Adelanto
Rubia

Yuri Pérez

[Fragmentos del capítulo “Cristina”]

Es noviembre y llueve. Cristina y yo estamos en la entrada de la casa. Hemos llegado juntos. Yo no tengo llaves, ella sí. En su bolso. Mientras las busca yo acomodo el paraguas para no mojarnos. Se dejan oír los truenos al este y caen como bolas los primeros granizos. Es jueves. ¿Cristina? ¿Encontraste las llaves? No, dice, pero deben estar en el bolso. Los granizos golpean la tela del paraguas, rebotan y se pierden bajo la palmera del jardín.

El paraguas comienza a perder forma. Se rompen dos tensores del aparato. Los granizos se deshacen en nuestras espaldas. Es jueves. Cristina dice: aquí están, las encontré, encontré las llaves, oye. Con las manos mojadas coloca una de ellas en la cerradura de la puerta y gira, dos veces a la izquierda y la tercera a la inversa. La puerta se abre. 

Es noviembre y venimos del supermercado. Faltaba sal en la despensa. Cristina confiesa que la última semana no ha sido buena por falta de sal: la sal llama pobreza, llama desgracias, afirma. No hago comentarios. Tomo las bolsas, cierro el paraguas y entro a la casa detrás de ella. El pelo mojado se te ve salvaje, digo. Se te ve la raja. Ella me escucha, pero está ocupada buscando la sal en las bolsas. Se quita los zapatos y pide que le traiga un granizo. Voy a la calle y atrapo uno. Luego atrapo varios y los pongo en mi boca. ¿Para qué quieres un granizo?, pregunto. Me responde que quiere saborear nubes congeladas. Entonces la beso y le entrego uno de los granizos paladeados. 

Es noviembre y ya hemos guardado la mercadería en la despensa: un mueble de cocina que contiene compartimentos fabricados en madera terciada. Cristina me pide que llene los cuatro saleros de la casa. Mientras ubico los saleros sobre el mueble de cocina, ella se acerca al arrimo donde están las ánforas de nuestras madres. Toma un paño y les quita el polvo de los costados. Pregunta si aún hay truenos y le digo que no, que ya pasaron. Limpia las ánforas y comenta que el supermercado está cada día más caro. Que el dinero no alcanza para mucho. Relleno los saleros en silencio. 

Cristina pide que me acerque a mirar las ánforas, que vea cómo brillan. Vuelve a preguntar si la tormenta cesó. Vuelve a pedirme que vaya en busca de un granizo. Le explico que ya no hay granizos. Que todo es agua y el sol está asomando la lengua entre las nubes. Qué día más raro, susurra ella. Al instante se sienta en una de las sillas de la terraza. Estoy cansada. Quiero dormir. Sugiero que lo haga: ella se quita los jeans, tira sobre la cama los calcetines, deja la blusa bajo la almohada y se queda en calzones. Hoy no se ha puesto sostenes. Echa el cobertor hacia atrás y se cubre con la sábana. Deja caer la tela sobre su cuerpo y se convierte en una escultura de carne. Dice que las luces se apagaron, que prenda las luces. Me acerco a la cama, tomo la sábana desde los bordes y la bajo hasta la altura de sus pechos. Ahora hay luz, le digo. La beso y declaro que la amo. Ella me besa y pide que encienda una vela en medio de las ánforas. Para que las viejas lindas no se alboroten, dice. 

***

Cristina toma Coca Cola sentada en la cuneta. En el centro de San Bernardo. Cerca del lugar donde los sirios levantaron una mezquita para perpetuar la especie. En ciertas horas del día se oyen los rituales por los parlantes. Es una especie de canto que parece importar solo a las hormigas que viven bajo la pastelería cuya dueña es una señora de origen ucraniano. Rubia, ella. La dulcería está rodeada de trancas de hierro para evitar los saqueos. Porque acá cada cual toma lo que quiere, a la hora que estime y del modo que antoje.   

