Las marcas de la escritura
Carolina Muñoz
Libros marcados de Antonia Torres Agüero
Libros marcados (Random House, 2023), la segunda novela de la poeta y narradora Antonia Torres Agüero, es una obra que recorre la historia de una hija y un padre. Sus gestos, su vida íntima, sus complicidades, la admiración, los desencuentros; los detalles y formas particulares de un vínculo y una familia. Pero no sólo eso. Es también un libro sobre la enfermedad y la muerte como una condición inequívoca e inexorable. Trata, además, sobre el lenguaje, las palabras, la poesía, los amigos y los poetas. Es también sobre la construcción de una voz, el encuentro con la memoria de infancia, la recolección de imágenes, la transcripción imperfecta de la belleza del mundo, los ciclos inclementes del tiempo y la fragilidad misteriosa de la vida.
Antonia cruza la novela de poemas, de postales que capturan no sólo las anécdotas de una historia familiar, ni de un conjunto de personas unidas en lo cotidiano, el oficio y la amistad, sino también, imágenes en donde imprime una marca identitaria de su propia condición de escritora forjada como poeta. Acá el género está deliberadamente transgredido por la intromisión natural del lenguaje de la poesía. Esta narración no se libra de eso. Está infectada.
Las manos de mi padre, sus dedos largos y hermosos. Las manos muertas de mi padre, sus raíces delgadas y duras. Las manos de mi padre sobre el catafalco vegetal de su pecho. Las manos de mi padre soplando las mías pequeñísimas, el calor de su aliento. (p.69)
Es también una novela que anticipa en sus primeras líneas el final de la historia.
El primero de nosotros en morir fue mi padre. Joven y mucho antes que todo el resto. (p.11)
Ya lo sabemos. El padre muere. El padre está enfermo y la enfermedad está instalada en el centro de la vida. Enfermedad y muerte. Unidas como partes de un mismo mecanismo del cual el padre se sabe llamado como a una vocación profunda, incluso esencial. La labor constitutiva de su destino.
La muerte allí es un hecho natural, no así la enfermedad. Hay ahí una clase de honra, de prestigio o posición, un cierto grado, como el de quien puede hablar por lo que los demás no somos capaces de ver. Todos vamos a morir, pero el camino de la enfermedad es sólo para algunos. Las enfermedades se padecen, se soportan, se resisten, se toleran y se llevan encima. La enfermedad mora en el padre. Ha hecho de él una habitación. El padre sabe dónde se dirige. Sólo que no sabe cuándo llegará.
El hombre de esta historia es padre, está enfermo y pareciera que, sobre todo, es poeta. ¿Es ésta otra condición que se padece? La literatura es parte del padre, y la poesía, la forma de ensayar su propia muerte. Es por la escritura que logra anticiparse a ella, sentir quizás, que se le adelanta y le saca ventaja. Ajusta, precisa, tantea lo eterno. Enfermedad y poesía son un mismo camino. El mundo es pasajero, la muerte es permanente. Y es en el espacio de la muerte en donde los poetas persiguen la eternidad.
Muerte y poesía se entrelazan.
La hoja es amarilla y su brillo me recuerda el otoño que comenzará a anunciarse en algunas semanas más. Ese tiempo es aún lejano, pero la hoja amarilla y brillante bailando al compás del viento en medio de ese escenario oscuro se encarga de recordármelo. (p.33)
Los signos de la muerte nos rodean. Siempre amenazados por la muerte. Siempre amenazados por el fin de las cosas. Amenazados por el deterioro y la corrupción de los cuerpos. La decadencia, su bello y temible esplendor, la ilusión de que la oscuridad tardará en llegar.
La muerte, como he dicho, es el lugar de los poetas. Porque la muerte, como la escritura, permiten la distancia necesaria para hacer de lo trivial, algo trascendente.
Libros marcados es la novela sobre una hija y un padre, y las marcas que éste inscribe en ella. Una hija que se construye en el recuerdo de su padre, en las imágenes que logra retener, en los encuentros con la figura de un hombre que se revela como un otro, el poeta. Y desde allí, en los versos en los cuales ella se reconoce.
