ADELANTO
Traducción de Cristián Olivos
El vino está servido
Robert Desnos
La noche caía sobre el Marne. Una última barca pasaba, apresurándose hacia Nogent. El Rendez-Vous des Pêcheurs, apartado de las casas y las tabernas, alineaba seis mesas y tres toneles delante del río.
Detrás de muros musgosos y árboles espesos se veía una gran casa con las ventanas cerradas y, separada por una callejuela, otra propiedad en un parque. La tarde de abril estaba calma, fresca y perfumada.
Eran una decena de jóvenes conversando en la terraza.
—Nuestro amigo Antoine es un alma bella —declaró Courvoisier.
—A mí, su historia me da miedo…
Era Barbara Durand quien hablaba. Ella y Courvoisier rebosantes de juventud, fuerza y salud, aunque cierta languidez en su mirada y su pose denotaba fatiga o más edad.
Al lado de ellos, Artenac, a pesar de su elegancia campesina y a causa de su robustez, parecía tosco. Era él quien los había llevado donde la Mère Lampion en el Rendez-Vous des Pêcheurs. Vivía cerca, en una pequeña cabaña aislada entre ambos parques, tan lejos de cualquier ruido como si estuviera a cien leguas de la ciudad. De Antoine Maison sabían poco. Lo conocían hace solo unas semanas. Era él quien acababa de contar un recuerdo de África.
—¿Regresamos? —preguntó Berthe.
—¡Regresar! ¿Y la cena?
Artenac indicaba una mesa dispuesta en la sala.
—Sopa fuerte, gallina al vino blanco, pejegato frito, ensalada y torta de la Mère Lampion.
—¿Usted tiene hambre?
—Sí, Berthe, tengo hambre.
—Yo no.
—No la escuches —dijo Courvoisier—, el opio le corta el apetito. Yo, al contrario, después de seis pipas me comería un jabalí, ¿no es cierto, Barbara?
—A la mesa —dijo ella levantándose.
Cenaron alegremente. Courvoisier pidió café, quiso prepararlo él mismo y servirlo a sus camaradas. Una fiebre se apoderó de ellos al comer, querían terminar pronto.
—Entonces, jóvenes, ¿están contentos? —preguntó la Mère Lampion—. Ahora ya están listos para la noche. Tengo la sensación de que no irán a acostarse inmediatamente.
La callejuela conducía a la entrada de la cabaña, un portón de doble batiente que daba a un patio musgoso al fondo del cual el pequeño edificio blanco, adornado de vides, parecía un decorado. De lado y lado un camino estrecho bordeaba los muros de los dos grandes parques y conducía a un jardín triangular que se extendía detrás de la casa. Artenac abrió una puerta vidriera y todos penetraron en un salón contiguo a una habitación, luego en un cuarto que daba al jardín. En una esquina se amontonaban colchones y frazadas. En pocos minutos fueron transformados en largos divanes. Barbara exprimía limones y naranjas mientras los otros instalaban las bandejas, las pipas y las lámparas.
—Somos muchos —dijo Auportain—, y no hay más que tres lámparas.
—Dos lámparas para tres personas y una lámpara para cuatro —propuso Courvoisier.
—No… más simple. Voy a comer un poco de su yunnan y esperaré mi turno.
—¡Mi yunnan! —protestó Artenac—. Verdadero benarés.
—Yunnan, mi querido, y tanto mejor. Su benarés es para las damas. Yo prefiero esta droga de contrabando que pesa su peso y guarda su fruto. Prefiero el vino grueso al aperitivo.
—¡Como usted guste! —Y, ofendido, Artenac sonrió—. No pretendo enseñarle lo que es el opio. Usted sabe más que yo, hombre de la sabana.
—¿Usted ha estado en la India? —preguntó Antoine.
—Sí.
—¿Y es ahí donde…?
—¿Donde le tomé gusto al bambú? Para nada. Fue en la Rue des Martyrs, en París, veinte años después de mi regreso. En la India bebía whisky, era preferible.
—Auportain es un bicho raro —aseguró Lily—. No deja de injuriar al opio, pero es el fumador más empedernido de todos nosotros.
—Y el más viejo… Sí, fumo desde hace veinticinco años y tengo sesenta y cinco, pero no dependió de mí el que fumara o no. Al menos, cuando tenía la edad de ustedes tenía mejores cosas que hacer que drogarme.
