instante no es decisivo (2014), Monstruos marinos (2017), Luminarias (2020), Diario de Koro (2021) y Dos soledades (2023). También es co-autor del libro ¿Quién le teme a la poesía? (2019) y antologador de Cosas simples del poeta Joaquín Giannuzzi.

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