Literatura chilena para el siglo XXI
Andrés Montero
No sé ustedes, compañerxs escritorxs, pero yo me terminé por sentir interpelado por los textos sobre la crítica en el campo literario chileno que han aparecido estas semanas. Me parece que hay una invitación a tomar posiciones que permitan un diálogo. A conversar. Ni más ni menos. Claro que salir al ruedo nunca es lo más cómodo para un autor de ficciones. La cosa se parece al momento del stand up en que el comediante le pregunta a algún desafortunado: “¿y usted, amigo, a qué se dedica?” Es incómodo, pero el público fue a eso, a ver qué pasa. Y suele terminar siendo la mejor parte del espectáculo.
Lo que pasa es lxs autorxs nos sentimos cómodos en nuestros propios proyectos, donde ponemos las reglas. Escribimos de a poco, lenteja pero segureque, y cuando publicamos un libro confiamos en que no se aleja demasiado de lo que queríamos escribir. Lo hemos masticado y podemos defenderlo. Tal vez todos los escritores somos pésimos escritores, solo que el tiempo que destinamos a la tarea maquilla, a veces, la verdad. Por eso es incómodo salir a tomar posición en el campo de batalla.
Pero Literatura + Comodidad = Nada.
Así que me obligo a imaginar que alguien me pregunta, sorpresivamente: “¿Y usted, amigo, por qué escribe eso que escribe? Así me obligo a incomodarme y a tratar de responder esa pregunta, compartiendo lo que he visto y veo en la literatura chilena del siglo XXI, aunque sean puras intuiciones que no me resultan fáciles de ordenar, porque sé que me falta lectura, rigor y una que otra cita iluminadora. Mi acercamiento a este mundo ha sido primero como lector (como todos, supongo) así que quisiera contar lo que he visto en los libros chilenos que se han publicado en los últimos años, y cómo esa visión del campo de juego me obligó a pensar en el lugar que podía ocupar como escritor dentro de un movimiento que, me parecía –y me parece–, estaba diciendo muchas cosas importantes.
Empecé a leer a autorxs chilenxs hace poco más de una década. Yo quería escribir y publicar, pero no tenía claro sobre qué quería escribir, ni cómo se hacía para, eventualmente, publicar. Entonces se me ocurrió que podía fijarme en lxs escritorxs chilenxs jóvenes, para copiarles descaradamente el modo y la estrategia. Mal que mal, ya habían publicado. Quería ver de qué estaban hechos sus libros y por qué les habían interesado a esas editoriales de nombres pintorescos: Chancacazo, La Calabaza del Diablo, Das Kapital. Hablo de 2010, 2011, cuando se creaba la Furia del Libro y muchos sentimos que se abría un espacio para otras voces (sentimiento que sin duda los años confirmaron).
Leí esos libros y me gustaron, aunque a veces sentía que algo se me iba, que no acababa de entenderlos. Pero en general me gustaban, me sentía extrañamente atraído por esas frases cortas, por esa escasez de telling y exceso de showing, aunque por entonces no pudiera definirlo así. Iba a ferias, a lanzamientos y mesas. Escuchaba y trataba de pillarle la onda al asunto. Era (soy) un lector lenteja, pegado, enrollado, pero intentaba leer lo más posible. Me pasaba metido en la Biblioteca de Santiago, donde tenía acceso a una parte importante de esos libros que iban saliendo año a año, y que configuraban un corpus, mi corpus.
Lo interesante fue que, después de acumular un buen puñado de lecturas, empecé a vislumbrar que esos libros chilenos estaban conectados. Fue toda una revelación. Distinguí dos corrientes más o menos marcadas: una literatura de la memoria o la intimidad, y una literatura punk o rebelde. Con esos nombres me las explicaba yo. En la primera encontraba a autores que se iban consagrando: Zambra, Nona Fernández, Alia Trabucco; en la segunda a autores más jóvenes que hablaban de un descontento social permanente. Los de la memoria hablaban de la dictadura o de la infancia o de las dos cosas, y sus escenas eran familiares, caseras, le daban mucha importancia a los recuerdos. Los punk salían (al menos en sus libros) a la calle, pateaban piedras, se quejaban: ahí encontré a Daniel Hidalgo, a Constanza Gutiérrez, a Cristóbal Gaete. Otros estaban en un lugar medio fronterizo, como Bisama o Bruno Lloret, eran un poco intimistas y un poco punketas. Parecía que la literatura de la memoria hablaba desde el diván y que la rebelde lo hacía desde un bar de mala muerte. Los primeros buscaban formas de exorcizar el trauma de haber crecido en dictadura, los segundos eran víctimas del capitalismo heredado de la dictadura y se rebelaban contra eso. Eso creía entender. No tenía mucha gente con la que discutirlo, pero estaba emocionado de distinguir algo que flotaba sobre esos libros, porque, aunque fuera una idea errada, era mía. Fue la primera vez que sentí que la literatura, entendida como una suma de libros y no en su individualidad, me decía algo. Y me parecía que estaban en sintonía con los movimientos estudiantiles, con una generación que quería despertar.
