«Te prometo que leí Harry Potter»,
una pequeña mentira

Ricardo Olave-Montecinos

Cuando era chico me apodaron “Harry Potter”. Fue lo primero que me dijeron mis primos, o los amigos conductores de mi papá al verme y tocar mi cabeza, aunque también debieron decírselo –y seguirán diciéndoselo– a cualquier niño que use lentes antes de los cinco años.

Hace unas dos décadas debí haber visto la primera película y, en los años posteriores, seguí la saga como fanático estreno tras estreno. Hasta fui a la avant premiere desde la quinta parte en adelante, gracias a la ayuda de un vecino del barrio que estaba suscrito al diario local y se ganaba las entradas que compartía conmigo. Pero tengo un problema, un corazón delator que debo liberar: no he leído todos los libros. Por más que he dicho que es una tarea por cumplir, aún no lo hago.

Cuando era chico era un niño más de tele que de libros. Ese tránsito no lo miro en menos. El conocimiento que adquirí viendo realities, matinales, farándula y programas juveniles aún es útil para recordar a Chile, o para reírme de Chile entre tanta desgracia, en un país triste que sobrevive gracias a su buen humor. 

Tenía mis gustos definidos, Harry Potter y Los Simpson. Mi primer correo contenía mis dos pasiones: «harryolavesimpson@hotmail.com». 

Entre 2001 y 2011, fui creciendo con las películas. Recibí valores, me emocioné. Era un encuentro conmigo mismo. Sin embargo, nunca pude tener los libros. Tuve otras cosas sí.

Tengo una foto con la capa típica de estudiante de Hogwarts en un pasillo del Jumbo, que entonces era el supermercado más moderno de Temuco y, por tanto, al que llegaban los juguetes que no me podían comprar mis padres. La foto debe estar perdida en los recuerdos familiares. Mamá vio la prenda y me la pasó. Ella dijo «rápido, posa» mientras yo jugaba con una varita, que tampoco compramos. En la foto se ve la etiqueta. No me importa.

Solo tuve un reloj rojo de Harry Potter y el Cáliz de Fuego. Y una agenda de la misma película. Creo que también un cuaderno de inglés de tercero básico. Fue un gran año para la economía ese 2007. 

Una vez, en séptimo básico, pedí el primer libro en la biblioteca del colegio. Lo tuve en mi velador todo ese tiempo y lo devolví en la fecha indicada. Creo que ni lo hojeé. Pero miré la portada pensando en la película.

En 2017 recién leí La Piedra Filosofal. Fue un regalo de Navidad de mamá. Lo terminé en un fin de semana en Los Lagos. Recuerdo la dulce sensación de estar leyendo una historia que me sabía de memoria. Se podría entender como un cuento para niños, pero algo más, algo universal rondaba al pasar las páginas. Es un libro que les habla y divierte a todos, al menos hasta que uno vuelve a la realidad. 

Es tanta magia la que J. K. Rowling relata que es imposible no hipnotizarse. En ese entonces no sabía dónde quedaba Inglaterra. No me importaba el colonialismo ni los daños ocasionados por Reino Unido, tampoco que no llegara esa puta carta por una lechuza a mi barrio, habitado por bandurrias. 

Unos meses atrás, una noche en Sevilla, conocí a una escocesa a la que le gustaba Harry Potter. Brindamos por el fin de la Commonwealth y del Reino Unido. Nunca venceremos a los imperios. Muchas personas brindaron en el pasado en vano. Me gusta el contenido cultural inglés, partiendo con que quiero visitar el museo de Harry Potter ubicado en Londres, sin dejar de lado a los Beatles o a Morrissey. En fin, nunca lograremos derrotar a los ingleses, pero sí daremos la batalla.