Apoyada en el canalillo del negocio Cristina escapa del sol, el mismo que le avergüenza las mejillas y que calienta poco a poco la gaseosa que tiene en la mano derecha. Con la izquierda se arregla el cabello, espanta mosquitos y, cuando puede, revisa que todo lo que ha comprado esté en la bolsa. A Cristina no le gusta el sol, el calor la sofoca y le provoca un ahogo patológico. Le falta el aire, se inquieta y desearía estar en un humedal metiendo los pies al agua.

Cristina repasa lo que ha sido el día, cuenta los billetes que quedan en su cartera de cuero, uno tras otro. Siente que los temas domésticos estarán resueltos hasta el día domingo. Le habla a la ucraniana sobre el color de las camisetas que llevan puestas y termina escuchando, en voz de la otra rubia, que Putin es un tártaro.    

Cristina está maquillada, lleva puesta una camiseta blanca que le queda despegada del cuerpo. La camiseta le hace ver rubicunda y hermosa, como si se hubiera sentado ahí para una sesión fotográfica de algún aficionado a las blondas, un adicto a mujeres sentadas en la entrada de un almacén de barrio donde el aceite se vende en botellas de cuarto de litro.  

La camiseta tiene, en la parte delantera, una foto de la Torre Eiffel. Está pintada en tonos derivados del verde: verde agua, verde musgo, verde colonial, verde eléctrico. Cristina nunca ha estado en Francia y no le interesan Francia ni los franceses: a ella le llaman la atención las suecas. Lo robustas que son. Alguna vez vivió en Estocolmo y al caminar sobre la nieve de la capital sueca era otra rubia, otra vikinga, más delgada que el resto. ¿Qué hacía ella en Estocolmo? Ni idea.  

En la bolsa ha puesto pan, detergente y papel higiénico, manteca y pernil. Quiere llegar a casa y tomar once. El fiambre lo compró porque hace días no prueba el jamón de pierna. Las bolsas que tiene a los costados son de nylon, blancas y de nylon. Se las dio la ucraniana que odia a los rusos.  

Cristina calza jeans despintados. El hilo de la mezclilla flaquea con la brisa desde todos los extremos, acaricia los tobillos y la pantorrilla. El pantalón es como ella, alivianado, espontáneo, un punto de luminosidad elaborado por duendes de cola larga. Tiene zapatillas de lona marca Topper. Las zapatillas las recibió como regalo de cumpleaños. Cuando cumplió veinte y cinco y había sido madre por segunda vez. Fue el día en que decidió que su vida  estaría ligada al comercio: puede vender piedras a los que fabrican piedras, árboles a los que talan árboles, mezquitas a los constructores de mezquitas. Cristina es toda marketing.

Se sienta y descansa, observa cómo el pueblo se aleja y se transforma en una caja de edificios habitacionales: torres por aquí, torres por allá. 

Ella es la postal de una mujer ruborizada que bebe Coca Cola sentada en el canalillo de un negocio de confites y abarrotes, ahí donde atiende una ucraniana de cuarenta años. La descripción es reiterativa, sí, pero es bueno repetirlo porque en Chile la gente tiene mala memoria. Cristina no soporta el calor, pero ama —por siempre— las canciones del brasileño Roberto Carlos. 

***

Se acerca a mi escritorio. El lugar no es gran cosa: una mesa de colegio dada de baja por el municipio de San Bernardo y una cubierta de madera. El resto, cuadernos y libros apilados desordenadamente. Cristina toma el libro que está encima de los otros: Un arte espectral, de Norman Mailer. Me pregunta sobre qué trata. Le digo que es un texto autobiográfico del escritor norteamericano. Aaah, murmura. ¿Y de qué habla? Habla de él cuando fue estudiante universitario. De cómo comenzó a escribir relatos y ensayos. Le comento que estoy en algo parecido. ¿O sea que estás escribiendo un libro sobre cómo te hiciste escritor? Replico que no, que esta vez se trata de un libro que tengo pendiente. ¿Vas a contar tu vida? No, Rubia, contaré nuestra vida. Me pide que me siente en la silla del escritorio y le muestre los avances. Me siento. Tomo el mouse y dirijo el cursor hasta la carpeta. Ahí hay varios archivos. Pincho el que tiene el proyecto de libro y lo abro. 

