Los afectos de la enfermedad
Dejaste que me quemara y ahora somos cenizas en el suelo de Gerundio

Diego Zamora

Entre los años 70 y 80, cuando la pandemia del sida comenzaba a afectar de forma masiva, principalmente a migrantes, disidencias sexuales y personas racializadas, Susan Sontag escribió dos ensayos: La enfermedad y sus metáforas (1978) y El sida y sus metáforas (1988). En ambos textos, la escritora hacía patente un problema en el lenguaje que utilizamos para referirnos al cáncer y al sida: la militarización como metáfora. A las enfermedades se les ataca, se les debe reducir como se reduce un grupo extranjero que invade una nación. Por este motivo, se trataba de enfermedades vergonzosas, porque representaban el riesgo del otro, el otro diferente. Ambas enfermedades adjudicaban una vergüenza que provocaba problemas no solo personales para quienes las padecían, sino también para los avances de la medicina que podían encontrar soluciones para el dolor y las afecciones, pero también provocaban un problema estético: no se podía escribir literatura sobre estas enfermedades.

De ahí a la fecha, la enfermedad ha logrado reivindicar un lugar teórico y literario. Autores como Enrique Lihn o Guadalupe Santa Cruz ahondaron en las afecciones del cáncer desde poéticas que removían esas metáforas militares para permitirnos mirar otro lugar. El sida, por otro lado, ha encontrado referentes en las letras de Pedro Lemebel o Jorge Marchant, abriendo paso a una literatura particular, que da espacio a una bibliografía seropositiva que sigue creciendo, aun cuando la pandemia del sida va en retirada de la discusión pública.

Cuesta encontrar libros como Dejaste que me quemara y ahora somos cenizas en el suelo (Colectivo Mar y Cueca, 2023)de Gerundio, en el cual se profundiza sobre el cáncer y el sida a la par, a partir de la experiencia biográfica, atravesada por ambos diagnósticos.

Conocí a Gerundio en esa comunidad seropositiva que se estaba transformando por el acceso a terapias menos invasivas y generaciones que buscaban nuevas formas de vivir la enfermedad. Por entonces no éramos tantas las que visibilizaban sus resultados y aún siguen siendo varias las que lo deben esconder por el prejuicio social. Pero ahí andábamos, locas artistas y escritoras que querían participar para pensar en nuestra historia particular, la historia de nuestra sangre.

Para lograr construir ese relato, es necesario el gesto que doblegue el discurso familiar. Porque la familia reconoce una historia de la sangre que triunfa en el traspaso genético, en la procreación y la reafirmación de un futuro tildado por el apellido paterno, y acá cito a Gerundio: “en la familia Fuentes no se habla de maricones. Del VIH y del SIDA. No se habla de los dolores ni de los errores. Los Fuentes esquivan. Silencian. Ocultan”. Por este motivo, hablar implica una distancia con nuestros progenitores. Porque la casa familiar siempre implica un silencio: el de la violación, el de los golpes, el de la violencia. El marica sobrevive a ese lugar siempre y cuando pacte el silencio. Decir es interrumpir a la madre, callar la boca del padre. Y acá está uno de los puntos más interesantes de este trabajo: ni papá ni mamá dan el afecto que nuestra cultura asegura en su imaginario heterosexual.

Es clara la orfandad que nuestros padres han impuesto, en una lógica machista que marca la historia de tantos guachos. Pero hablar de la violencia ejercida por nuestras madres es un tema aparte, con un tabú que se sustenta en los afectos que se asumen como parte de la labor de la mujer. Pero las disidencias sabemos de ese amor furtivo de nuestras madres, las que se decepcionaron por no participar en la historia de los nietos, las que nos pidieron prudencia y mayor recato cuando llegaban las visitas. Nos acostumbramos a fingir para recibir el amor maternal. Como dice Gerundio: “En historias como la mía, los protagonistas nos acostumbramos a los afectos prestados”. Por eso, no es raro que las personas seropositivas vivan su enfermedad en silencio, no vaya a ser que sea otro motivo para que el amor se nos vaya, para otro desprecio, para otra herida.

Pero ¿por qué, en este texto marcado por los días que pasan en el Hospital San Juan de Dios, se profundiza en estos dolores? ¿No nos dice la cultura del optimismo que los enfermos deben pensar en mejorar, enfrentar con alegría el padecimiento para salir adelante? Gerundio no entra en esa lógica del enfermo exitista que separa a los hospitalizados entre ganadores y perdedores. Por el contrario, se sitúa en el lugar de la pérdida como otro dolor. Su texto nos sugiere imaginar a un paciente que está caminando, aunque la camilla y los medicamentos lo mantengan quieto en el hospital. No niega la posibilidad de repasar sus dolores personales, contradiciendo a la felicidad forzada que se exige al que padece. Cito: “Los médicos me dicen que hay que soltar las cosas. Que eso hace bien”. Pero el autor no suelta, toma las heridas para dar otro sentido a la experiencia hospitalaria, un sentido de reunión, donde los personajes comienzan a tomar roles que desenmascaran la historia personal. El sujeto se acerca a la muerte, en tanto cercanía con la vida. Cómo diría el poeta argentino Héctor Viel Temperley, en su paso por el hospital: “voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”. Ese es el secreto de la enfermedad, nos permite ver los afectos del cuerpo.

Este libro, que reconoce los afectos prestados ante la negativa del amor filial, vive en un hospital donde los tratamientos forman parte de una terapia paralela, la del reconocimiento de la vida, con sus dolores y traumas. Volviendo a Susan Sontag, las metáforas militarizadas, las que nos llevan a hablar de la enfermedad como un enemigo al cual destruir, se transforman en este libro en una serie de relatos que señalan a la enfermedad como metáfora del reencuentro, del tacto con el cuerpo y sus síntomas, su daño, que es al fin y al cabo la posibilidad más cercana al sentirse vivo. Por eso, en vez de soltar, en vez del optimismo exigente, el enfermo de estas prosas escribe sobre lo vivido mientras pasan los días en el hospital. Nada más cercano a la vida, nada se resiste tanto a la muerte como el reconocimiento del dolor.

Museo del Estallido Social, Santiago, 5 de noviembre de 2023


Gerundio (Talagante, 1984). Gestor Cultural y artista visual chileno. Fundador de Colectivo Mar y Cueca. Su trabajo y su creación surgen de la exploración de las diversidades, las identidades, el género y la construcción de la memoria. Como persona seropositiva y perteneciente a la comunidad LGBTQIA+ ha guiado sus procesos, como gestor y artista, enfocado en establecer diálogos y reflexiones en torno a la igualdad, la dignidad humana y la no discriminación. Desde la resignificación de su propia historia ha explorado diversas disciplinas y materialidades, como el bordado, el tejido, la performance, la danza y la instalación.

Diego Zamora Estay (La Ligua, 1989). Es poeta y profesor de lenguaje. Actualmente estudia el Magíster en Letras en la Universidad Católica. Ha participado en antologías demo Maraña (2019) o Letras que sanan, escritura autobiográfica de jóvenes viviendo con VIH (2028). Su trabajo va desde la educación, la escritura poética y los estudios críticos sobre literatura, con énfasis en la micro editoriales, producción de fanzine y otros medios alternativos.

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