La distopía inmobiliaria o esa infartante lucha contra el olvido
Drago Yurac
NEOSANTIAGO de Valeska Tansky
«¿Recuerdas cómo era mi casa?, me preguntó, mientras me señalaba el edificio».

Así reza una de las primeras líneas de Neosantiago (Sinfinal Editores, 2023), la segunda novela de Valeska Tansky, y la primera que explora en la ciencia ficción. Este escrito nos introduce en una distopía inmobiliaria situada en el Santiago del 2052. Si recordamos la interminable teleserie de la tarde Verdades ocultas (2017–2022) –siete temporadas, 1128 capítulos, con cuatro productores distintos, actores que se iban y volvían a firmar contratos, una ambientación ficcional entre 1997 y 2052– y el infartante lema de su última temporada, «el fin está por comenzar», quizás, ahí recién, estaríamos entrando en el universo creado por Tansky con Neosantiago. Una quimera escrita por un grupo de guionistas enfrentados entre sí, es la idea base que inspira este escalofriante relato sobre nuestro futuro. Uno más bien decepcionante, porque aquí opera la técnica del desencantamiento, destruyendo las expectativas estratosféricas del lector tipo de ficción especulativa: Santiago en 2052 tendría las mismas calles, las mismas gentes, las mismas burocracias, salvo dos diferencias: más edificios y más chaquetas de cuero.
En este mundo todo ha sido coaptado por lo que los protagonistas rebeldes llaman un «hiperliberalismo», el que ha provocado un desorden mental de tal magnitud que provoca que quienes vivan en Neosantiago hayan perdido la memoria social de lo que alguna vez fue un hogar, antes de la llegada de los edificios. La amnesia retrógrada ha cubierto a los habitantes como una especie de virus incierto, sin claridad si viene de tóxicos del aire o el agua, o si es un efecto psicológico de atrapamiento en la altura de los edificios, con la pérdida de todo suelo referencial: «En la ciudad el piso 1 se había vuelto relativo» (p. 22). Esta novela opera inversamente a Fight Club de Palahniuk, más aun con el final de la película de Fincher, donde los edificios se derrumban mientras suena Pixies de fondo. Aquí los edificios son levantados de sus ruinas, y encima de estas, se construyen más edificios aún, todos con fines comerciales hasta un punto en que el plan regulador se ha olvidado de lo habitacional.
«Visite Piloto se leía en cada esquina. 4.000 departamentos nuevos cada día, con paneles holográficos en las ventanas mostrando flora y fauna autóctona. Camas blancas, escritorio, lámpara. Pero las fotos siempre vacías: nadie viviendo ahí» (p. 27).
Todo aquello es parte de la estética ambiental. Cada rincón de este universo es un modelo de la revista Vivienda y Decoración.
Leni, el personaje principal, quien cree ser la única anarquista sobreviviente –al haber sido olvidado todo atisbo de rebeldía, vive en una pequeña heladería ubicada en el piso 14 de un edificio de oficinas del centro. Quienes aún recordaban que hubo un pasado fuera de la lógica melodramática del presente eterno, se han ido del país a destinos más históricos, en el intento de preservar la memoria.
«Leni ya sentía dolores de cabeza. Intentaba no salir a caminar a la calle: ya le habían informado sus antiguas compañeras exiliadas que había gases que inducían el olvido, emanados de las rendijas del suelo. Pero quizás nunca se lo dijeron con exactitud, quizás esas compañeras se las había imaginado. Ya no recordaba sus nombres ni la fecha en que se habían ido ni a qué lugar» (p. 34).
La rebeldía de Leni no tiene pasado ni futuro, pero esta antiheroína quiere creer en su leitmotiv y no lanzarse desde uno de los Costanera Center que proliferan por este Neosantiago, así como los suicidas. Cinco torres ya se ubican equidistantes, formando un pentagrama entre lo que hoy conocemos por el Cementerio General, Quinta Normal, el Parque O’Higgins y el Estadio Nacional. Todos estos hitos han sido reconstruidos o adaptados para acoger estas arquitecturas de vidrio reflejante y ascensores infinitos, con tumbas, plazas y canchas en los subterráneos.
En Neosantiago no se puede reunir gente en público con otro motivo que su trabajo, ya que cada vez que se juntan, generando la socialización necesaria que libere de la asfixia, esta es ahogada rápidamente por una remodelación que es justificada porque dotaría de parques que siempre faltan y mejorías con plazos indefinidos. Si un espacio público toma fuerza, este es aplastado por panderetas, excavaciones y grúas en menos de una semana. En ese contexto de constante remodelación, los personajes que deambulan deben mantener en secreto sus reuniones fuera de horario laboral, ya que cada rincón público que es usado para el ocio, pronto dejará una marca que activará los protocolos inmobiliarios, los que destinarán cualquier esquina a una próxima estación de metro, un magnánimo centro cultural o una antena telefónica.
Los personajes, en varias escenas de la novela, miran hacia afuera por las ventanas y comentan lo sucio que está el río Mapocho. No queda claro si el río es una simulación que puede ser vista desde cualquiera de los edificios, ya que su constante mención termina por hacer sospechar al lector. Tampoco Leni, quien mantiene una perspectiva crítica sobre el mundo narrado, hace mención a que el río haya desparecido o que sea una ilusión. Pero toda la reconstrucción hace pensar que podría ser una ciudad proyectada desde lo alto de un edificio, similar a la isla de La invención de Morel de Bioy Casares.