Le muestro los apartados y se detiene en el que se titula Cristina. Me ordena que pare ahí. Lo hago. Me detengo y dejo que lea. Me dice que le da pudor saber que escribo de ella. Replico que no tiene de qué ocuparse, que todo va bien. Que no diré nada que no deba. Ella pregunta si hablaré de nuestra vida de casados y le digo que sí, pero que evitaré los conflictos que tuvimos. Si es así entonces dale, escríbelo. 

Al rato le señalo que el libro está a punto, que solo falta ajustar temas relativos a la trama. Que me falta el conflicto o el punto de inflexión. Me dice que busque el punto de inflexión: búscalo, el que busca siempre encuentra. Después le muestro párrafos selectivos. Los que creo están mejor escritos. Espero que se ponga lentes. Se acerca a la pantalla y lee en voz baja. Le pregunto si puedo bajar el texto y me dice que sí, que lo baje. Yo avanzo con el cursor. Después de leer tres páginas me pide que descanse: descansa un rato, ¿por qué no vienes y nos tomamos un vaso de Coca Cola? Yo accedo. Cierro el archivo y guardo los cambios que hice mientras ella leía. Antes de bajar del segundo piso me indica que las cortinas están sucias y que no son cortinas para un estudio. Le digo que no encontré otras en el mall chino.

Bajamos por la escalera y cruzamos la puerta hasta el cobertizo. Pienso que me preguntará sobre el libro que escribo, pero no, solo va al refrigerador en busca de la gaseosa. Me consulta si creo que habría sido escritor si no la tuviera como esposa, contesto que no. Que con ella aprendí a ver lo que tenía frente a las narices. Vuelve a preguntar si yo quiero que ella sea escritora y le respondo que con un enfermo de la cabeza en casa ya es suficiente. 

Cristina se cuestiona si el libro que escribo estará listo antes de que ella se vaya de viaje. No lo sé, admito. Si no está listo para ese día, te lo mostraré cuando te vea nuevamente, prometo. Le parece apropiado. Le parece justo. Me sirve un vaso de Coca Cola y nos sentamos en la terraza. 

Contempla la entrada de autos y me sugiere cambiarla: creo que debiéramos cambiar el portón de entrada, está feo. Le digo que sí, que está feo. Se abrieron las tablas y desde afuera se ve el living de la casa. Ni ella ni yo queremos que se vea el living desde afuera. Bebo Coca Cola, ella bebe la suya y, como de costumbre, encendemos el que decimos será el último cigarrillo del día. Ambos mentimos. 

***

Una luz le ilumina el rostro. La luz de una luminaria pública. Es ella la que está seis metros abajo del foco. Anochece y se le abren los poros por efecto de la luz, su nariz enrojece como si estuviera en el polo norte sembrando cataleya. El lugar es calle Urmeneta. Podría ser todas las calles de San Bernardo pero es Urmeneta. Ahí está la piscina del Ejército de Chile. Ella mira hacia las sombras del balneario donde hay palmas chilenas. Se queda en la puerta de la alberca y observa las sombras de la noche como si quisiera encontrar en ellas una figura de mujer entrando al agua. Y fuma y piensa y cavila y deduce que todo en la noche tiene un lugar exacto: las orquídeas, el sonido de la bomba de agua y la luz del alumbrado público que ilumina las cucarachas que meten la cabeza en el pasto. 

Cristina advierte que, en la oscuridad de la calle, es ella el temblón de luz que se ve desde la distancia, el único calofrío lumínico que se transforma en acuario. Se siente orgullosa. Sabe que es lunes y que los lunes la piscina no recibe gente. Ella estuvo ahí de pequeña. Cuando aún no podía amarrar los cordones de sus zapatos. Cuando era la rubia de calle Bulnes, la gringa, la flaca.  