—¡Oh, doctor, va a entristecer la noche con su moral!
Era Barbara que recostada ponía a cocer una gota de opio chisporroteante en la punta de una aguja encima de la lámpara.
Sin responder, Auportain vertió en un vaso su dosis de opio, le puso agua, lo revolvió con una cucharita y tragó la bebida. Encendió un cigarrillo y, tomando a Maison por el brazo, lo condujo hacia una banca en el jardín.
Se oía el batir de alas entre los árboles, algún piar bruscamente silenciado. El creciente pálido de la luna posaba en un reflejo sobre las hierbas del césped y el agua temblorosa de una pequeña fuente.
—¿Qué demonios hace usted aquí? —preguntó el viejo fumador a su compañero.
—¿Yo?
—Sí, usted. Da la impresión de tener en el cerebro otros deseos que momificarse. No crea que estas cochinadas le permitirán llegar a los cien años.
—¿A los cien años? ¿Para qué?
—¿Usted ha sufrido?
—No.
—Entonces, ¿qué espera para hacer el amor con una mujer que sea como una yegua de dos años y le libre batalla cada noche?
—No he dicho que no ame a nadie.
—Y haría mal. Un viejo zorro como yo no necesita mirar mucho para comprender que Barbara le gusta.
—Sí, Barbara es encantadora… pero…
—Pero ¿qué?
—¿Qué puedo hacer? Ella es rica y yo soy pobre.
—Joven idiota, ¿qué importa?
—Importa.
—Bueno, entonces gane dinero.
—Es fácil decirlo.
—Más fácil que pagar droga. ¿Cree usted que cuesta cuatro centavos al día? Para tener hace falta dinero, mucho dinero, y la droga le impedirá ganarlo. Y si usted lo gana estará tan cansado por la noche que preferirá el sueño al insomnio beatífico del opio. Hay que tener en el corazón un gran deseo, mi joven amigo, un gran deseo siempre presente.
Levantó la mano hacia el cielo, acababa de pasar una estrella fugaz.
—Pida un deseo.
Maison dudó y dijo al fin:
—Ser amado.
—¡No es así! Su deseo debe ser formulado antes que la estrella fugaz se extinga. Hay que estar ávido de lo que uno desea y gritar “¡Quiero a la mujer que amo!” o “¡Quiero la gloria!” o “¡Quiero dinero!”; sí, el dinero es preferible a la pipa. Y hay que querer lo que uno quiere de inmediato, impacientemente.
—Pero no puedo acercarme a Barbara si no es fumando…
—Entonces sálvela o sálvese usted mismo.
Era ya noche negra. Maison no veía la cara de Auportain sino cuando este fumaba su cigarrillo. Un fulgor rojo iluminaba entonces aquel rostro de grandes ojos enmarcados por patas de gallo, de nariz audazmente dibujada, boca fina y tez morena realzada en los pómulos por la rosácea. Courvoisier se complacía en decir que el doctor tenía alcurnia. Se contaba que su juventud había sido brillante y tumultuosa, pero después de dos décadas las pruebas de esta nobleza mundana se pierden con mayor firmeza que los pergaminos de la edad media. Estos jóvenes sabían que el doctor Auportain había sido un rey de París en 1890, que su tripulación había servido de modelo. Retirados a lo hondo de una provincia o enclaustrados en un mundo de viejos, algunos de sus contemporáneos recordaban aún los nombres de sus amantes, que habían sido famosas.
Al final de una tesis sobre las grandes enfermedades epidémicas, un estudiante podía citar todavía en su bibliografía sus “Observaciones sobre la epidemia de peste de 1886 en Chandernagor, en Mahé y en la provincia de Madrás”, observaciones que, junto con entrevistas entusiastas en los periódicos y la estima de sus pares, le habían valido la Legión de Honor, convirtiéndolo en el legionario más joven de su tiempo. En unos años más, veinte como mucho, el olvido total vendría poco después de su muerte. Un día, al fondo de un ático, al desplegar un paquete de antiguallas su nombre quizás llame la atención en un periódico amarillento. Tal sería el destino de este hombre maravillosamente dotado de múltiples cualidades del corazón y del espíritu y cuya clarividencia era lo suficientemente grande como para ser el primero en saberlo.
Después de un silencio, continuó:
—¿Hace mucho que conoce a Courvoisier?
—Seis meses; fue Barbara quien me lo presentó, como a todos los que están acá, incluso usted.
