Otro pasado es posible
Prólogo a Mala guerra, cristiano de Edmundo Bustos Azócar

Alberto Harambour Ross

Con apenas 200 años, los Estados latinoamericanos han producido millones de toneladas y cientos de miles de metros lineales de documentos, y han sido la fuente principal para la elaboración de las narraciones sobre el pasado. En aquellas páginas se asoman los mitos fundacionales. Mezclados, imperceptibles entre los viejos papeles de algún archivo, bien cuidados o roídos, ellos han sido capaces de reproducirse con una velocidad asombrosa: en poco tiempo y fuera de la caligrafía apresurada o de la mecanografía precaria de los funcionarios llegaron a alcanzar el estatus de verdades inconmovibles, razones de Estado sumergidas en la bruma del tiempo y proyectadas a los pasados más lejanos, naturalizando invenciones recientes que persisten en la imaginación de sucesivas generaciones. Calladas, apenas audibles, existen allí también profundas grietas, huellas de punzantes dudas dentro de los redondeados relatos de la estabilidad del Estado mononacional.

En algún momento surgen preguntas nuevas, como parte de las más antiguas y calladas, que permiten pensar futuros diferentes. Porque el pasado no es ni tal ni como llegamos a pensarlo a partir de la historia escrita sólo con aquellos documentos oficiales y leídos desde el privilegio de la certeza. Este libro surge de entremedio de miles y miles de documentos oficiales que han sido revisados con buenas preguntas a mano, y logra extraer de ellas, de sus pliegues y silencios, buenas respuestas para entrar con ellas al segundo cuarto del siglo XXI.

En enero de 1879, el teniente Juan Tomás Rogers anotó en su bitácora que «los indios [patagones] nos interrogaban con vivo interés por la guerra que ellos imaginaban podría estallar entre nosotros i los arjentinos». El oficial de la Armada de Chile intentaba completar entonces una exploración de las tierras que se extendían inmediatamente al norte de la colonia de Punta Arenas, incluyendo las áreas interiores de la actual provincia argentina de Santa Cruz. Como había escrito Darwin antes, aquellas planicies no tenían límites, «pues ellos son escasamente factibles y por tanto ignorados», y parecían portar «la marca de haber durado así por siglos». Por ello, el británico pensaba que así permanecerían para siempre. Y en efecto, a medio siglo de sus exploraciones no existían límites interestatales, y salvo sobre el inmediato entorno del pequeño enclave chileno sobre la costa del Estrecho de Magallanes, ni Argentina ni Chile tenían mayores informaciones sobre una geografía que pretendían como propia.

El escaso conocimiento que los estados que estaban cerca de ir a la guerra habían llegado a documentar se debía, en lo fundamental, a la producida por el Almirantazgo británico y por el pueblo aónikenk, transmitido en ocasiones a través de algún esporádico viajero europeo, científico o baqueano. En «el país de los tehuelches», como lo denominó el gobernador colonial argentino Ramón Lista, existía una forma de soberanía distinta a la que se disputaban ahora dos estados débiles y con pocas décadas de existencia. En las estepas del sur del cono sur americano era la cultura llamada «patagona» desde España y luego por Occidente, profundamente abierta al intercambio de todo tipo con otros pueblos, la que ejercía control sobre la experiencia de habitar o transitar aquellas tierras malditas por Darwin y casi todo extranjero posterior. De esta novedosa tensión entre fuerzas ausentes y lejanas, las de los estados, y eso ya lo sabían los aónikenk, ellos podían ser víctimas. 