Ahora se apoya en la reja que protege la piscina. Mete el rostro entre los barrotes y fija la atención en un gato pequeño que camina por los bordes de la alberca. El gato parece estar en un paseo de domingo, no anda en busca de ratas. Es un gato que transita hacia lugares que solo los gatos pueden ver. Levita sobre el verde claro que rodea la pileta. Parece que el gato va a caer al agua pero se tambalea y alcanza el equilibrio. No cae. Cristina lo llama desde donde está. Le ofrece trozos de atún pero el gato no le oye. El gato no habla castellano. Vuelve a llamar al gato: cuchito, cuchito, cuchito. Pero el gato es un malagradecido. Es chileno. Y debe llamarse, si tiene nombre, Chester. En Chile, Chester es nombre de gato. 

Ella mira desde calle Urmeneta hacia el fondo del lugar, con una mano en el barrote, con la otra en la cadera. Olvida al gato y se dispone a descubrir el origen de las sombras que la rodean. Ella brilla, lo sabemos, pero fuera de ella hay espíritus que tienen pericotes en la boca. Continúa encendida por la luz del alumbrado público que está allí desde que la ciudad fue fundada. Este dato a ella le importa bastante poco, porque su tema es ver el espíritu de algún muerto por inmersión. Sabe que están por ahí. Y hasta puede oler el aroma a azufre.  

Quita las manos de los barrotes de la reja. Hace muecas de aburrimiento. El gato ya no está a la vista y las palmas chilenas caen sin motivo aparente sobre el pasto. Regresa a casa. Quiere tomar sucedáneo de café. Tiene deseos de darse una ducha de agua tibia. Atrás quedan la piscina, la callecita y, sin que se lo haya propuesto, también el gato que rondaba el perímetro de la piscina. Chester.  

Está a cincuenta metros de distancia de su casa y para llegar a ella debe atravesar adoquines de algodón. Son blancos y fueron fabricados en el Perú. Alguien que vende baldosas fue a Lima y los trajo de contrabando. Cristina se recoge el vestido, quita del camino los ratones que escapan del gato, gira en una esquina y encuentra una higuera. El árbol está al otro lado de una reja de madera, pero sus ramas caen sobre la vereda exterior. Cristina las pisa y una leche blanca sale de las varillas. Eso no puede ser leche, murmura. Se queda bajo la higuera y siente la bomba de agua de la piscina. Escucha algo parecido a una vertiente. 

Ahora está detrás del muro de cuatro metros que divide la piscina de su casa. Piensa en una escalera para trepar y mirar desde lo alto hacia dentro del balneario. Pero no hay escalera. Luego escucha la risa de niños que chapotean en el agua. Sabe que la risa de niños chapoteando es una ilusión. Un invento de su cabecita. En fin: hace varios minutos dejó de ser la que iluminaba el ambiente. El farol público quedó en el camino. Cristina dice una oración. Se persigna y deja todo en manos de dios. Finalmente llega a casa y prepara sucedáneo de café. Cristina es católica apostólica romana. 

***

El lugar para las ánforas lo decidió Cristina. Inicialmente estaban en el mueble rústico. Detrás de unas puertas de hierro fino. Como confinadas. Era lo más parecido a un nicho. Entonces ella sugirió cambiarlas de lugar: se ven poco ahí donde están, se ven como enjauladas y me provoca algo de angustia, dijo. 

Pronto compró un arrimo en una casa de remates de San Bernardo. Llegó con él a casa y estuvo la tarde completa decidiendo dónde colocarlo. Primero fue bajo el ventanal de aluminio, cerca de un tabique de madera tinglada. Luego en la entrada del living. El arrimo estuvo ahí cinco minutos hasta que giró la cabeza: no, no es el lugar apropiado. Dijo que no era el mejor sitio considerando la ubicación de los muebles. 

Puso el arrimo en medio de la sala y miró el perímetro. Y dijo: ya está, ya sé dónde debe ir el arrimo, debe ir aquí, y apuntó a un pequeño muro que divide la cocina de la sala. Me mostró. Aquí debe ir el arrimo y encima del arrimo, las ánforas de nuestras madres. Me pidió que barriera el lugar porque había polvo importado del cerro Chena. Tomé la escoba y despejé. Después me indicó pasar un paño con detergente en las baldosas. Lo hice. Colocó el arrimo en forma paralela al muro pero no le embelesó. Algo no estaba bien. ¿Queda escondido el arrimo si lo dejo paralelo al muro? Dije que sí, solo por comentar algo. Ya sé que lo dices porque sí, para seguirme la corriente, expresó. Tenía razón. 