—¿Usted sabe que podría ser el primer físico de su época?
—Sé que trabaja en ciencia. ¿Pero no hay nada entre Barbara y él?
—No que yo sepa, y además no me importa. He ahí un muchacho de una belleza para morir de envidia y que no encuentra nada mejor que destruirse y embrutecerse. Usted lo encuentra atractivo… No es nada en comparación con lo que podría ser.
—¿Y Artenac? ¿Quién es?
—Un imbécil. ¿Puede usted decirme qué hace acá también? Yo, con su cuerpo, a su edad, habría atravesado el Brasil, pastoreado ganado en Argentina, cazado elefantes en África y dejado un hijo en todas las islas del Pacífico. Hijo de burgueses, huérfano y bastante rico para permitirse fantasías de hombre joven.
—¿Y Barbara?
—Esperaba que me preguntara. Es hermosa, ¿no es cierto? Para lo demás, treinta mil francos al mes por su pensión de joven libre… ¿Su padre? No sale de sus negocios, y su madre, medio loca, hace girar las mesas toda la noche… un millón en joyas depositadas en algún banco del extranjero, decenas de millones más para heredar algún día y una salud tan sólida que será ella quien tenga la última palabra. Pondrán a Barbara Durand en un cementerio y su bella salud quedará al fin sola, para que no la maltraten más.
—¿Le parece si entramos a fumar un poco?
—Ya que insiste.
Ingresaron en el salón. Alrededor de una lámpara, Courvoisier, Berthe, Lily; alrededor de otra, Barbara, Arichetti, Artenac. Un olor pesado, penetrante y seductor flotaba en la habitación, chorreaba las paredes e impregnaba las cortinas, tan concreto era que Maison tuvo la sensación de percibirlo con todo su cuerpo.
Columot y Marie-Jacqueline kifaban en un ángulo oscuro de la habitación, sobre unas pilas de cojines. La tercera bandeja estaba libre. Antoine y Auportain se instalaron. La habilidad de este último era extraordinaria. Bajo sus dedos delgados la aguja giraba y la gota de opio se inflaba, se doraba, maduraba. Finalmente, con un gesto seco, la pegaba sobre la cazoleta, la atravesaba y tendía a su compañero la extremidad del gran tubo de bambú. Había elegido a propósito la más sencilla de las pipas, sin ornamentaciones ni metales preciosos. Nada más que un trozo de bambú y una cazoleta de greda con un armazón muy simple y una boquilla de ámbar. Daba así una lección de elegancia a Artenac, cuya pipa de marfil de complejos decorados y cazoleta de loza no era más que un objeto de exportación, e incluso a Barbara, que había traído una pipa antigua, verdadera pieza de museo.
—Míreme —decía Auportain a Maison—, veinticinco años de vida conducen a este resultado: soy uno de los mejores en preparar pipas de toda Europa. Ríase, después de esto, de los coleccionistas de estampillas.
Courvoisier se dirigió a Antoine:
—Aprenda de él, mi viejo. El día en que el doctor acepte fumar una pipa preparada por usted, ese día y solo ese usted podrá decir que sabe fumar.
Berthe Cassotte no ocultó su manera de pensar.
—Me horrorizan sus modales. En la mesa el cocinero no viene a decirles cómo ha vaciado y preparado su gallina, ¿no? Entonces hagan otro tanto con su arte de preparar pipas.
Era una linda chica que iba por la vida con la frialdad y despreocupación de una gran aventurera. Nada la asombraba, salvo el asombro de los otros ante sus actos a veces delirantes. ¿Quién era su padre, su madre, su familia? Nadie lo sabía. Se decía que era pariente de un célebre embajador y que era recibida en los círculos más exclusivos de Londres. En lo demás, que indagara el que quisiera. Aunque el opio favorece las confidencias, Berthe nunca había dicho nada de su pasado. Mentía, por otra parte, con la seguridad de aquellos que encuentran en la mentira su satisfacción y les importa poco si les creen o no. Así, mezclando la verdad y la mentira pero callando sus pensamientos más íntimos, ella construía su propia leyenda y se instalaba allí con voluptuosidad.