Argentina y Chile estuvieron en varias ocasiones al borde de la guerra por la Patagonia austral. En la década de 1870, en la de 1890, en la de 1960 y en la siguiente, y por ello buscaron, en la segunda mitad del siglo XIX, el respaldo de los «caciques» aónikenk. Esa información es conocida, y está en el origen de la investigación que este libro expresa, buscando mirar ahora desde el reconocimiento de la agencia o conciencia de los tehuelches del sur cómo se desarrollaron sus relaciones con las autoridades y asentamientos estatales. Y es que las guerras internas de los chilenos y de los argentinos, o sus casi guerras internacionales, tenían efectos sobre las hospitalarias «partidas» o «parcialidades» tehuelches para las que no existían delimitaciones rígidas sobre la estepa, ni entre las personas de «razas» u orígenes diversos, como denominaban a las diferencia fenotípicas y culturales los agentes estatales.

La misión de Rogers había terminado abruptamente cuando llegaron hasta los expedicionarios noticias sobre el Motín de los Artilleros. Producido en noviembre de 1877, el alzamiento destruyó buena parte de la Colonia chilena, aún más que durante otro motín producido veinticinco años antes y conocido como «de Cambiazo». Mientras algunos oficiales de la Armada y unos pocos estudiosos relevaban toda la información posible sobre tierras, animales, plantas, costas y gentes, la tropa colonial destacada en Punta Arenas, cansada de los malos tratos del gobernador Dublé Almeyda y las pésimas condiciones de vida, explotó con violencia, persiguió a abusadores políticos y económicos y saqueó y huyó, en busca de las costas orientales. En su camino afectó la economía aónikenk, principal sostén de la economía colonial, robando caballos como antes cajas fuertes. En 1851, durante la guerra civil chilena, también fueron víctimas de asesinatos, los tehuelches. Es decir, que cada vez que los chilenos confinados en aquellos distantes parajes se enfrentaron entre sí quienes vivían allí desde antes de su llegada, sin tener parte ni tomar partido, debieron sufrir violencias de distinto signo. 

Por eso el título de este libro: consultado el cacique Ventura sobre a quién apoyarían los «patagones» en caso de que se enfrentaran Argentina y Chile, que tanta bandera patria y ración habían distribuido para ganar sus lealtades militares, contestó al teniente Rogers un simple la guerra es mala, cristiano. Porque el enfrentamiento entre esas dos presencias fantasmagóricas la consideraban factible. La guerra que estalló entonces fue otra, sin embargo. Chile se enfrentó contra Bolivia y contra Perú. Y pocos meses antes, Buenos Aires había iniciado otra más, contra ranqueles, pampas y distintas parcialidades mapuche en la Patagonia norte. 

El libro de Edmundo Bustos Azócar sobre los aónikenk y la disputa entre Argentina y Chile por la Patagonia es el resultado de un trabajo riguroso en archivos innumerables, regionales y metropolitanos, locales y virtuales, a través de los cuales logra navegar exitosamente para analizar relaciones tanto evidentes como escondidas entre los pliegues de la historia oficial, nacional y regional. Construyendo sus preguntas atendiendo a la literatura más tradicional y a la más reciente, Mala guerra, cristiano viene a llenar un vacío desarrollando una lectura novedosa y exhaustiva de lo que en los textos dominantes fue interpretado como una incapacidad indígena con la identificación nacionalista. Bustos sigue la documentación detenidamente, y nos la presenta sin mezquindad ni sobre interpretaciones. Está aquí su voz propia, con un respeto por lo que fue y por lo que será que nos permite, a las, los y les lectores, proyectar nuestras propias preguntas y respuestas, asomarnos por otras ventanas para mirar al pasado y, por tanto, a un presente que vivimos al descampado, sin la protección de nociones definitivas. Hay detrás de la homogeneidad siempre deseada y nunca producida; persiste debajo y desde antes, y seguramente sobrevivirán a su crisis, voces e intereses distintos, otros, que este libro nos permite mirar a la distancia, a través de los pequeños espacios en que una foja documental se encuentra con otra gracias al trabajo minucioso del autor.