Lo apostó en posición diagonal. El arrimo dibujó tras de sí un perfecto triángulo. A Cristina le pareció admirable. No reparó en el triángulo que se formaba detrás del arrimo pero le gustó porque dijo que ahora el arrimo cobraba protagonismo entre los muebles. Yo estaba preocupado del triángulo detrás del mueble. Pero estaba bien. Se veía bien. Se paró en el lado opuesto al arrimo, apoyó la mano en la mesa del comedor y con la otra extrajo el sudor de su cuello. Se ve hermoso el arrimo. 

Me pidió que trajera las ánforas y esperara hasta que ella me indicara el momento de ponerlas encima del mueble: espera que tengo que limpiar la superficie con lustramuebles y colocar unos paños de hilo. Ahí reparé en la costumbre que tienen algunos de colocar paños de hilo sobre los muebles. Debajo de los floreros o de las figuras de yeso. Los hábitos son un cúmulo de heredad. 

Estuve cuarenta minutos con las ánforas en las manos hasta que ella terminó de limpiar el arrimo. Ya terminé, señaló, ahora coloca las ánforas sobre los paños. Lo hice. Entre un ánfora y otra Cristina puso un candelabro de bronce, una Biblia abierta en los Salmos y una estampita de San Expedito. Sobre cada una de las ánforas colocó un rosario de madera. Habían pertenecido a su madre.

Creí que sería bueno ubicar entre las ánforas una lamparilla de escritorio, pero a ella le pareció una mala idea. Era un arrimo y los arrimos no tienen lámparas de escritorio, manifestó. Yo opiné que estaba bien, que solo había sido una idea al aire. Me preguntó cómo se veía el mueble puesto de manera diagonal al muro y respondí que estaba fantástico, que había sido la mejor elección. Ese sería el lugar definitivo para las ánforas. 

Cristina tomó una vela del cajón de los cubiertos. Una vela blanca. La luz amarilla de la vela encendida se reflejó en el bronce de las vasijas. En los bordes de las ánforas se reproducía cada rincón del living. Capturaban ellas el ventanal, las cortinas y los cuadros expresionistas que habíamos traído del mercado. 

Cristina puso un plato de té debajo del candelabro para retener ahí la esperma: observa, en este plato caerá la esperma para no arruinar los paños de hilo ni la madera del arrimo. Después se limpia el plato y listo, expresó. 

La vela se iba gastando y, según mis cálculos, estaría encendida veinte minutos hasta desaparecer. Fallé. Tardó treinta y cinco minutos en apagarse. Cristina me reveló que no era buena idea mantener todo el día una vela encendida. Que se debía hacer en algunas horas y acompañar el encendido de la vela con una introspección espiritual. Lo último no lo entendí pero dije que estaba bueno: si tú lo dices. 



Yuri Pérez (San Bernardo, 1966). Poeta y narrador. Ha publicado los libros de poesía Cara et fuego (1994), Carta del interno (1995), Gringa: El canto de los Llanos de Lepe (1996), Mala yerba (1998), Antología registrada (2001), Cumbia (2003), Ceremonia del Cristo Blanco (2004), Ghetto (2006) y Poética: obra examinada (2016). En narrativa, es autor del libro de relatos Suite (Emergencia Narrativa, 2008) y las novelas Niño feo (Premio de la Crítica 2010), Mentirosa (2013), La muerte de Fidel (2014), Virgen (2017) y Diario de provincia (2021), todas editadas por Narrativa Punto Aparte. Es editor de los libros Antología Escritoras de San Bernardo (2014) y Poesía cubana contemporánea: Antología general (2016). Textos de su autoría han sido editados en Argentina, México y Holanda, y traducidos al inglés, holandés y catalán. Ha obtenido el Premio Municipal de Literatura de San Bernardo y fue becario de la Fundación Neruda.

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