Pertenecer a la historia*

Yara El-Ghadban
Traducción de Gabriel González Castro

*Publicado originalmente en la revista canadiense Moebius durante 2020.

a mi madre

Mi historia no me pertenece. La comparto con millares de cristianos, musulmanes y judíos para quienes Palestina es nada menos que la Tierra Santa, la Tierra Prometida. Nativos, migrantes, nómades, comerciantes, conquistadores, misioneros, refugiados, colonos… diferentes pueblos viven hacen miles de años en Palestina. Vengo de este nudito adiamantado que une a África, Europa y Asia, lugar de paso de las primeras migraciones conocidas por la humanidad. Corren por mis venas historias, memorias, cantos, civilizaciones de tres continentes. ¿Quién soy entonces para reivindicar una historia que pertenece a toda la humanidad?, ¿para llamarla mía, mía y solamente mía? ¿Quién soy para ridiculizar a esos fieles que lloran en las calles de la Vieja Jerusalén, caminando tras los pasos de Cristo, incluso si no conocen ni la lengua ni el camino de su salvación?

Reivindico la libertad de ser narradora de mi historia. La que teje, la que dice, la que cuenta. Exiliada en la vida, rechazo ser exiliada de mi relato. Mi historia es vieja como el Viejo Mundo. Un jardín de lenguas. Una epopeya transcontinental de mitos frágiles y devoradores. Una geografía plegada y desplegada, con capa sobre capa de arena, rocas, ríos, colinas, montañas, valles. Mi historia ha colocado el polvo del mundo sobre mi cuerpo. El desierto mezclado con el rocío de los prados, el dulce aliento salado del Mar Muerto y del Mar de Galilea y las caletas del Mar Blanco –el nombre árabe del Mediterráneo–.

Imagínense entonces. Imagínenme, narradora de mi historia. Olviden todo lo que conocen o piensan saber de Palestina, de Israel, del conflicto israelí-palestino, como se gusta nombrarlo (para decir que es una disputa y no una aberración de la era colonial). Olviden la Tierra Santa y sus cursos de catequesis, de ética y de cultura religiosa, de moral (o como se llame el curso que se supone que les convierte en buenos ciudadanos).

Si yo era la única narradora de mi historia, y si me leyeran sin prejuicios, les hablaría de mi abuela materna, Rasmiyyeh, que cantaba en italiano, y de mi tío abuelo Ahmad, héroe de la revuelta de los palestinos contra los británicos en los años de 1930. Les hablaría de las hermanas italianas que vivían en el convento situado en lo alto de Saffuriya, su pueblo natal. Como la mayoría de los pueblos palestinos, Saffuriya acariciaba la ladera de una colina, las casas giradas hacia las tierras cultivadas más abajo en la llanura.

Las hermanas se abastecían con los campesinos. Las chicas jóvenes del pueblo, a su vez, visitaban a las hermanas y las ayudaban en diversas tareas. Es así como el árabe y el italiano cantaban a dúo en la casa de mi abuela. Su música me habita, aunque rara vez tengo oportunidad de hablar árabe fuera de mi casa y no conozco en absoluto el italiano, salvo por las arias de ópera que acompañaba en el piano.

En Saffuriya, las hermanas y sus vecinos palestinos no discutían ni de Dios, ni de los colonos, ni de milagros, incluso si sus encuentros tenían todo que ver con Dios, los colonos o los milagros. Ellas compartían las noticias de la joven casada que ya se embarazó, del pastor que perdió una de sus ovejas el otro día, de la temporada de higos, del queso para marinar en agua, sal y algunos ajís, del burro enfermo y de las canastas de paja que habría que vender a buen precio en Nazaret. Una vez terminadas las tareas en el convento y en la casa, las chicas y los chicos del pueblo caracoleaban hacia las ruinas de los prados que les servían de campo de juego. Sus pies barrían el suelo y de vez en cuando desenterraban los mosaicos de los antiguos conquistadores romanos. Un convento había remplazado a las villas de los emperadores y el italiano al latín, pero los niños sabían muy bien que la marcha de la historia era el mismo, solo que los caminantes cambiaron de nombre y lengua. A veces eran conquistadores y otras, colonizados. Los niños del pueblo jugaban y revolvían las huellas de la historia bajo sus pies.

