Lastimados por la fiera

Bárbara Castro

Nací cerca de ríos caudalosos, frío húmedo, bosques poblados y cerros verdes y floridos. A diferencia de quienes habitaban el mismo paraíso terrenal –como ellos le llamaban–, nunca sentí tal devoción por el lugar. Los paraísos atraen gente y yo quería estar solo. 

Por eso, cuando supe que un latifundista de la zona con terrenos en la alta cordillera necesitaba inquilinos para que le cuiden sus animales, entendí que era momento de salir del paraíso. La cordillera puede parecerse en muchas cosas al desierto, el viento es tan fuerte que las únicas plantas y flores que logran asomarse son aquellas resilientes. Me gusta pensar que son valientes, que pasan toda su vida de planta generando una piel más y más gruesa, muchas veces con espinas y corazas que pueden incluso lastimar a quien se les acerca más de lo debido o intentan arrancarlas. Parecidas a los cactus del desierto.

Mi trabajo era dar alimento a los animales, soltarlos al amanecer, volverlos al corral cuando caía el sol y protegerlos de los zorros y leones hambrientos que, lastimados por la fiera naturaleza de su propio entorno, buscaban presa fácil. Si yo fuera león también cazaría a esas cabras, no tienen a dónde escapar. 

Vivía de inquilino en una casucha que costaba calentar en invierno. Cada cierto tiempo bajaba al pueblo a conseguir lo importante, y cuando no podía bajar por culpa de la nieve, Pancracio, mi compañero pastor que vivía en el pueblo, subía con cigarros, algunas garrafas de vino, charqui y pan. Pancracio llevaba años trabajando para don Mario García, el latifundista. Se le reconocía por ser uno de los trabajadores más fieles, nunca había tenido un problema con su patrón, quien confiaba plenamente en él. Una vez casi lo invitan a la cena de Navidad de la familia García de no ser porque la esposa de don Mario era una vieja de mierda que no soportaba la idea de compartir mesa con un mapuche. Sobre todo porque pensaba que solo iba a poder comer con la mano y que no sabría ocupar ni tenedor ni cuchillo. Tanto asco le dió pensar en el hambriento Pancracio lamiéndose los dedos mientras disfrutaba de los platos preparados con tanta delicadeza que prohibió sin ningún tipo de pero a su marido que llevase al trabajador a la casa. Don Mario tampoco intentó insistir, tener que invitar a Pancracio no era algo que realmente quisiera hacer, solo pensaba que en un pueblo tan chico las noticias volaban, porque estaba lleno de viejas copuchentas, y que no le venía nada de mal la fama del agricultor que premia a sus más dispuestos inquilinos, sobre todo en estos tiempos en que la gente desconfía tanto de sus jefes y las autoridades. Además, a ver si algo aprendían los otros flojos de mierda que se quejaban por cualquier cosa, pensaba García. Mal que mal, Pancracio y yo éramos los únicos que cumplíamos con nuestro trabajo aunque la nieve nos enterrara. Mi compañero lo hacía porque disfrutaba genuinamente de su labor, yo porque disfrutaba de la compañía y conversación de mi amigo. Músico sin instrumentos y poeta sin cuadernos. No sabía escribir, así que algunas veces le pregunté si podía tomar nota de sus versos, para no olvidarlos. Nunca me lo permitió. 

Cada cierto tiempo se sumaba a nosotros Lorenzo, un argentino que vivía en el pueblo, pero que no era inquilino. Había logrado convencer a Don Mario para que le pagara por día trabajado apelando a su condición de ilegal, repitiendo incansablemente a García que en estos tiempos en que había tanto control y vigilancia no era bueno para alguien como él exponerse a un posible problema legal ni mucho menos a un escándalo, porque las viejas del pueblo eran peores que loros y que no solo se iba a saber ahí, sino que toda la comuna y posiblemente la región se enteraría que Don Mario García acogía a ilegales. 

—Si me permite, Don Mario, usted es un hombre demasiado importante e influyente en la región como para que su reputación se vea arruinada por un boludo como yo —le dijo Lorenzo a Mario García con cara de bueno para nada y poca cosa. Y lo convenció. Lorenzo tenía la habilidad de reconocer qué era lo que llenaba el orgullo de las personas y usarlo a su favor. Aunque no era tan difícil reconocer qué llenaba el orgullo de García: él mismo. 

—A estos hijos de puta les encantan los petes, boludo, pero no los de sus mujeres, los de sus trabajadores— me decía cada vez que contaba la historia de su trabajo remunerado. Sí que sabía hablar Lorenzo.  