A su lado, Julie Angeot, apodada Lily, no tenía para seducir más que la frescura de sus dieciocho años. ¿Dónde la había encontrado Berthe? Había llegado con ella una noche de fumadera en casa de Courvoisier y le había administrado doce pipas de opio que hicieron pensar a la pequeña que moriría. Courvoisier no podía acordarse sin reírse de cómo, mientras ella vomitaba en su baño, Berthe le afirmaba la cabeza repitiendo:
—Vomita, querida mía; vomita, mi niñita; es una virginidad que estás perdiendo.
Porque todos, incluso Auportain, habían pasado por esta terrible prueba de la primera fumadera que termina con náuseas dolorosas, arcadas, retorcijones de estómago. Verdadero mareo que despoja al fumador neófito de toda dignidad, de toda voluntad, de toda fuerza. Pueden reír al observar a los demás, pero en su recuerdo guardan la imagen de lo que había sido esa primera noche y qué degradación final había prefigurado su iniciación.
Para Antoine Maison había ocurrido el pasado 14 de julio en casa de Barbara. Fue a través de ella que había conocido la droga, y por la droga trataba de conocerla mejor. Se acuerda claramente del viaje de regreso cuando, hacia las cuatro de la mañana, en la aurora blanquecina, ella lo había llevado inanimado a su casa en Montmartre, en su gran automóvil descapotable, a través de los bailes que se abrían ante ellos y se cerraban tras su paso.
Entretanto, Antoine se sumergía con delicia en una ciénaga de sueño y esperanza. La ensoñación se apoderaba de él. Dejó de fumar, encendió un cigarrillo, bebió limonada y se acomodó entre los cojines. El olor del opio lo penetraba y lo elevaba. Su futuro se le aparecía color de rosa y ya en el pasado. Las imágenes de sus deseos lo asaltaban como una marea y se precipitaban en su cerebro a una velocidad aturdidora. Triunfaba sobre cualquier obstáculo, se libraba a locas empresas y el decorado se desvanecía. Le parecía que habían transcurrido horas. Miró su reloj. Hacía apenas un cuarto de hora que ensoñaba. A su lado, Auportain fumaba metódicamente. Una potente inspiración hacía penetrar el humo en sus pulmones mientras inclinaba la cazoleta sobre la llama. Luego lo exhalaba lentamente en pesadas volutas. Antoine se sumergió nuevamente en sus tinieblas. Cuando volvió a tener noción de la realidad todos se habían aislado en su universo personal. Solamente Barbara fumaba todavía. Antoine se puso de pie y fue a recostarse cerca de ella.
—¿Una pipa?
—Encantado.
Ella misma la preparó y se la ofreció.
—Qué bien se está aquí —dijo ella—. En verano se pueden abrir las ventanas sin miedo y los perfumes de las flores se mezclan con el opio. Uno se siente libre. No hay ya necesidad de esconderse.
—Imagino que fumar cerca del mar no debe carecer de encanto.
—¡Oh! ¡Yo remonté el Missouri en el yate de uno de mis amigos! Fue delicioso. Pero dígame, Antoine, ¿está usted adicto?
—¿Yo? No… al menos no lo creo.
—¿Fumó ayer?
—No, ni antes de ayer…
—Entonces no lo está. Pero ya le tocará, como a los demás. En todo caso, es poco interesante, sabe usted. Guarde su libertad el mayor tiempo posible, es mucho mejor. Tengo un amigo que se pasea en el opio como pez en el agua. Entra, se queda seis meses fumando como una locomotora y sale de la noche a la mañana sin el menor malestar. Pero no conozco a nadie más que a él.
Antoine fumaba una nueva pipa. Ella guiaba la cazoleta sobre la llama y, con la punta de la aguja, raspaba al mismo tiempo grumos de dross.
—¿El lugar donde vive está bien?
—Es una simple habitación de hotel en Montmartre.
—¡Qué divertido debe ser! ¿Ve usted todo el panorama de París por la ventana?
—No, solo una calle banal y triste y un pedacito del Sacré-Cœur entre dos techos.
—¡Oh! Múdese… hay en París departamentos maravillosos por nada… Solo hay que hacer algún gasto y se puede tener un palacio…
Antoine pensaba en los quinientos francos que destinaba cada mes a su vivienda. Esta vida que había sido el sueño de su adolescencia se revelaba ahora irrisoria. Aquella habitación de hotel simbolizaba una libertad duramente conquistada a los prejuicios de casta, los obstáculos familiares y la dificultad de ganarse la vida. Se le aparecía sin embargo como la imagen misma de una mediocridad de la cual estaba resuelto a escapar. El opio le daba la ilusión. Por él penetraba en su castillo de la Bella del Bosque, un castillo donde, según su estado de ánimo, organizaría su soledad o recibiría amigos que serían todos encantadores, fieles e inteligentes…
—¿Kifaba usted? —preguntó Barbara.