En el esfuerzo de recordar, descubre en el poema el intersticio por donde se vislumbra como objeto, tema, texto. El accidente, hito y metáfora, del encuentro con la poesía como forma de experiencia, otra forma de vida, y también, de recuerdo. Como si en el texto existiera otra memoria, entreverada, despojada de lo propio, de muchos, de otros. Evento paralelo, fuera del tiempo, para ser leído y así vuelto a vivir. En las palabras de ese texto descubre al padre en su otro, el poeta, y a sí misma, como poema. Este momento señala un punto de inflexión, el del desdoblamiento del hombre padre y el hombre autor.
Hay una cierta ansiedad, una forma de constancia del oficio, esa, la otra cara del padre, la del poeta, por capturar los detalles del mundo que se esfuman y se dispersan. Retener esas escenas, aquellos pequeños actos, naturales y fugaces; una cierta postura, la luz de una tarde, el gesto de un rostro, los dichos espontáneos e inocentes de un niño ante una pregunta.
En la oficina taller, la hija habla mientras el poeta registra su voz en una grabadora. Voz eternizada. Voz que le insinúa la posibilidad de un otro lado y el encuentro consigo como un ajeno, reconocible y a la vez extraña. Indicios de un advenimiento.
Entreví aquella figura que habla dentro de un relato, ajeno a la realidad y sin embargo tan involucrado en ella. Fue mi primer encuentro con mi propia voz. Extraña a veces, reconocible otras. No era mi padre transmitiéndome una experiencia desde su proverbial sabiduría. Era yo, una niña pequeña, comunicándole la mía. Mi primer tanteo como escritora. (p. 18)
No estamos sólo frente a la historia de un padre y una hija. Ésta es también la historia de dos escritores. Y de una madre. De una familia alrededor de la literatura y rodeada por ella. Y de otra familia, la poesía. De muchos hombres y muchos nombres. Y de los juicios y rivalidades entre ellos.
“Para mí los poetas debieran ser sujetos espirituales, despreocupados e indiferentes a esas cosas tan mundanas como el cuerpo y sus apetitos” (p. 32), dice la madre, quien admira la poesía, pero desconfía de los poetas. Prefiere la de los muertos y, especialmente, la de los muertos hace siglos. Porque en la muerte –siempre volvemos a la muerte– es donde los poetas encuentran la virtud. La escritura empinada al nivel de la excelencia, pensamiento que se piensa a sí mismo, despojada de sus lastres materiales y elevada al lugar donde la corrupción no puede alcanzarla, donde permanecerá consagrada a lo espiritual. La madre es quien establece el estándar de la poesía. O de los poetas, quienes antes necesitan “padecer el mundo”, atravesar la enfermedad, hundirse en la vida y, sobre todo, saber que hay un único posible final.
El primero de nosotros en morir fue mi padre. Eso ya lo dije, pero es importante. Sobre todo porque él mismo hablaba mucho de la muerte. Tuve una educación enfática y privilegiada en este sentido. (p. 23)
Porque la educación de la muerte es también la educación de la poesía. Y la hija debe saberlo si quiere pertenecer a la orden de los poetas. De los enfermos. De los muertos. Esos que hablan con la distancia que permite observar lo que otros no ven y nombrar el mundo como quien acerca una lámpara en la oscuridad.
Lo que el padre no le ha dicho, es que la poesía, es una sociedad de hombres.
La escritura no pasa sólo por levantar una voz. Debe de construir una figura. Aparecer. Hacerse cuerpo. Darle a esa voz un lugar terrenal, mundano, profano incluso, porque es así al parecer, como los poetas se comportan. No hay mujeres en el mundo de poetas. “El lugar de la poesía y su celebración les pertenece sólo a ellos” (p. 116).
Y la hija, que disputa un espacio en el mundo del padre y de los hombres, tendrá que establecer otras alianzas y ser incorpórea, invisible incluso, para transitar y ocupar un sitio en ese lugar. Cambiar de condición, naturaleza incluso. Demarcar sus propios lugares y distancias.