Este libro explora el pasado sin la pretensión absurda de presentarlo tal como fue. Se sumerge en un tiempo distinto para abrirnos un camino, documental y analítico, diferente a aquel que transitamos hasta ahora para conocerlo. El texto documenta muy claramente tres etapas fundamentales en la relación que desarrollaron los estados hacia los aónikenk: una primera, marcada por el miedo hacia los desconocidos y la inquietud por las inclinaciones políticas que pudiesen manifestar, acercándose a alguno de los estados que pretendían asentarse en sus territorios; una segunda, en las que éstos intentaron delegar sus pretendidas soberanías sobre las autoridades efectivas y preexistentes. Es éste un despliegue que tiene bastante de comedia de equivocaciones, y que a la luz de los documentos revelados expresa la oposición entre pueblos con autoridad y autoridades sin pueblo, que imaginan la vida como una ficción jurídica. La última etapa analizada es el resultado de un cambio mayor: los vapores comienzan a cruzar el estrecho de Magallanes y los capitales británicos desde Malvinas. Las ovejas se expanden, y tras ellas la autoridad formal de los estados que trazan al fin, sobre los mapas recién trazados antes que sobre las tierras, las líneas que los unen y separan. Entremedio y fuera de ellas son confinados los aónikenk, consolidado un racismo novedoso, que oscurece al amanecer del siglo XX, cambalache. Es el desprecio por quienes ya no causan miedo y han dejado de ser útiles para los planes de expansión: el siglo nace con el signo de la libra y las nuevas autoridades se apresuran a dar por extintos a los habitantes originarios. La historia oficial comenzará a tejer una narrativa de la Patagonia como territorio de homogeneidad social, fuertemente europeizada y sin grandes conflictos. E incluso como el lugar en que nació Chile, o Argentina, en 1520.

Para las etapas que vienen, leer este libro es importante. Comprender un presente que tiene poco de calmo requiere aprehender que el pasado no se parece mucho a la monocroma identidad de los mapas políticos actuales ni a las tradicionales historias mononacionales. Para proyectar un futuro de respeto en la diferencia nos sirve esta obra: las cosas son más complicadas de lo que parecen, y la diversidad de experiencias con las que convivimos están aquí desde antes que nosotros, y aún antes de las banderas o los nombres que pasan por eternos y se inventaron sólo ayer.

Punta Arenas y Valdivia, enero y marzo del 2023.


Edmundo Bustos Azócar (Viñ del Mar, 1962). Licenciado en Filosofía, magíster en Ciencias Políticas y doctor en Historia. Coautor, junto a Juan Pablo Cárdenas, del libro Enredados: complejidad, redes y sociedad y coeditor de Las rutas de la complejidad. Autor de diversos artículos y capítulos de libros en Chile y el extranjero acerca de materias relacionadas con ciencias políticas, historia y patrimonio cultural, temas sobre los cuales ha dictado cursos y conferencias en diversas universidades del país. Le correspondió organizar y dirigir el área de Patrimonio Cultural en el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, actual Ministerio de las Culturas. Fue director de Patrimonio en el Observatorio de Políticas Culturales y consejero de Cultura en la embajada de Chile en la República Popular China. Actualmente es director del Instituto de Sistemas Complejos de Valparaíso y de la Fundación Espacio Cultural de los Sagrados Corazones.

Alberto Harambour Ross (Punta Arenas, 1972). Historiador, profesor de la Universidad Austral de Chile e investigador del Centro FONDAP-Ideal, Es investigador responsable del proyecto Fondecyt 1230490, “Trabajo, colonialismo y fronteras en América del Sur, 1880s-1930s” (2023-2027). Recientemente coeditó, con Margarita Serje, el libro La Era del Imperio y las fronteras de la civilización en América del Sur (Bogotá y Santiago: Ediciones UniAndes-Pehuén). La segunda edición de Un viaje a las colonias. Memorias y diario de un ovejero escocés en Malvinas, Patagonia y Tierra del Fuego (1878-1898), con un prólogo de su autoría, fue publicada por Pehuén en 2022.

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