Las chicas de Sibila

Federica Ruberto


Thank you for flying with Strange Airlines
I will be your tour guide today
Lorde, “Secrets from a Girl (Who’s Seen it All)”

Vimos a Sibila la primera semana de clases, pero no fue hasta un tiempo después que realmente la conocimos. Entró al salón como quien entra a un lugar que no le pertenece, una sirena dentro de una oficina. Había llegado tarde y su desenfado angelical hizo que tanto Sofi como yo nos quedáramos hechizadas. Una rebelde vestida en tono rosa pastel con un pelo lacio durazno que caía como cascada, decorado por dos hebillas de Hello Kitty, un top y una pollera plisada diminuta, un estilo sugerente pero lo bastante aniñado como para pasar por las puertas del colegio. Su piel pálida, que por alguna razón no se había quemado bajo el sol de febrero, absorbía las miradas de todos los varones.

La profe la mandó a sentarse al fondo, como si presumir su aura fuera delito. Caminó como hada ofendida, pero apareció una sonrisa de paletas separadas cuando vio mis ojos y fue como si hubiésemos esperado ese momento toda la vida. Me encanta ese piercing Medusa, le dijo Sibila a Sofi. Ella se tocó el piercing que brillaba arriba de sus labios y sonrió con vergüenza. Creo que solo a vos te encanta, dijo. Las tres nos reímos. ¿Acaso fue ahí que nos encandiló con su poder divino? Su voz tenía una cadencia críptica afrancesada que barnizaba toda su presencia, era imposible adivinar de qué tierra lejana provenía. Sibila era un misterio. Ese primer día hablamos de las distintas tribus del colegio y la disuadimos para que se quedara en la nuestra, pero ahora me doy cuenta de que era tarde, ella ya nos había elegido. 

Desde ese primer día no nos separamos, decíamos que éramos como los chicles de los bancos viejos de la escuela: pegadas y eternas. Había un antes y después de Sibila en nuestras vidas, como si nos hubiese señalado la posibilidad de ser más auténticas, más salvajes. Íbamos al centro del pueblo a robar maquillaje chino y nos coloreábamos como muñecas mapaches. La dependienta era una flaquita que siempre estaba mirando Instagram. Salíamos con los rubores, los labiales y las máscaras de pestañas encanutados y después repartíamos todo en una mesa blanca de plástico, mientras chupábamos palitos de agua de naranja o limón en la heladería del novio de Sofi.

Nos tomábamos la plaza con nuestros cuerpos transpirados y decorados de ronchas de mosquitos. Nos rascábamos tanto las piernas que salía sangre y Sibila decía que las tres teníamos el mismo color, que éramos hermanas de sangre. Comíamos manzanas acarameladas y pochoclos pintados de rosa chicle que nos regalaba el viejo sin dientes que los vendía. Los hombres que pasaban en auto bajaban la ventanilla para gritarnos guarangadas y nosotras nos reíamos, hacíamos un espectáculo sin cobrar entradas. Nuestros vestidos robados en la feria americana flameaban mientras intentaban seguir nuestro ritmo. Armábamos porros con lillos de ciruela y nos embriagábamos con muestras de perfumes importados de la farmacia del pueblo. Era nuestra rutina. Nos excitaba el desorden de nuestras vidas. Nos hamacábamos con furia, nos tirábamos del tobogán como si fuésemos nenas y los padres de todo el pueblo sabían a qué hora no tenían que llevar a sus hijos a la plaza. Nada se volvía cansador porque las repeticiones eran la gracia de nuestra amistad, como una forma de mantenernos vivas.

Sibila tenía tres tatuajes, uno de Luna, el gatito de Sailor Moon, otro de un ángel diabólico, como le decía ella, y mi preferido, la carta del tarot de la sacerdotisa. Decía que ese era el que tenía más significado y que los otros dos eran pura estética. Le pregunté por qué y dijo que se sentía identificada. Como siempre, no la entendí. ¿No sabés lo que de verdad hacen las sacerdotisas no?, dijo Sibila poniendo mayúsculas en la palabra verdad con su boca. ¿Qué hacen?, le pregunté. Sacrificios, respondió riéndose. Hablar con Sibila era aprender un lenguaje nuevo. 

Un día en la plaza llamó a Sofi, que se venía acercando con tres algodones rosas de azúcar. Cuando escuchó su nombre aceleró y corrió como si fuese un perro al que llama su dueño. Les tengo que contar algo, pero no le digan a nadie porque van a pensar que estoy loca, dijo Sibila. Al principio entendimos mal, por ansiosas, y pensamos que dijo alucinaciones, pero no, eran predicciones. Son sentimientos fuertes sobre el futuro, siempre ideas terribles, dijo. Con Sofi nos miramos de reojo, pero tratamos de no reírnos. Invité a las chicas a dormir a casa para que Sibila nos contara todo mejor.