Ser la hija de un poeta que es también padre. Dos hombres en una figura que se desdobla y se separa, que se funde. En la imagen de un accidente en bicicleta, en los dedos adoloridos de la niña, en la torpeza para sanar, las manos tan parecidas. Las manos con que escribe los versos en donde transforma a la hija en poema. Ese encuentro de las manos, de alguna forma casi una bendición. Los dedos largos, hermosos, que tratan de cobijar las manitos heridas, conteniéndolas como en una vasija. Vasija que reaparece una tarde años después en el patio de la casa en donde la niña ha cavado con empeño, pero sin motivo, varios hoyos, y en donde encuentra unos restos de cerámica que interpreta como tesoros. La vasija que antes guardaba sus manos heridas. La vasija formada por esos dedos largos de escritor, los mismos que en la oficina taller tipean sobre una máquina Olivetti Lettera en donde escribe sus poemas. Los mismos dedos que han ungido los de su propia hija conteniéndolos, bendiciéndolos, entre los suyos. No es menor el hallazgo. Pero el padre se enfurece. La toma brusco, la lleva dentro de la casa y le quita la posibilidad de encontrar algo, que intuye, se guarda en lo profundo. Son un padre y una hija, pero también son dos escritores disputando el espacio de la poesía.
El tesoro enterrado o el mundo subterráneo que no pude hallar esa tarde en el patio trasero de mi casa y que sigue escondido allí hasta que me atreva a cavar nuevamente. (p. 129)
Algo se ha descubierto. La escritura es un proceso hacia lo hondo, hacia adentro, bajo tierra.
Más adelante la imagen de unos hombres cavando una fosa frente a su casa –la muerte, otra vez la muerte cercando– insiste en recordarnos que adentrarse en la propia escritura es dejarse caer al vacío insondable y temible de lo profundo. Caminar al borde del socavamiento personal sin contrapeso que evite perder la estabilidad, el control. Una fosa, como una tumba.
Tengo la sensación de que perderé el equilibrio. De que la calle, la vereda y hasta mi casa completa se desmoronarán de pronto como una repisa demasiado cargada de libros que se viene abajo sin aviso y con un estruendo suave, dramático. Tengo la clara idea del socavamiento. El propio y el del terreno que piso. (p. 120-121)
Pistas, huellas, signos y señales. Se pierde el piso, se desmorona la casa y es necesario escribir, trazar márgenes nuevos para definir, para nombrar. Algo propio se viene abajo. Es aquí donde aparecen las palabras como herramientas para volver a dibujar las fronteras de la experiencia, para reconstruir desde ese lugar, tan similar a la vida, pero distinta a ella, otra.
Se vuelve al punto de origen, a las primeras palabras. Padre. Madre. Dos columnas sobre las que se sostiene el mundo personal. Dos palabras desde las cuales se comprende que el lenguaje no se acaba en su función denotativa. ¿Qué es lo que hay en ese inventario de conceptos e imágenes? ¿Qué intentan definir, fijar, limitar? ¿Qué nuevos márgenes establecen? Se define al padre y a la madre, pero en realidad se define un idioma, que es también una casa, una pertenencia. Esas definiciones son, para la poeta, los trazados nuevos que establecen el espacio de lo habitable, de la experiencia. Las señas desde donde interpretar el mundo, el que debe ser nombrado, una y otra vez, tanteando la distancia que hay entre la palabra y la cosa. Las palabras que atraviesan los nombres, los trascienden, se emancipan de su función y significado, multiplicándolo. En ese ejercicio la poesía es la experiencia, con sus bordes y terrenos. El lugar desde donde observar la vida, comprender que bajo el lenguaje hay siempre un misterio, significados paralelos, ocultos y muchas veces sin respuesta. Somos una serie de palabras ordenadas en columnas sobre las que construimos aquello de lo que estamos hechos: eventos simultáneos, contradictorios, traslapados, desacompasados, que eventualmente, compartimos.
Escribo las palabras padre y madre. En la columna de la izquierda escribo padre. En la derecha madre. Bajo padre anoto: escritura, muerte, religión. Bajo madre: naturaleza, viajes, religión. Sigo. A la izquierda: manos hermosas, piel oscura, invierno, otoño. A la derecha: manos grandes, ojos claros, verano, otoño. Me detengo, mordisqueo el lápiz, pienso un momento y luego sigo. (p. 22)
Las palabras escondidas guardan un acertijo. Guardan un yo que existe sólo en ellas, descorporeizado a través del misterio de su enigma. Siempre algo calla la palabra. A pesar de la insistencia por capturar ilusoriamente las visiones, las más bellas imágenes, algo no termina de definirse. La palabra se escapa más allá. Porque la escritura no deja de ser un intento por comprender aquello que no tiene respuesta, lo inconcluso, lo indescifrable. La tentativa por descubrir lo que ha pasado inadvertido. Aquello escondido en el lenguaje irrumpe en el mundo consciente y controlado con nuevas significaciones. Otras marcas y símbolos que subvierten el orden que creemos conocer. “Es muy tarde por la noche y todos duermen en la casa. Todos duermen menos mi padre y yo.” (p. 70).