Durante la Segunda Guerra mundial, los británicos controlaban Palestina. Bloquearon los suministros y toda la ayuda enviada desde Roma al convento de Saffuriya. Hicieron pagar a las hermanas la alianza de Italia con Alemania, aunque nada tuvieran que ver con eso. Los pueblerinos se reunían y cada familia ofrecía alimentos, semillas y otras provisiones para ayudar a las hermanas a sobrevivir. 

Saffuriya siempre tenía algo que decir sobre la historia. Como antigua fortaleza, el pueblo sirvió de base para los resistentes palestinos, entre ellos mi tío abuelo, contra la ocupación británica. Me acuerdo de un día donde caí sobre su nombre en un libro de historia. Un libro escrito en árabe por historiadores árabes que contaba lo que no se cuenta en otros lados. Estaba en la escuela primera en Dubái. El libro mencionaba a un cierto Ahmad Al-Toubeh, héroe perseguido por las autoridades coloniales durante la gran revuelta de 1936-1939. No hice inmediatamente el vínculo con el nombre de soltera de mi madre. Fue ella quien, ayudándome a repasar mis materias para un examen, se sobresaltó al leer el nombre y exclamó:

―¡Pero si es tu tío! ¡Tu tío abuelo, Yara! 

De pronto, dos breves líneas en un capítulo sobre la revuelta de los años 30 se transformaron en una saga familiar. Los hoyos de la memoria se cerraban uno tras otro. ¿Por qué la familia del lado de mi madre se refugió en Siria? ¿Por qué cada vez que yo evocaba delante de palestinos a Saffuriya, el pueblo ancestral de mi madre, me apretaban la mano como si hubiera hecho algo grandioso? 

―Saffuriya es un pueblo de valientes, se apresuraban a decirme.

Mi tío abuelo era parte de la banda de Izzidini Al-Qassam, importante figura de la resistencia palestina, el terrorista número uno para los británicos y, más tarde, para los israelís. Si se preguntaban por qué los cohetes artesanales palestinos llevan el nombre “Qassam”, bueno, ahora ya lo saben. 

En 1937, mientras el apoyo de los ingleses al proyecto sionista se hacía cada vez más flagrante y su poder cada vez más brutal, mi tío abuelo junto a tres cómplices asesinaron al comisario del distrito británico para Galilea, Lewis Yelland Andrews, privando al régimen británico de uno de sus más fervorosos tenientes coloniales. La muerte del alto grado of Her Majesty’s Armed Forces provocó un sismo político. El Alto Comité Árabe, órgano principal representante de los palestinos bajo la ocupación británica fue, de la noche a la mañana, declarado ilegal. Mi tío abuelo debió exiliarse en Siria por primera vez junto a varios líderes políticos palestinos. Los franceses, que en la época controlaban Siria, lo capturaron y lo reenviaron con los ingleses que, a su vez, lo tomaron preso en Acre, al norte de Palestina. Como en toda economía propiamente colonial, se subcontrataba. Los guardias de la cárcel, palestinos también, ayudaron a mi tío abuelo a escapar. 

Una cacería le vino encima. Un comandante británico desembarcó en Saffuriya con sus tropas y convocó al mukhtar, el líder del pueblo. Apenas disimuló su sorpresa este comandante cuando el mukhtar (un pariente de mi abuela) llegó acompañado de una treintena de hombres y mujeres, todos de tez clara, ojos verdes y cabellos castaños, el mestizaje de las civilizaciones tatuado en los cuerpos.

―Sus ojos son los ojos de los amos― afirmó el comandante con satisfacción. 

Decía implícitamente: nuestros hombres (blancos de Occidente) se garcharon a sus mujeres (morenas de Oriente).

―Nuestros ojos son los ojos de las sirvientas― replicó el líder de Saffuriya. 

Decía implícitamente: son sus mujeres (blancas de Occidente) las que estaban al servicio de nuestros hombres (morenos de Oriente). 

Mi abuela Rasmiyyeh tenía el cabello castaño y los ojos verdes también… su mirada esmeralda está grabada en mi memoria infantil. A veces, cuando lloro o cuando el invierno recubre mi rostro con su luz blanca, o cuando me zambullo con los párpados abiertos en el agua salada o en el agua con cloro de la piscina, mis ojos cafés también se vuelven verdes. Entonces la persona que está frente mío exclama maravillada: 

―¡Tus ojos! ¡Tus ojos cambiaron de color! ¿Te has puesto lentes de contacto?