—Sí… soñaba… soñaba con usted.
—Y con usted también. Es siempre así… Pero, ¿qué hace en la vida? Desde que lo conozco no habla jamás de sí mismo… Apuesto a que querría dar la vuelta al mundo…
—¡Oh! Estaría encantado, pero no es el mayor de mis deseos.
—¿Cuál es? A ver, ¿qué es lo que más desea usted?
—Descubrir un tesoro escondido…
—¡Qué excitante debe ser! En el fondo de un bosque, en las ruinas de un castillo o de una abadía… cavar… cavar… y encontrar un cofre donde hay joyas de tres mil años, diamantes, turquesas, rubíes… el cetro de Felipe el Hermoso, y también puñales de oro y marfil, anillos y talismanes como en las novelas de caballería.
—Yo no pido tanto… No, en el rincón de una pradera sombreada por álamos, bajo algunos centímetros de tierra, encontrar un cántaro lleno de medallas con efigies olvidadas hace mucho tiempo. Muy cerca hay tres grandes champiñones de fondo rosa. Un sapo, saltamontes brincan en la hierba, grillos viven su vida, mariposas y pájaros vuelan. Se oye el grito lejano de una locomotora. En el horizonte, a lo lejos, una pastora cuida ovejas en la ladera de una colina, y detrás del seto pasa corriendo una liebre. El aire vibra, el sol es cálido, una gran nube blanca atraviesa el cielo y proyecta una sombra rápida y suave.
Ella había posado la pipa y alejado la bandeja.
—Sí… y habría también dos anillos con signos grabados en esmeralda. Y tomaríamos uno cada uno.
Ella puso la mano sobre su hombro y lo besó largamente en la boca. Lo estrechó con sus brazos y así permanecieron enlazados, cabeza contra cabeza, pecho contra pecho.
Bruscamente ella aflojó el abrazo, encendió un cigarrillo y le ofreció la cajetilla.
—Son Westminster’s Commander… Es difícil conseguirlos en París… A menos que usted prefiera los Bocks, los mejores cigarrillos de la Havana.
Él posó su mano sobre su muñeca.
—Barbara, ¿me ama usted un poco?
—¿Amar? ¿Cómo? Sí, lo aprecio. Pero el amor, intente alcanzarlo si quiere. Yo no creo en él, o más bien ya no. Hablemos de otra cosa… eso arruinaría la noche.
Antoine, desconcertado, no supo qué decir. Echó mano de sus compañeros.
—¿Quién es Arichetti?
—¡Oh! Es un ser delicioso. La fantasía hecha hombre. ¡Y tan divertido! Es otro de mis descubrimientos. Lo encontré en Jean-les-Pins, o no, en La Napoule. Un día de verano en que hacía tanto calor… Yo tomaba mi baño de sol en la playa, sabe usted, entre La Bocca y La Napoule, cuando de pronto veo salir del agua un muchacho completamente vestido: zapatos blancos, pantalón blanco, camisa azul y corbata azul y roja. Creí estar soñando. Finalmente le dije: “¿Acaso viene usted de África?”. “No —contesta—, vengo de Cannes paseando. Estaba tan lindo el día… ¡pero tan caluroso! ¡Y el agua estaba tan buena! He venido caminando por el agua”. Ahí mismo se desviste, queda en calzoncillos y pone a secar sus ropas. ¡Pero lo más lindo fue que las planchó con piedras calentadas por el sol! Entonces volvimos y cenamos juntos, luego lo llevé a fumar algunas pipas. Ya tenía el hábito.
—Pero, ¿qué es lo que hace?
—Es corresponsal de una gran empresa americana de algo que ya no recuerdo. O más bien era. Creo que tuvo problemas con ellos y que incluso le pagaron una gran indemnización para librarse de él. Con eso pudo comprar su lindo auto.
—¿Pero tiene dinero?
—No. Aunque lo ganará siempre. Tiene un talento extraordinario. Si quisiera ser decorador ganaría una fortuna. Todos los ricachones de París están locos por él… ¿Otra pipa?
—Ya me voy… Arichetti nos llevará…
Estaba Columot de pie junto a ellos con Marie-Jacqueline.
