El chófer de la aplicación

Sebastián Alvarado

Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita. 

Si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.

“La tristeza”, Antón Chéjov

Me gustaría tocar tus manos.

El ruido del celular te despierta. Aunque últimamente despertar no es suficiente para sentir que te encuentras en la realidad. El tiempo para ti se resume en una sucesión irrelevante de paisajes y en la falsa diversidad musical de las radios nacionales. En dormir y despertar y en una voz que te dice en qué calle debes doblar. Todo es más fácil si una voz te dice qué hacer. Sigue derecho, no te detengas, no importa qué suceda, nunca te detengas, por nada en el mundo, lo único relevante es seguir avanzando, porque la vida es eso, toda la vida es eso, el segundo en el que tienes que recoger al pasajero y la voz te indica su destino, tu destino, todos los destinos, todos los hilos entrelazados que conforman al mundo y al universo.

—¿El auto es suyo o lo alquila para trabajar? Está bonito.

Me gustaría tocar tus manos, acariciar tu pelo, levantarte en el aire y escuchar tu risa.

—Es mío, aunque todavía lo estoy pagando. La verdad es que al comienzo no me gustaba mucho, lo compré porque lo eligió mi hija. ¿Le puedo contar algo personal? Hoy se cumple un año…

La voz dice que llegaron. El pasajero se baja rápido. Todos hacen lo mismo, nadie se queda mucho tiempo en el mismo lugar. El celular suena, hay que ir a buscar otro. Los rostros con el tiempo se vuelven uno solo. Una mirada, una voz, un silencio genérico, un silencio que entierra todo lo que es humano arriba de una carroza que atraviesa la eternidad sin motivo, sin destino propio. ¿Cuál es tu propósito? Que abran y cierren la puerta. Nada más, ojalá con suavidad, no quieres nada más. ¿Qué más se le puede pedir al universo? A veces en secreto cierras los ojos y le pides a Dios que cierre la última puerta.

—¿Puede ir un poco más rápido, amigo? Voy atrasado.

—Perdón, pero voy al máximo que me permite la ley.

—Si no te apuras, te voy a evaluar mal en la aplicación.

A veces me hablabas al oído y sentía cómo tu nariz rozaba mi oreja, cómo tu voz se introducía en mi interior, cómo me recorría y me hacía consciente de la vida, de mi vida.

El ruido de la puerta, la voz del celular, los paisajes fugaces, el aire acondicionado, la ansiedad reprimida, la pastilla que te permite ser feliz un rato, las mismas conversaciones que no dejan de repetirse porque toda la gente en el fondo habla siempre de lo mismo (que es de ellos mismos), los recuerdos que no se van, el dormir y el despertar y el escuchar la puerta. ¿Pensabas que sería así? Siempre te imaginas, no sabes por qué, que caes por un diminuto espacio entre edificios, por un pequeño trozo de vacío reservado exclusivamente para ti.

—La situación del país está mal, el desempleo ha subido. ¿Quién cree que tiene la culpa?

—No sé, no me meto en esos asuntos. 

—¿No le importa Chile?

—No, ya no. ¿Le puedo contar algo personal, amigo? Hoy se cumple un año desde que mi hija… 

—Mejor no hablemos durante el viaje. ¿Puede subir el volumen de la música, por favor?

Si tan solo pudiera tener tus manos en las mías una vez más, si tan solo pudiera acariciar tu rostro, podría seguir soportando esto.

A veces en tu cabeza aterrizan recuerdos extraños: el perfume de tu madre, los juegos con tu padre, el campo, el sentir la intensidad del aire mientras corrías detrás de una pelota de futbol, las confusiones infantiles y el anhelo de ser igual que los héroes de las películas, y no te explicas por qué esas memorias te molestan, como si fueran intrusos en un templo abandonado en el que nunca volverá a entrar nadie. Además, por momentos, interrumpen a la voz, a esa voz amable que te dicta la voluntad del mundo, de la cual tú eres un peón, un esclavo, un siervo responsable que se somete con seriedad a su tarea. ¿Por qué detenerte? Si te detienes, el mundo se detiene.

—Papá, te quiero.

Te das vuelta y nadie, estás solo. La calle está más oscura de lo normal. Has intentado todo el día poder contar que ha pasado un año, que hace un año no tienes nada más que un camino, por el cual conduces y por el cual eres conducido. Le preguntas al celular dónde estás y esta vez no te responde. Lo revisas y notas que está apagado. Buscas una de tus pastillas y la tragas. Y manejas en dirección a ninguna parte, porque eso es lo que necesitas en este momento. No escuchar la puerta y no llegar a ningún lado, como si existir fuera una forma de desaparecer

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