Pero yo todavía quería ser escritor, así que en algún momento me pregunté: ¿y dónde me ubico en esta orquesta? ¿Memorioso o rebelde? Sin redes literarias, la única forma que tenía de conocer el campo del que quería ser parte era a través de los textos que se estaban produciendo, por lo que parecía lógico elegir un camino en la literatura que ya se estaba haciendo. Y lo habría hecho, seguro que sí, pero pronto me di cuenta de que no lograría escribir algo sobre la intimidad de la memoria o la rebeldía del desencanto sin terminar produciendo un texto deshonesto. Es evidente que había otras opciones, porque también se escribían libros de otro tipo, pero yo no veía que estos se conectaran. No me daban la idea de un movimiento, y lo que a mí me parecía interesante era la posibilidad de integrar una mirada a las corrientes que sí podía distinguir. ¿Pero de qué iba a hablar?
Me fui un poco más atrás, a releer a algunos autores chilenos que había conocido en el colegio o en la vieja biblioteca familiar. Algunos consagrados, como Rojas, Brunet o Donoso, pero también una gama de criollistas un poco anteriores a ellos que contaban esas historias de bandidos que siempre me habían fascinado. El problema era que, si entendía algo de la crítica a la que podía acceder en diarios, encuentros y revistas, el criollismo no era buena literatura. Pucha. A mí me gustaban esos cuentos de forajidos del campo. Sobre todo, sentía que leer la literatura de antes y la de mucho antes me permitía pensar en la posibilidad de una tercera corriente en la que sí sentía que tenía algo que decir, y que di en llamar, siempre para mis adentros, literatura de raíz.
Claro, porque la literatura de la memoria se dedicaba a retratar un pasado reciente y traumático, o quizá sobre todo un presente medio estático por culpa del trauma no superado de la dictadura; mientras que la literatura punk hacía eco de ese trauma pero sin mencionarlo directamente: se detenía más en los problemas actuales derivados del neoliberalismo (pienso, por ejemplo, en un cuento de Daniel Hidalgo, “Silencio, hospital”, donde un hombre espera que atiendan a su mamá en el SAPU y después de varias horas se desespera y saca una tuna para exigir la atención), y sus personajes siempre estaban medio perdidos, o borrachos, o violentos, o depresivos. La literatura de la memoria pensaba el trauma, la literatura punk retrataba a la sociedad traumada. Lo que yo, como lector y aspirante a escritor, echaba de menos, era que se sumaran a ese movimiento libros que se preguntaran quiénes éramos antes del trauma, o qué podíamos llegar a ser si lo superábamos, o qué podíamos hacer para superarlo. Encontré ecos de respuesta en esos autores que, hace medio siglo y hace un siglo entero, intentaban entender qué cosa éramos los chilenos (con visiones parciales, sesgadas, casi siempre burguesas, lo que no quitaba, en mi opinión, que el impulso inicial era ese: entender de dónde veníamos, qué cosa éramos). Y entonces elegí un lugar: la literatura de raíz (aunque ahora prefiero llamarla “enraizada”, que suena menos folklórico).
Por eso, supongo, la crítica ha visto que mi literatura se ancla en una tradición algo olvidada: porque es exactamente así. Lo que creo que han visto menos (no tienen por qué saberlo, en verdad) es que ese anclaje nace de una decisión de aportar algo distinto. Parece nostalgia porque vuelve hacia un pasado premoderno, pero yo defiendo que es pura mirada de futuro. Como decía mi entrenador de fútbol: retroceder para avanzar. Además, hay que decir que cuando se saca una raíz de la tierra sale de todo: nutrientes, maleza, bichos, partes podridas, raíces firmes. La nostalgia tiene su lugar, sí, pero trae consigo todo lo demás, que queda expuesto al sol y a la lluvia, a vista y paciencia del caminante. Bien lo ha entendido Cristián Geisse, que se mueve entre la literatura punk y la de raíz, o Cynthia Rismky, que se pasea libremente por las tres, y otros autores y autoras entre los que se me ocurre ubicar (con toda laxitud, por favor, que esto no entra en el examen) a Galo Ghigliotto, a Isabel M. Bustos, a Roberto Castillo o a Simón Soto.
En una entrevista posestallido, la crítica Patricia Espinosa dijo que en la literatura chilena reciente ya estaba todo lo que pasó en las calles en 2019. Si ahondo un poco en este juicio, veo que las tres corrientes que he intentado distinguir estaban, efectivamente, prefigurando el estallido social y el (a la postre fallido) intento de reconstruir la sociedad chilena. La literatura punk hablaba del descontento ocupando fundamentalmente la calle como ambiente de sus historias; la literatura de la memoria explicaba las causas políticas, históricas y sociales de ese malestar desde un lugar íntimo; y la literatura de raíz empezaba a encontrar su lugar en la búsqueda de caminos para una reconstrucción social basada en una identidad que fuera más allá del capitalismo posdictadura, poniendo atención a lo simbólico.