La verdad es que siempre fui así, no conozco otra forma de pensar, empezó Sibila. Siguió con anécdotas oscuras, que salían de su boca pintada con un ritmo melancólico, como el de un blues. Cuando tenía seis años tiré las mangas del tapado de mi vieja, gritando para que preste atención. Mi mamá no reaccionó y a los cinco minutos mi primo de cuatro años se había abierto la cabeza con el filo de un escalón. Al principio me sentía muy culpable, después me di cuenta de que son cosas que no puedo controlar, admitió. En la noche de mis quince, decidí no festejarlos, me quedé en la cama con las frazadas hasta la nuca aunque mi vieja me insistía, yo sabía que esa misma noche iba a morir mi abuela. No podía hacer nada, su cáncer avanzado y mis predicciones iban por la misma senda. Mi última predicción fue antes de conocerlas, sentí mi vieja iba a perder al bebé que esperaba, pero no le dije nada porque no quería romperle la ilusión. Aparte soy hija única, seguro me iba a decir que estaba enferma de celos o algo así, dijo.

Así empezó nuestro ritual de invierno que afianzó nuestra amistad. El aroma a hierba quemada en mi cama de dos plazas, donde dormíamos las tres después de ver películas malas. Como unas Chicas Superpoderosas pubertas, matábamos el frío haciendo cucharita con las manos entrelazadas y las frazadas hasta las nucas, enrolladas como bichas bolitas sietemesinas, como si estuviésemos hibernando en grandes cuevas de predicciones.

Una de esas noches Sibila dijo que su última predicción se trataba de nosotras. No quiso decirnos qué implicaba, pero estaba segura de que podía evitarlo si no nos separábamos. Sofi insistía en ir a un festival de música under que se hacía en un bar cerca de la misma plaza que pisábamos en otoño. Recuerdo esa tensión. Sibila decía que hacía frío, que nos quedáramos viendo películas, acovachadas en nuestro nido, mientras Sofi decía que fuéramos las tres, que no podíamos perdernos las bandas por estar cagadas de miedo. Al final, Sofi ganó y decidimos ir. 

Durante el festival, Sofi salió del pogo para encontrarse de nuevo con nosotras, empujando, puteando y haciendo fuerza con sus brazos cortos. Estaba toda transpirada en medio de esa pileta humana. Se paró al lado de Sibila y apoyó una mano en su hombro, mientras resoplaba como si hubiese corrido una maratón. Nos reímos y acompañamos a Sofi a refrescarse al baño, ahora tocaba otra banda que a Sofi no le importaba, así que el festival había terminado para las tres. Una calcomanía de Frida Kahlo pegada en el espejo nos contemplaba juzgándonos, como si nuestras cejas no estuviesen lo suficiente tupidas y nuestras caras aún destilaran algo angelical, a pesar de todos nuestros esfuerzos. Sofi preguntó cien veces si estaba linda y le respondimos mil veces que sí. Su nuevo ex, el de la heladería, estaba ahí y ella quería que viera lo que se perdió.

Cuando salimos del baño, un grupo de hombres nos rodeó y nos invitó a sentarnos, como si nos hubiesen estado esperando. Ya era tarde, pero aceptamos. Sibila revoleó los ojos por todos lados primero y luego la convencimos de quedarnos. Nos sentamos con ellos como si fuésemos familia. Eran siete. Las edades variaban, no me acuerdo si las dijeron en algún momento. Tenían esas miradas perdidas, las que tienen los hombres tristes, resignados a ser serviles al capitalismo y destinados a vagar por bares de mierda. Uno tenía un brillo distinto en las pupilas y parecía ver lo que los demás ignoraban, como si su mente subrayara todo aquello que al resto se le pasaba por alto. Sofi seguía haciéndose la linda para que la vea el heladero que estaba en la otra esquina. Yo me reía de los chistes malos de los hombres mientras trataba que el humo del cigarrillo saliera en círculos de mi boca pintada y Sibila miraba un punto fijo como si estuviese meditando a través de sus pestañas blondas y sus ojos oscuros, fondos de galaxias que se saturaban con las luces neón. El hombre del brillo en el ojo, que no había hecho más que observarnos sin decir una palabra, ni un chiste malo, ni un piropo, se ató su media melena de puntas abiertas, se aclaró la garganta gruesa de nuez de Adán y me dijo: El color de tus labios parece sangre. ¿Sangre?, dijo uno de los otros hombres. Me reí como si hubiese sido un chiste o un cumplido, o las dos cosas juntas. Sibila nos clavó los dedos en los brazos a las dos y nos dijo que la acompañáramos al baño. Nos vamos, nos susurró.

Aprovechamos para escaparnos cuando salimos del baño. Los hombres estaban distraídos pidiendo más cervezas en la barra. Ya sé cómo te diste cuenta, dijo Sofi, nadie piensa en sangre cuando ve labios rojos, ¿o sí, Sibila?



Federica Ruberto (Buenos Aires, 1998). Estudia Lengua y Literatura y es docente. Fue becada por el Fondo Nacional de las Artes e hizo talleres de escritura en la Escuela de Escritura de Santiago Llach. Actualmente está escribiendo una antología de cuentos y una novela. Es mamá de dos gatas, Sofía y Lana. Sí, por Lana Del Rey.

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