La dalia blanca
Verónica Jiménez
El viento sopla suavecito, como la caricia de una mano invisible que roza apenas el pasto y lo estremece, casi como el aliento de alguien sobre esas hojas verdes filudas donde descansa su mirada, mientras ella, la niña, sigue recostada en el lugar más apartado del eriazo, en ese lunar de pasto salvaje que crece allí, esa porción del mundo suspendida debajo del árbol casi pelado en esta época del año, mediados de abril, otoño, y su cuerpo hundido en esa frescura extraña, verde humedad que sube desde la tierra que nadie riega, porque el eriazo no tiene dueño, esa humedad que es más bien un sudor frío contra una de sus mejillas, mientras la otra está expuesta al viento que comienza sus rondas de la tarde, levantando hojas y papeles, y ella, entrecerrando los ojos, siente el aire entrar en sus pulmones y hasta en sus venas y se deja invadir por la sensación de estar viajando sobre una nube, aunque luego de unos minutos las voces de los chicos, que juegan a la pelota, levantando y esparciendo tierra seca con sus zapatos escolares, la traen de nuevo hacia este mundo removido por el viento, cada vez más caudaloso, como si el eriazo fuera una manta reseca que tiene que ser sacudida, pero que no es posible descorrer, se mantiene siempre en su lugar, áspera y mugrienta, aunque uno se tienda sobre ese lunar de pasto y el cielo parezca girar sobre el árbol de ramas peladas que ya no da sombra.
Era como estar mareada simplemente, al principio era eso, acostarse por la noche y estar mucho rato sumida en un mareo incesante mientras piensa en su padre que no vuelve, un día tras otro y no vuelve, no se sabe adónde lo llevaron dice la madre, que entra y sale, llora y sale, con su pelo negro hasta la cintura y los ojos hinchados, sale y vuelve por la tarde, con la cabeza hundida entre los hombros, ella que era un lirio, erguida entre la muchedumbre, un lirio que ahora va marchitándose, maltratado por el viento de la calle, también por el aire inmóvil dentro de la casa, fumando un cigarro tras otro, muda como un pez, mientras ella, la niña, no se atreve a preguntar una vez más por su padre y cuando se acuesta se marea en vez de dormir, torturada también por las palabras de unos compañeros de la escuela, el que dijo el papá de la Dalia se fue de la casa, y luego el que graznó como ganso la Dalia no tiene papá, ese mareo lleno de voces susurrantes, hasta que una noche descubre una botella con restos de vino en un cajón de la cocina, ahí mismo bebe un trago, y descubre también que hay otro tipo de mareo que te ayuda a dormir.
Recostada sobre una nube, ahí sigue, tendida sobre el pasto, aunque luego ese viento agita su pelo, lo revuelve y lo enreda, hasta que por fin se incorpora y se queda sentada, porque los chicos han terminado de jugar y tres de ellos caminan hacia acá, riendo, dándose cachetadas y empujones, ese mismo viento les arroja tierra a la cara, y ellos esperan que los demás se vayan para sentarse junto a ella y cuando no queda ninguno le hablan, dicen que no se olvidaron, que aquí está la botella, y siguen riéndose al desenrollar un polerón morado, es así como la hacen aparecer, de entre sus pliegues, con el corcho embutido a medias, porque alguien la había destapado ya y vuelto a tapar, y ella la toma entre sus manos, retira el corcho sin esfuerzo, mientras mira las caras de los chicos, surcadas de transpiración, la levanta con una mano, se la lleva a la boca, y el viento la despeina y hace un juego con su cabeza provocando que su propio pelo se pegue en el borde de la botella y tenga que sacarlo, así aspira su olor y comienza a tomar, uno, dos tragos, pero ellos le reclaman, le dicen no po, espera, espera, tenemos un trato, se la quitan de las manos, cuando aún el vino no ha terminado de pasar por su garganta, se la quitan y la dejan a un lado, sobre el pasto, y sentándose junto a ella, van acercándose poco a poco, riéndose, y, asegurándose de que no haya nadie cerca, van pegándosele esos tres, riendo como monos, y por turnos la empiezan a manosear.
Es como estar mareada, al principio eso es, y no poder cerrar los ojos y rezar para que venga el sueño, mientras la tierra gira, y gira su cama en el centro, inestable como un bote junto a un muelle, como ese bote al que subieron con su padre a fines del último verano familiar, hace dos años, una breve vuelta por la bahía junto a la madre, y ella conteniendo a ratos la respiración y las ganas de gritar, la mano de él apretando su mano y diciendo no pasa nada hija, no nos vamos a hundir, mientras el viento la despeina tapándole los ojos y después se levanta en blandos remolinos por encima de su frente, pero todo eso no es más que una imagen fantasma, y se propone rezar ahora para que él regrese al día siguiente o en un mes más, rezar para que entre de improviso, muy temprano, en su habitación y sonría y diga no pasa nada, ves que no pasa nada, estoy aquí, esto ha terminado, ahora vas a poder dormir, pero esto no ha terminado, quisiera responderle después de estos dos años, esto no acaba nunca, porque él no termina de regresar y ella ahora ya ni siquiera pregunta ni cuándo ni por qué.
Es así el mareo, es estar sentada sobre un mundo que se agita todo el tiempo, un mundo tembloroso y sucio, con chicos estúpidos que juegan a la pelota y sudan, que quieren tocarla a cambio de qué, sólo porque han robado un poco de vino de sus casas y para ellos es un juego más, tocan y se ríen, tenemos un trato, se ríen y la salpican de saliva al reír, hasta que ella dice está bueno ya, me tengo que ir, cómo que te vai a ir, es que no quiero, soi mentirosa hueona dijiste que te ibai a dejar, ya no quiero, me tengo que ir, y además me dolió el estómago inventa, porque le dieron ganas de llorar y no quiere que la vean llorando, mareada y llorando, déjenme, y los aparta cuando la tironean para que no se vaya y los deje ahí varados en el eriazo, suéltenme pajarones, y se le saltan las lágrimas sin querer, se aleja corriendo, tambaleándose como si caminara sobre las aguas del mar, donde hay tantos botes con banderitas que se cimbran con las olas y su padre la toma de la mano para que no tenga miedo, no pasa nada hija, y ahora le gustaría poder hablar con él, contarle que no fueron nunca más al mar ella y su madre, y que ella a veces piensa que tal vez algunas personas se preguntarán por esa familia que ya no viene, y dirán que no los vieron más paseando por la playa, y dirán que qué habrá sido de ellos, qué habrá sido del padre, qué habrá sido de la madre, qué habrá sido de la niña, tan frágil, Dalia parece que se llamaba la niña.
Verónica Jiménez (Santiago, 1964). Escritora y editora en Garceta Ediciones. El 2012 ganó el premio a la Mejor Obra Literaria Inédita con su libro de ensayos Cantores que reflexionan (Garceta, 2013), una indagación notable sobre el lugar de la poesía popular en la cultura chilena. El 2017 ganó el Premio Municipal por su libro de poesía La aridez y las piedras (Garceta, 2016). Publicó Catábasis (Cuadro de Tiza, 2017) y los libros Islas flotantes (1998), Palabras hexagonales (2002), Nada tiene que ver el amor con el amor (2011).


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