Volvamos a 2017. Mamá me regaló el libro como una deuda pendiente por esos años en que no se podía gastar en libros, por priorizar el bien familiar. No le puedo echar la culpa a mis viejos por no leerlo en la época en que los niños del mundo lo leían ¿Por qué no los compré si yo ahorraba? Recuerdo haber tenido plata de chico. Recuerdo a mi abuela dándome cinco lucas a escondidas. Es más, cuando mamá necesitaba plata en momentos complejos, yo le presté en varias ocasiones. Era considerado tanto por mi madre como mis compañeros de curso como un ahorrador, un cagado. Lo sigo siendo, por el bien de la economía.

El primer libro que compré consciente que iba a entrar a una librería y no iba a salir de ahí con las manos vacías fue Manual para la vida de Bart J. Simpson. Tuve la posibilidad de comprar la saga completa pirata del mago ese mismo año, pero no la quise. El de Los Simpson traía más dibujitos. Fue una decisión sensata.

Un año después, en 2018, leí La Cámara de los Secretos, en una versión pirata en casa de un amigo que me arrendó un cuarto en Santiago. Me transmitió el mismo dulzor que el primer tomo. 

Se supone que El Prisionero de Azkaban es el libro que da el salto hacia la madurez, hacia la adolescencia. Lo tuve en mis manos, tras comprarlo en una feria de segunda mano en Huechuraba. Nunca lo terminé. He dicho que sí, pero mentía. Todo lo que sé lo que vi en la película. 

Nunca tuve problemas con admitir mi gusto por Harry Potter, hasta que ocurrió un rechazo generalizado, como si intentase escapar del pasado. Evité todo contacto con el mago. Todo partió cuando en febrero de 2020 un colega del trabajo me dijo que Harry Potter era un gusto de cuicos. Le encontré sentido. Me sentí culpable y lo dejé de lado.

Otra mentira. También leí el séptimo. Bueno, los capítulos finales. Fue en 2011, en la víspera de mi visita al cine a ver la segunda parte de la séptima parte. Me salté el resto, solo para saber cómo terminaba la película.

Me reencontré con el mago en Portugal. Mucha gente, no tanta en verdad, cuando les mencioné que vivía en ese país, recordaron que J. K. Rowling se inspiró supuestamente en una librería de Oporto para recrear el mundo mágico. En Portugal también vi el especial de reencuentro en la navidad de 2021, en un departamento de Lisboa la tarde del 25 de diciembre. Todos los presentes lloraron.

Fuera de todas las circunstancias, quiero volver a leerlo. O quitarme esa cicatriz imaginaria que me acompaña por los libros que aún no he leído y que supuestamente ya debería haberlo hecho. Quiero reencontrarme con una literatura sencilla, que me marcó de una u otra forma. Quiero volver a ese tren rumbo a la escuela de magia. Quiero leer sin pensar tanto, leer para armar mi propia historia.

A pesar de que son artes diferentes, el cine implica ahorrarse la posibilidad de recrear una historia. Se pierde la posibilidad que da el autor al contar los entretelones, esa invitación inherente al tomar un libro. Con éxitos de taquilla como estos, parece una batalla perdida similar a querer acabar con el Reino Unido. 

Por más que exista un Harry de carne y hueso, no debemos perder la capacidad de imaginar por nuestra cuenta, aunque la historia ya esté contada. Es una tarea compleja, llena de distracciones, pero que nos permite, dentro de las posibilidades que incluso da la Inteligencia Artificial de recrear imágenes a partir de una descripción, de valernos de nuestras propias experiencias, de darle sentido a la serie de colores que vemos al cerrar los ojos. De creer que Harry Potter se parece al vecino del barrio que usa esos lentes “poto‘e botella”.

Eso es. Cuando era chico no sabía leer más allá de lo que te pedían en el colegio. Ahora, creo, descubrí cómo leer.  Leer es una responsabilidad, un compromiso personal con tu imaginación y la concentración. Para cuando no hay pruebas u obligaciones con los manuscritos de tus amigos, leer se vuelve un escape. Solo depende de ti saber qué esconden esas palabras. Solo depende de uno querer soltar un rato el teléfono y perderse entre letras negras y hojas bond que no brillan con la luz de la pieza.

