Adelanto
Eduardo Serrano
Gigante Magallanes
Profundidad de campo
Cuando viajábamos al poniente por la 78
nuestra única ocupación era
trazar rutas poligonales en el mapa,
no por azar o búsqueda
de un recorrido inmutable,
sino como método de supervivencia,
mientras mirábamos de frente a la carretera
a través del cristal manchado del vehículo,
soslayando los autos en llamas
y los cuerpos aglomerados en la berma.
Cuando viajábamos al poniente por la 78
nos gustaba ver la cordillera
desde la gélida cabina,
no pensando en los camiones con propano
que nos empujaban con la fuerza del aire
hacia los acantilados,
derritiendo el alquitrán de la autopista,
sino en los campos cubiertos de cables
y torres de alta tensión
que fraccionaban el paisaje
anquilosado del invierno.
Cuando viajábamos al poniente por la 78
nos gustaba observar las constelaciones
y cúmulos de estrellas en el cielo nocturno
como grandes catedrales desiertas
no para buscar direcciones,
sino como excusa para apretar a fondo
el acelerador de partículas
y desmantelar el territorio
en aristas, vértices y puntos de fuga.
Telescopio Alma
Observo la catástrofe microscópica
de mi propia imagen en el espejo
como una falla geológica
que comienza un poco antes
de que el cuerpo se levante
y deslice a través de la casa
tanteando los objetos con las manos,
desde las solitarias playas de nuestros sueños
hasta la fría habitación que parece un templo.
Desde ahí la fractura de las placas internas
se hace visible en el reflejo
como un holograma de los pastos y terrenos
de este lado de la ciudad,
grietas que no se pueden esconder
a lo largo del rostro,
como senderos de hormigón roto
cubiertos de hojas secas
bajo la luz de grandes nubes frías.
Más allá de eso, solo se ve
una porción diminuta de luz
en medio de la oscuridad
que sigo hipnotizado con la vista,
como si estuviera aún
en medio de un sueño,
caminando sin rumbo entre las habitaciones
momentos antes de que amanezca,
y el azul acrílico del cielo
entre por la ventana y cambie
la perspectiva de las cosas.
Entonces vuelvo a encontrarme
frente al espejo para observar
las grietas cada vez más profundas
que se dibujan detrás del rostro.
Gigante Magallanes
Cuando tú tenías un segundo de vida
no existían ni las estrellas
ni las galaxias,
sólo diminutos rayos de luz,
sólo átomos ardiendo a fuego lento
en el infierno.
Cuando tu tenías un segundo de vida
no era nada fácil
desprenderse de las envolturas,
ir quitando una a una
las capas que cubrían tu cuerpo
hasta dejar solo
el pequeño atlas de tu mirada
llana y transparente.
Cuando tu tenías un segundo de vida
sólo era cuestión de tiempo
para que empezaras
a descubrir las cosas a tu alrededor
siguiendo esas pequeñas luces en la oscuridad,
como la tardía respuesta de nuestros sentidos
a la distancia que nos separaba.
Porque entonces abrir de golpe
los ojos en la noche al despertar de un sueño,
era lo mismo que conocer la sensación del miedo,
cuando no se recibía la cantidad de luz
necesaria para enfocar
la nitidez de los cuerpos en el espacio.
Porque mirar de pronto en la oscuridad
hasta que los ojos se acostumbraran,
era lo mismo que verme por primera vez
y reconocer el timbre seguro de mi voz
pronunciando tu nombre en medio de la noche.
Mensaje en una botella
De este lado del atlas
nuestros cuerpos yacen inmóviles
en la oscuridad y el silencio
como un tumulto de formas
amarradas en la noche,
quemadas por una misma
alucinación que se destruye
con los primeros fulgores de la mañana.
De este lado del atlas
nuestras caras
ya no parecen ser las mismas,
pegadas una junto a la otra
como islas o archipiélagos
que se funden entre
la luz y la sombra,
y vuelven a encontrarse
siguiendo solo el devenir
de los sonidos en el espacio.
De este lado del atlas
el territorio ahora es una parte de nosotros,
la habitación es un continente
y el suelo un océano con fuertes marejadas,
y más allá un desierto,
donde el techo es una claraboya o puerta
hacia el hemisferio sur.
De este lado del atlas
ahora nos toca vislumbrar a nosotros
una parte de las cosas
que se tardan fugazmente
en tomar su forma habitual,
porque la ciudad ya no parece la misma
bajo la luz del invierno,
solo un rastro de cuerpos por el espacio.
De este lado del atlas
ahora nos toca solo escuchar
como las ondas de radio viajan por el aire
hasta que un objeto interrumpa su trayectoria,
y rebote de vuelta a nosotros,
como una respuesta vacía,
aunque nuestros átomos
no vuelvan a tocarse,
seguiremos aquí, esperando.
Panamericana Sur
Nos gustaban las catedrales
pero, sobre todo
nos gustaban los puentes,
cuando viajábamos por la carretera
y mirábamos a través de la ventana,
buscando ansiosos
esas plataformas oxidadas
y arcos enquistados en la humedad
de la cartografía,
porque cada puente,
a su manera nos parecía
una catedral incrustada
en el territorio,
donde nos arrodillábamos
con los ojos abiertos hacia atrás,
para escribirle cartas a los muertos,
alucinados por las partículas
que colisionaban en el aire
cuando sacábamos fotos
desde abajo para nuestra
colección personal de puentes,
y capturábamos un pequeño recuadro
de ese momento o hallazgo,
porque de una u otra forma
los puentes nos parecían
solo una auténtica manera
de hablar con los muertos.
Eduardo Serrano Velásquez (Santiago de Chile, 1984). Escritor y profesor. Su campo de estudio se enfoca en los espacios reales y oníricos de la ciudad, publicando ensayos en diversos medios. El 2010 obtuvo una mención honrosa en el concurso de poesía Stella Corvalán. En el 2015 publica el libro Mapa de guerra por Das Kapital Ediciones. En el 2017 obtiene el Fondo del libro en la línea de creación literaria con el proyecto Aeronáutica. En el 2019 obtiene una Mención de Reconocimiento en el concurso de poesía Aristóteles España con el libro Profundidad de campo. El año 2022 recibe nuevamente el financiamiento del Fondo del libro en la línea de creación literaria, género poesía, con el proyecto Gigante Magallanes, libro publicado por la editorial Pez Espiral el año 2023.


Deja un comentario