Esta es la historia de un padre y una hija y es también la historia de la escritura y las marcas que hay en ellos. Un padre y una hija señalados por el padecimiento, la enfermedad y la noche. Susan Sontag, en su ensayo La enfermedad y sus metáforas, dice: “La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”. La enfermedad, el lado nocturno de la vida, el lado también, más próximo a ese mundo muerto que se levanta de pronto y habla. El lado oscuro en donde las palabras llevan luz. Esa oscuridad que el poeta atraviesa a tientas, pero con una lámpara en sus manos, observando las figuras trastocadas, deformaciones terribles y hermosas, irreales pero ciertas, imágenes que la luz proyecta sobre la noche cuando roza el mundo en tinieblas.
La enfermedad y la escritura comparten esa inclinación por la noche. Les asienta. Quizás porque es otra forma de ensayar la muerte.
Y así como la enfermedad no tiene un momento preciso de inicio, tampoco la escritura lo posee. Ambas, antes de que se declaren, se intuyen como sensaciones vagas. Estampas fugaces que desconciertan e inquietan. Inasibles y difíciles de explicar.
No sé cuándo escribí mi primer poema. No consigo recordarlo con precisión. Recuerdo, eso sí, muchas ocasiones en que pensé que eso que estaba viviendo justo allí y en ese momento preciso debía quedar consignado en un poema. (p. 94)
Tarde o temprano se instalará la enfermedad o la escritura, y ya no será posible evitar verla, sentirla, padecerla. Tarde o temprano estamos obligados a identificarnos como ciudadanos de ese otro lugar. El lugar de la noche y de la revelación.
La enfermedad y la escritura están salpicadas de marcas, huellas que transgreden y turban la vida. Ambas conviven con fluidos, incontinencias, manchas de una u otra materia, que desbordan la superficie aparente de orden por el que se mueve el mundo en un precario equilibrio. La enfermedad y la escritura son también el socavamiento de esa superficie y el develamiento de la oscura profundidad que amenaza hundirnos.
Si la escritura y la enfermedad no tienen un principio, con claridad tienen un final. Este libro es sobre ese final.
Villarrica, agosto 2023
Carolina Muñoz Hinrichsen (Concepción, 1976). Licenciada en Artes Visuales (PUC), postítulo en Gestión y Administración en Artes Visuales (U. de Chile) y diplomada en Fomento a la Lectura y la LIJ (PUC- Fund. La Fuente). Ha obtenido en dos oportunidades la Beca de Creación del Fondo del Libro y la Lectura en la modalidad de Poesía. Dirige talleres de escritura y creación. Actualmente se encuentra implementando un programa financiado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, a través del Fondo de Fomento a la Lectura y Escritura en dos escuelas de la comuna de Villarrica.
Antonia Torre Agüero (Valdivia, 1975). Escritora, periodista (UACh), Magíster en Literatura Hispanoamericana Contemporánea (UACh) y Dra. en Filología Románica (Dr. der Phil) por la Heinrich-Heine-Universität de Düsseldorf. Hoy académica en la Universidad Austral de Chile. Es autora de los libros de poesía Las estaciones Aéreas (Barba de Palo, 1999), Orillas de tránsito (Sec. Reg. Min. Educación, 2003), Inventario de equipaje (Cuarto Propio, 2006), Umzug (Cuarto Propio, 2012), la traducción al alemán de este último, Mudanza/Umzug (Trad. K. Viseneber, Düsseldorf University Press, 2015) la antología de su obra, Las secretas costumbres (Aparte, 2020) y Los detalles del mundo (Aparte, 2022). También ha publicado las novelas Las vocales del verano (2017) y Libros Marcados (2023), ambas bajo el sello Penguin Random House; y cuentos en las antologías No te pertenece. Cuentos contra la violencia de género (Garceta, 2020) y Frontera norte. Antología de narrativa chilena y mexicana (Cinosargo, 2020).


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