Pelota al piso. Harry Potter ya no tiene mi edad. Y J. K. Rowling está cancelada, pero su regalo al mundo le ha hecho mejor que su personalidad y opiniones. 

Es sano sentirse parte de algo. No todos pueden decirlo. Con Harry Potter no era un muggle más, era parte de algo que no había visto. Bueno sí, la capa y la varita en el Jumbo de la Avenida Alemania de Temuco.  Enfrenté mis frustraciones creyéndome mago, detuve el tiempo al conocer un mundo no palpable. Cuando me hacían bullying, pensaba en los hechizos imperdonables. No funcionaron.

Pienso que el fanático más feliz debe ser el que solo ha visto las películas.

Comparto una once latinoamericana todos los jueves con dos penquistas fanáticos de los libros. Leyeron Las Reliquias de la Muerte el mismo día del estreno, gracias a una traducción no oficial que encontraron en internet. Dicen ser los primeros en leerlo en Chile. Los chilenos de Concepción saben los conjuros, los santos y señas para entrar a las casas.  Ellos dicen que soy de Hufflepuff. Yo insisto que debería ser de Gryffindor. Me preguntaron si leí los libros, y dije que llegué hasta el tercero.

Para simplificar mi vida, hago analogías con todo, incluyendo a la saga de Harry Potter. Fumar marihuana es como cuando Harry consigue ganar la poción Felix Felicis de la mano del profesor Slughorn. Fumarse un pito es suerte líquida, puede convertir un día ordinario en uno feliz. Sin fumar tanto como en la juventud reciente, te da unas horas en que todo es posible. Siempre puede aparecer una idea. 

Escribo cartas y postales porque son horrocruxes (sin asesinar a nadie, obviamente). Fuera de toda concepción negativa, destrozo mi alma en pedazos y me acerco a gente que quiero visitar, depositando algo de mí en cada papel que le confío al tipo del correo. Escribo poemas como Dumbledore deposita sus recuerdos en el pensadero. Recreo recuerdos, contengo ideas, las transformo para hacerlas visibles. Me deshago de mis pensamientos para volver a ellos en su nueva forma, un juego de palabras que almacenan algo más allá de lo consciente, y quien los lea vuelva a ellos. Tantas analogías. Pareciera que leí los libros.

La buena memoria ayuda a engañar, pero no puedo engañarme a mí mismo. Prometo ir pronto, esta semana, este mes, este año, esta década, a la biblioteca. O encontrar esas copias de cuneta con páginas de oficio que se sueltan al solo leerlas y se descompaginan con facilidad. 

Miraré la sección de niños, o más bien de adolescentes, y tomaré el tercero. O quizás el primero, porque no me acuerdo tanto. O quizás deba esperar y prender la tele un sábado por la tarde y quedarme pegado con una de las adaptaciones a la mitad. Ojalá en español latino porque me acuerdo de las voces y de los diálogos. 

O quizás sea honesto, y siga creyendo que debo ir por los libros que aún no leo y que son obligatorios. Homero, Proust, Lezama Lima, Mary Shelley. Quizás nunca lo lea. Quizás soy muy pesimista. 

Quizás deba seguir mintiendo, esconder estas huellas solo visibles como mis dedos grasosos en el marco de los lentes. Es más sencillo esconderse, aunque las pisadas aparezcan en el mapa del merodeador.

Listo por ahora. Travesura realizada.


Ricardo Olave-Montecinos (Temuco, 1997). Periodista y escritor. Ha trabajado en medios como Culto en La Tercera, LaRata.cl o El Austral de La Araucanía. Publicó Enclaustro (Tortuga Samurái, 2022), su primer poemario, recientemente traducido al francés. Actualmente vive en Sevilla.

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