—¿Irse? ¿Qué hora es?
—Son las cinco, mi bella Barbara.
—¡Ya son las cinco!
Arichetti, Columot, Marie-Jacqueline y Lily partieron y el ruido del potente auto retumbó largamente en la noche. Luego Antoine entró en un largo túnel de ensoñaciones doradas del que salió bruscamente para ver que ya era pleno día. Barbara y Berthe reposaban sobre un diván, envueltas en toallas y frazadas. Courvoisier encendía un cigarrillo en la puerta del jardín. Auportain tenía su sombrero en la mano.
—Mi querido señor, ¿quiere usted volver conmigo? Haremos un paseo a pie por el borde del Marne o en el bosque de Vincennes. Barbara y Berthe se quedan aquí otro rato, es decir hasta las cinco de la tarde, y dejaremos a Courvoisier largarse en su bólido.
Antoine se puso de pie. Tragó un gran vaso de naranjada, se mojó la cara y salió con su acompañante. Una ligera bruma flotaba sobre el Marne. El paisaje prolongaba la atmósfera de la noche. Sin decir palabra, iban como flotando en una nube. Un ruido de motor los alcanzó y la voz de Courvoisier:
—Doctor, es muy malo pasear en la bruma. Suba a mi auto. Lo dejaré donde usted quiera… ¿No hablaba usted del bosque de Vincennes?
Y partieron los tres, Antoine aliviado de no dejar atrás a Courvoisier pero inquieto de dejar a Barbara donde Artenac.
Algunos minutos después, Courvoisier los dejó en un sendero del Bosque y continuó, casi atropelló a un ciclista solitario y desapareció en una curva.
—¿Adónde va tan apurado?
—A ninguna parte, mi querido Antoine. Se levantó esta mañana con un gran proyecto en la cabeza. Puede estar seguro que tomó la dirección del laboratorio donde trabaja. Como sea, llegará hasta allá… ¡o se descorazonará antes! Lo observé anoche mientras usted soñaba con Barbara. Estaba solo en el diván. Una lámpara alumbraba su bello rostro. En un momento quiso anotar algo, sacó su lápiz, vano esfuerzo: lo guardó en su bolsillo sin escribir nada. Partió en busca de su sueño. ¿Habría que esperar a que lo encuentre? No lo sé. Sin duda su iluminación, su idea se revelará mediocre.
El sendero los había conducido a una gran pradera. Un jardinero cortaba el césped. Un viento ligero elevaba algunas briznas de hierba. Se sentaron en un banco. Auportain callaba y Antoine, embobado, no tenía ningún deseo de romper el silencio. Se sentía llevado por alas invisibles. El sabor del aire penetraba toda su piel. Tenía conciencia de respirar y sentía un inmenso placer al dejarse inundar por esa frescura hasta los pliegues más recónditos de su cuerpo, su corazón y su espíritu.
Robert Desnos (1900-1945). Poeta y escritor francés, fue una de las voces claves del surrealismo. Considerado por sus pares como el gran maestro de la escritura automática, sus obras A la misteriosa (1926) y Las tinieblas (1927) le darían fama literaria hasta el día de hoy. Luego de su ruptura con Breton y el surrealismo en 1929, Desnos entroncó su escritura con registros más diversos y desarrolló una labor periodística analizando temas culturales, sociales y políticos desde una posición cercana al socialismo. Siendo parte de la Resistencia contra la ocupación nazi, lo que le acabaría costando la vida en un campo de concentración, escribió en 1943 Le vin est tiré (El vino está servido), una novela que retrata la vida de una pandilla de hombres y mujeres drogadictos en una ciudad hipervigilada y policial.Cristian Olivos Bravo (Santiago, 1984). Artista visual, editor y traductor con estudios en Literatura y Artes Plásticas. Se desempeña como traductor para su sello Ediciones del Caxicóndor y otras editoriales, y últimamente para la Fundación Teatro a Mil. Ha traducido desde el francés la antología bilingüe El pequeño Jarry ilustrado (Caxicóndor, 2011), Le livre de Monelle de Marcel Schwob (Fondo de Apoyo a la Traducción CNCA, convocatoria 2016), La personnalité del filósofo chileno del siglo XIX Jenaro Abasolo, Le vin est tiré de Robert Desnos (Fondo de Apoyo a la Traducción CNCA, convocatoria 2017) y una antología de Antonin Artaud.


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