En esos momentos pienso en mi abuela. Una calidez me sumerge. Me siento menos cortada de mis raíces, menos lejos de ella. En alguna parte, al fondo de mis ojos, Rasmiyyeh aún vive. 

Me gustaría pensar que ella era hija del amor y no de una violación. Que nació de la pasión y no del poder. Que su piel mestiza y su mirada verde oliva eran como Palestina, un jardín de culturas, de lenguas, de pueblos y de historias. Me gustaría conservar esta pequeña mentira y hacerla cuento, puesto que la alternativa –en la que ella fuera una niña de larga historia colonial y de la explotación de mujeres durante generaciones– sería demasiado triste, demasiado desalentadora. 

Si pensaban encontrar colaboradores entre los pueblerinos de ojos claros dispuestos a traicionar a uno de los suyos, el comandante británico y sus tropas se equivocaban. Omertá en el pueblo. Los habitantes de Saffuriya, culpables por asociación, fueron sometidos a interrogatorios, amenazas, agresiones y humillaciones. Nadie dijo ni una palabra. Frustrados, los soldados se ensañaron con mi abuelo Saleh. Se negó a delatar a su hermano. Saleh fue molido a golpes al punto de perder todos sus dientes. Gracias a dos pequeñas líneas de un libro de historia, por fin fue resuelto otro misterio familiar: los dientes perdidos de mi abuelo.

En esta historia, no éramos villanos ni víctimas. Éramos campesinos luchando por su libertad contra el imperio más tentacular del planeta y contra un proyecto de limpieza étnica aprobado por las potencias de la época. En ese libro, yo tenía una historia y me pertenecía con toda su belleza y su violencia. 

Saffuriya, la cuna de mi abuela, de mi abuelo, de mi tío abuelo; Saffuriya, conocida por sus habitantes revolucionarios de ojos verdes, fue borrada del mapa en 1948. Y el libro, como tantos otros, desapareció. En alguna parte entre Dubái, Siria, El Líbano, Yemen, Argentina y Canadá perdí la pista de mis ancestros. 

Su memoria perdura en Haret El-Safafreh, el barrio de los habitantes de Saffuriya en Nazaret, ahí donde quienes habían escapado de la deportación forzosa y a la destrucción del pueblo se refugiaron. Mi abuelo Saleh, que estuvo vinculado al “criminal” Ahmad Al-Toubeh, había tenido que exiliarse con Rasmiyyeh en Siria, donde su hermano los esperaba. Así nació mi madre en Homs. 

Saleh, Ahmad y Rasmiyyeh murieron como apátridas. 

Otros debieron enfrentarse a los nuevos amos israelís, llevar nuevos documentos de identidad y vivir como exiliados en su propio país, a pocos kilómetros de sus antiguas tierras y casas. En este barrio de Nazaret, de nombre melancólico, fue donde mi madre cincuenta años después, en 1999, reencontró a los miembros de su familia. Primos lejanos. Reconocibles por su parecido físico –pelo claro, ojos verdes oliva– y por el apellido compartido.

Un bosque de pinos, rápidamente plantado en 1948, reina sobre las ruinas del pueblo, ahí donde había casas, olivos, granados e higueras. Los prados de infancia de mi abuela hoy están cercados y designados como parque nacional, reserva natural y sitio arqueológico israelís. Únicamente los restos de la ciudad romana y algunos monumentos de la época de las Cruzadas han sido conservados. Los israelís han presentado las ruinas con gran pompa a los turistas y peregrinos.

¡Oigan, oigan! Aquí están los restos de Zippori, la antigua metrópolis comercial del Imperio Romano. Allá, el joven Jesucristo practicaba el oficio de carpintero durante el día, antes de volver a Nazaret por la noche. ¡Vengan y caminen los pasos del Niño Dios!

Los pies de mi abuela son más pequeños que los de Jesucristo. Pero sus pasos atraviesan generaciones y continentes. Para caminar en sus zapatos y en los de mis ancestros, he debido… 

Nacer exiliada y vivir refugiada en varios países.

Migrar hacia el hemisferio sur después hacia el hemisferio norte.

Aprender desaprender el amor el odio de las personas.