Con el paso de los meses, el control y la vigilancia de los que hablaba Lorenzo comenzaron a tener más presencia en el pueblo, la fiera naturaleza de la cordillera había lastimado a su gente que buscaba qué comer y Don Mario la dotó de alimento. Le robaron unas diez cabras cerca del pueblo, así que movió sus influencias para cuidar su ganado. El desierto cordillerano comenzó poco a poco a poblarse de hombres con cascos y fusiles que tenían demasiadas atribuciones, el patrón había solicitado específicamente el aumento de la vigilancia en la frontera, y cuando los soldados llegaron entendieron que todos eran enemigos y ellos la pieza clave de orden, patria y justicia. Hasta los trabajadores más fieles, como Pancracio, fueron vigilados de cerca, pero nunca de frente. A otros, los más sospechosos, les pedían su identificación y luego se los llevaban, nadie sabía a dónde. Se parecen el desierto y la cordillera, en su inmensidad hay cosas que nunca veremos ni encontraremos. 

Lorenzo no tenía identificación, así que me pidió que lo acogiera mientras planificaba su vuelta a Argentina, sabía muy bien que tenía  que ser rápido y ágil. Junto con Pancracio conocíamos muy bien la cordillera, después de haber caminado tantos de sus rincones nos sabíamos las rutas no oficiales y clandestinas que podrían llevar a nuestro amigo a su destino. 

Decidimos avanzar atravesando los bosques de araucarias, los troncos podrían servir como escondite en caso de cualquier sorpresa. Caminamos durante algunas horas por quebradas de piedra hasta que vimos a lo lejos las coronas sobre aquellos vástagos milenarios y nos sentimos seguros, solo bastaba con cruzar el bosque para pisar territorio argentino. Una vez ahí, nadie de este lado podría reclamar nada del cuerpo de Lorenzo, nadie podría obligar su voluntad.

Nos habíamos detenido a compartir un poco de comida cuando el sonido pesado del quiebre de las hojas secas nos sorprendió. Tomamos lo que habíamos dejado y caminamos sigilosamente lejos del ruido, pero no paraba y las pisadas no solo fueron más cercanas sino que venían de todos lados, o eso sentíamos. Fue entonces cuando me di cuenta que no era solo uno, sino todos los que corríamos por nuestras vidas. Ya no importaba quiénes éramos, no importaban nuestras identificaciones, el caso era que intentábamos escabullirnos cerca de la frontera. 

El miedo no permitió que me diera cuenta de que llevaba un tiempo corriendo solo, no podía ver a Pancracio ni a Lorenzo y las pisadas seguían retumbando en mi cabeza. Me escondí.

Los gritos suplicantes de Lorenzo me llevaron hasta ellos y observé, siempre detrás de un tronco. Palpé mis bolsillos para saber qué traía conmigo: una cortapluma. De algo podrá servir, pensé, mientras sentía que la rigidez se iba apoderando de mi cuerpo. Las manos me sudaban tanto que no podía sacar la navaja, cada vez que lo intentaba salía el sacacorcho incorporado al arma. ¿Qué clase de hombre sigue rutas clandestinas sin un arma real? Me preguntaba maldiciendo nuestra planificación y nuestra poca desconfianza. ¿Cómo mierda íbamos a pensar que, después de todo lo que había estado pasando, el paso de las araucarias iba a estar vacío? Cuando estuve lo suficientemente cerca pude ver que eran cuatro soldados con sus caballos, habían amarrado a Pancracio a una araucaria y Lorenzo estaba en el suelo, cerca de una quebrada, atado de manos y sangrando.

—¡Dónde está tu identificación, mierda!—, decía uno. 

—Es que la perdí ahora en el camino, mi oficial. Si me vuelvo por donde vine la encuentro y se la muestro—, pedía misericordia Lorenzo. 

—¿Vo’ creís que somos hueones? Mira lo que está diciendo este argentino culiao, ladrón de mierda. ¡Tú te estái robando el ganado de Don Mario!

—Pero si yo trabajo para Don Mario, mi oficial. Pregúntele, se lo juro. Ni siquiera andamos con ganado—, decía mi amigo, cada vez más desesperado. 