Las tres corrientes juntas, hablando de la sociedad chilena del pasado, presente y futuro, prefigurando, denunciando, retratando y hasta proponiendo.
Supongo que lo que quiero decir con todo esto es que para mí la literatura chilena del siglo XXI no ha sido irrelevante ni frívola, aun cuando haya libros irrelevantes y frívolos. La suma de todo lo que se ha venido escribiendo en el siglo XXI sí ha querido decir algo, sí le ha tomado el pulso a la sociedad, sí ha puesto en palabras sentimientos colectivos difíciles de abordar de libro en libro, pero que logran asomar cuando hay una mirada crítica sobre el corpus extendido. Por eso recojo el guante, porque es cierto que no hay demasiado intercambio, que falta crítica y tantísimos espacios de discusión y debate. Pienso que si en este panorama a ratos desolador, la literatura chilena del siglo XXI ha logrado de todas formas ser espejo y bolita de cristal, si ha sido diván, taberna y pala, solo queda imaginar qué gran movimiento podría crearse con más voluntad de leerse entre escritorxs de una generación, de encontrarse, de hacer que salten chispas de los textos, de debatir.
Pensar la literatura como una carrera personal me aburre profundamente. Preferiría ser parte de un colectivo, de un movimiento. A veces me creo el cuento de que ese movimiento existe. A veces pienso que no, que vamos cada uno por su lado. Lo cierto es que pocas cosas me interesan tanto como escuchar a escritorxs hablar sobre su propio posicionamiento en el campo literario, oír y entender por qué escriben lo que escriben. Escucharlos hace que mi propia literatura dude, se afirme, se tambalee, se renueve, incorpore. Imagino que a otros les pasará lo mismo. Es la piedra en el estanque de la que hablaba Gianni Rodari, la que activa las ideas.
Todo movimiento literario interesante y renovador ha tenido lugares importantes, acaso emblemáticos, de encuentro y debate. Pienso que lxs escritorxs tenemos que buscar los nuestros, porque lo que se viene en la tercera década del siglo XXI no va a ser lo mismo que lo que hubo hacia atrás y depende de nosotrxs estar a la altura del conflicto. Ya se están prefigurando nuevas corrientes que vienen a dar vuelta el tablero, ligadas al desastre medioambiental, al desencanto político, a la desazón posestallido; vendrá una corriente que escriba en conjunto con la IA y otra que se le oponga con fuerza; probablemente la literatura de la memoria vaya quedando lentamente atrás, en la medida en que las generaciones crecen y esos temas comienzan a tomar tintes más históricos y menos personales, y entonces la intimidad va a pasar, sospecho, a retratar los dramas ligados a la salud mental, que será el trauma que interpele directamente a las nuevas generaciones. Puede que me equivoque mucho, pero da lo mismo. Lo importante es que se va a configurar algo nuevo; que en realidad ya se está configurando algo nuevo desde, digamos, octubre de 2019, y la suma de los libros que han ido apareciendo empiezan a dar cuenta de ello. No es casual que Zambra se termine de consagrar con una novela (Poeta chileno) en la que se aparta de la literatura de la memoria y se mete en la literatura enraizada, o que Alia Trabucco publique una novela como Limpia, en la que el estallido ya aparece visto con una pequeña perspectiva de tiempo, o que en las novelas actuales la ciencia y el futuro empiecen a ocupar un lugar más importante que la historia y el pasado, que fueron los temas de los libros que dominaron las grandes ventas durante la segunda década del siglo XXI.
¿Para qué elegir el silencio si hay tanto que hablar? Qué gran diferencia haríamos si fuéramos más conscientes de lo que se va publicando, si no permitiéramos que los libros caigan en saco roto, que los discutamos para ver qué están diciendo, para hacer movimiento; siempre será imposible leerlo todo, pero podríamos ayudarnos, iluminar, defender, proponer.
Creo que la literatura chilena tiene la potencia y vitalidad latente para generar algo que remueva a la sociedad, para acompañar los tiempos, para articular el tejido social. No le pido menos a las palabras ni a quienes trabajan con las palabras. Propongo una tercera década del XXI atenta, reflexiva y crítica. Propongo que hagamos movimiento.
¿Y usted, amigx, por qué escribe eso que escribe?
Andrés Montero (Santiago, 1990). Escritor y narrador oral, integrante de la Compañía La Matrioska. Ha publicado las novelas Tony Ninguno y Taguada, el libro de cuentos La muerte viene estilando, el ensayo Por qué contar cuentos en el siglo XXI y varios libros para lectores juveniles.


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