Domar la nieve el hielo los lagos.

No llorar más el mar ni la sal ni el desierto.

Aceptar que se puede viajar por opción y no por necesidad.

Recordarme antes de cada embarco que volveré. Acabar con las despedidas para siempre.

Cruzar recruzar el cementerio del Atlántico después el cementerio del Mediterráneo.

Pronunciar los nombres Israel Palestina Territorios ocupados Cisjordania Gaza sin reír y sin ironía.

Sonreír al aduanero israelí en el aeropuerto mientras me interroga por dos o tres horas.

Suplicarle que no timbre el pasaporte porque sería persona non grata en Siria y en El Líbano (ahora ya lo hacemos en un papel aparte: demasiados turistas occidentales de viajes regionales se quejaban de tener que justificarse en la frontera).

Explicar por qué no me gustaría ser persona non grata en Siria y en El Líbano.

Someterme a una o dos horas más de interrogatorio por atreverme a mencionar Siria y El Líbano.

Tragarme mi dignidad y calmar al aduanero con que vengo solo de visita –solo soy un turista, señor. Canadiense, sí. 

Agradecerle su comprensión –gracias, gracias por su hospitalidad– cuando me cede por fin el derecho de paso. 

Asentir cortésmente cuando me contesta –Canadá es amigo de Israel, al fin y al cabo, y los turistas canadienses gastan mucho dinero aquí. 

Tomar la carretera hacia el norte luego a Tel Aviv hasta Galilea. 

Mirar fijamente como una analfabeta los carteles y las letras extrañas puestas en todos lados sobre las fachadas de las tiendas. 

Llegar a la entrada del Tzipori National Park después de dos horas de viaje.

Comprarme un boleto con séqueles ornamentados con el rostro de Ben Gurion, padre fundador del Estado de Israel.

Seguir escrupulosamente los senderos que conducen al sitio arqueológico – to preserve the rare and critically endagered plants. [i]

Escuchar sin explotar el discurso del guía que cuenta la historia de Zippori Tzipori Sepphoris (escoja su idioma), la villa romana – the magnificent capital of the Galilee in the time of Galilee in the time of the Roman conquest – todo omitiendo el pueblo árabe que se llamaba Saffuriya – in the Arabian period, the city fell from its greatness.

Resistir al deseo de arrancarle los ojos a los turistas que rozan el suelo admirando los mosaicos – the pinacle of mosaic art in the country. 

Observar atentamente la colina que domina el sitio, ahí donde estaba encaramada el pueblo de mi madre y el espíritu de los rebeldes contra la injusticia. 

Escrutar uno a otro –mi madre, mi padre, mi hermano y a mí— y sonreír tristemente.

Darle la espalda a la colina, teniendo en la mano una postal –Tzipori, glory of the entire Galilee— obsequiada generosamente por el guía a los visitantes.

El único acto de revuelta: 

Desviarme del camino mientras los otros turistas continúan su visita.

Recoger higos de un árbol silvestre, solitario, que espera durante décadas el retorno de los campesinos que lo plantaron.

Sostener tiernamente los higos polvorientos en las palmas de mis manos.

Comerlos ahí mismo mientras me digo…

Era tal vez la higuera de mi abuela y el polvo de su casa. 

27 de febrero 2020


Yara-El-Ghadban (Dubai, 1976). Novelista, editora y antropóloga palestino-canadiense. Autora de las novelas L’ombre de l’olivier (2011), Le parfum de Nour (2015) y Je suis Ariel Sharon (2018). Su obra ha sido laureada con diferentes galardones, tales como el Premio de la Diversidad del Festival Metropolis Bleu 2019 y el Premio del Consejo de las Artes de Canadá. Su libro más reciente, Les racistes n’ont jamais vu la mer (2021), coescrito con el poeta haitiano Rodney Saint-Éloi, fue finalista del Prix des Libraires 2022. Su obra ha sido traducida al inglés y al árabe. El-Ghadban dirige en Quebec el Espace de la Diversité, organismo que lucha contra el racismo y la exclusión a través de la literatura.

Gabriel González Castro (Santiago, 1995). Traductor.


[i] En adelante todas las citas en cursivas provienen del sitio web del Tzipori National Park: https://www.parks.org.il/en/reserve-park/tzipori-national-park/

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