Es difícil asumir la cobardía porque revela una de las condiciones humanas que menos nos gusta asumir. Aquella que nos dice que en situaciones de peligro somos capaces de abandonar todo con tal de aferrarnos a una vida miserable. Hay quienes abandonan amigos, familiares o amores con tal de seguir con vida, y es que la vida es tan valiosa que uno no puede permitir que unos perros se la arrebaten por capricho. O al menos eso me decía a mí mismo cuando quería justificar mis acciones. 

Pancracio intentaba dar fe de las palabras de Lorenzo, diciendo que ambos trabajaban para Don Mario García y que solo hacían un recorrido frecuente. Sin embargo, el español no era su lengua materna y el acento mapuche solo causó más rabia entre los guardianes de la patria. 

—¡Por favor, deje que nos vayamos! Yo tengo mi identificación—, dijo Pancracio. 

—Mira, vamos a hacer algo: te vamos a dejar ir, pero con una condición. Tienes que matar a este hueón—, dijo uno de los uniformados apuntando a Lorenzo. 

Al escuchar al soldado, Pancracio comenzó a moverse violentamente intentando zafarse de la cuerda que lo mantenía amarrado. Gritaba que los dejaran ir, que no lo haría, que no mataría a su amigo y que entonces los mataran a los dos. Otro de los militares se acercó por detrás con un cuchillo, lo alzó rápidamente y lo clavó en la araucaria, cortando la cuerda que mantenía de pie a Pancracio. Cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, pude ver que por un momento pensó que los dejarían ir, que a pesar de la tortura se apiadarían de ellos o que creerían en sus palabras. 

El soldado que parecía estar a cargo tomó su cuchillo y caminó lentamente hasta que estuvo detrás de Pancracio, quien seguía con la cabeza hundida en sus manos, perdida. Y yo sin poder moverme.

—¡Párate, mierda! —, dijo el militar acercando con furia el filo al cuello de Pancracio. 

Se puso de pie cuidadosamente y levantó las manos, porque le habían dicho que eso se hacía cuando uno no quería que los demás pensaran que reaccionaría de forma violenta. Pero no fue suficiente. El filo del cuchillo comenzó a hundirse más y más en el cuello de Pancracio. 

—Mátalo, mierda. Mátalo—, le decía al oído el soldado. 

Pancracio rompió en llanto, también Lorenzo, quien le decía que si no lo hacía él lo iban a matar de todas formas.

—Dale, Pancracio, matáme vos. A vos yo te perdono amigo, no a estos hijos de puta, no dejés que me maten estos hijos de puta, Pancracio—, decía suplicante Lorenzo.

El cuello de Pancracio sangraba, pero aún podía hablar. Pidió al soldado que lo acercara a su amigo, siempre con el filo invadiendo. Tomó entre sus manos la cara de Lorenzo y ambos lloraron, yo también. Intentó abrazarlo, pero el argentino estaba muy golpeado y no podía levantarlo sin causarle mucho dolor además, el filo del cuchillo impedía que Pancracio intentara morir junto a su amigo. Ambos querían morir en ese momento, ninguno a mano de los soldados.  

Pancracio tomó las manos de Lorenzo, quizás la parte menos lastimada de su cuerpo, y se las llevó a la frente y luego a sus labios. Murmuraba palabras que yo no podía entender. Eso enojó a los soldados, que al parecer tampoco entendían.

—Este maricón se está demorando mucho, mejor mátalo tú— indicó el soldado del cuchillo en el cuello a otro. Al recibir la orden, el soldado cargó su fusil sin ningún tipo de vacilación. 

Pancracio, brusco, logró quitar el cuchillo de su garganta y con sus propias manos empujó fuertemente a Lorenzo, quien cayó por la quebrada que estaba detrás de él. El ruido del disparó ensordeció a la cordillera, la munición fue a dar en la piedra en la que había estado apoyado Lorenzo, su cuerpo ya no estaba en el bosque de araucarias. El llanto de Pancracio se mezcló con las risas de los soldados que, sin decir más, montaron sus caballos y se fueron. Se podía escuchar cómo imitaban la escena que acababa de ocurrir frente a sus ojos, por su culpa.

Pancracio quedó en el suelo y yo observándolo desde detrás de una araucaria. Pude notar que no intentó ver por el barranco. Tampoco yo lo intenté cuando quedé solo en el bosque.  


Bárbara Castro Miranda (Temuco, 1996). Profesora de Lengua y Literatura. Actualmente vive en Fresia, Región de Los Lagos. Su escritura se enfoca en la violencia y la sordidez de la ruralidad sureña. Este cuento fue ganador del 12° Concurso Nacional de Cuentos Teresa Hamel.

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