Esta distopía inmobiliaria funciona como una retopía, como han querido acuñar ciertos críticos a un nuevo tipo de novelas que hablan de un futuro chato, es decir, un futuro casi igual al presente. En este caso, la amenaza a los personajes es una impersonal producción de edificios que tiende a ocupar el paisaje, lo que provoca el olvido colectivo: la novela sugiere que la pérdida de horizontes ha aplanado la percepción, provocando esta amnesia. En un paisaje vertical de ascensores, diríamos, la memoria funciona de arriba hacia abajo, es decir, sin el esquema horizontal clásico pasado-presente-futuro. Solo habría variaciones del presente en mayor o menor grado. Por lo mismo, en esta novela, aparentemente, no hay un conflicto tal y como lo conocemos. Leni se dedica a escuchar pasivamente conversaciones desde una mesa de la heladería: todas estas habladurías versan sobre reuniones importantísimas que cierran planes comerciales o, incluso, teorías científicas y contratos de futuros escritores para casas editoriales. Todos estos personajes visten chaquetas de cuero. En un momento, Leni observa cómo un poeta, que apenas termina de garabatear un escrito, es inmediatamente abordado por un director teatral que adaptará su texto a una obra por estrenarse en el teatro Moribundo, con un fondo concursable en su última etapa de postulación. Todas estas interacciones son del tipo que llamaríamos avanzadas conversaciones, todo es inminente de realizarse, un constante borde del abismo.
Por lo mismo, Tansky nos sugiere que para Leni ni siquiera escribir poesía es una salida romántica posible, sino todo lo contrario: sería pertenecer también a ese grupo de gente que tiene reuniones a distintas horas, que piden cafés cortados y que les traen la cuenta apenas hay un acuerdo satisfactorio. En una de esas escuchas, Leni es sorprendida por un tal Max K., chico transmasculino, quien es un productor musical que volvió de Los Angeles. Este personaje cumple la función de contrapunto, al haber vivido veinticinco años fuera de Santiago y poder ver desde lejos cómo ha ido transformándose. Lo impresionante y paradójico, que deja ver, es que para Max nada ha cambiado sustancialmente. Pero sí, contra todo pronóstico, ha guardado las fotos Kodak sacadas por sus padres en los inicios de los años 2000.
Max K. vivió las primeras tres décadas del milenio en Santiago, hasta que fue contratado por una empresa de producción musical hollywoodense. Hasta entonces, había destacado diseñando temas incidentales para teleseries o ambientes comerciales para estimular el consumo. Su mayor éxito fue el tema Lose Time («Pierde el tiempo» o «Tiempo en pérdida»), una pieza en clave épica con violines al estilo de la banda sonora de Interstellar (dir. Christopher Nolan, 2014) compuesta por Hans Zimmer, pero más breve y con mayor impacto emocional. Este tema, que fue reciclado para reportajes policiales, teleseries, notas periodísticas e incluso remixeada en fiestas techno, lo catapultó a una fama inusitada.
Max busca hacer recordar a Leni de su pasado, quien creía recordar todo, quiere hacerle entender que hay una parte esencial de su vida que ha sido borrada. Con todo el posible gaslighting que sospecha Leni, el productor logra carismáticamente convencerla mediante pruebas: sobre todo una foto donde ambos aparecerían juntos, al parecer más jóvenes, sin embargo, en un paisaje irreconocible, por lo que Leni sigue con dudas. El relato también da a entender que los rostros son similares a quienes son ahora, pero no lo suficiente. Max K., entonces, se dedica a producir un tema que le pueda recordar al ambiente de su antigua casa. Los tonos y conversaciones que pudieron haber escuchado. Max K. debe hacer una traducción: tiene que imaginar ese ambiente para luego trasladarlo a una canción épica, que sea como un disparo de luz que haga despertar la conciencia amnésica de Leni.
«Era como lanzarse de un edificio con audífonos. Bach, Sade y Juan Gabriel. Llegaban voces artificiales como una mezcla perfecta de soprano y contralto, sus antiguas conversaciones grabadas en un paisaje de melancolía maníaca, ritmo acompasado que les hacía sentir que el momento que vivían juntes era cruzado por el trauma del tiempo, que había destino, pero lo más importante, el silencio infartante que venía después del clímax era como caer para salir de una parálisis del sueño, placer de abrazar el vértigo» (p. 156).
Es decir, no basta que Max K. simplemente emule, con todas las dificultades que ello supone, un ambiente hogareño similar al que vivió Leni. La memoria ha olvidado el paisaje, solo sobreviven los puntos críticos, que apenas se distinguen de ese espasmo que recordamos en la mitad de la noche.
Max K. puede decirle que el edifico de la heladería donde ella vive fue anteriormente un jardín infantil y, antes de eso, su propia casa de infancia, e incluso antes, un centro de detención y tortura. Pero, aunque Leni le crea, debe hacerlo con una memoria vertical, la de una habitante de Neosantiago, una memoria que hundida en su presente logre penetrar en las huellas más álgidas que han quedado solidificadas en el cuerpo mismo. Hasta que en un vuelco poético de Tansky, lleno de metáforas y neologismos del 2052, se logra entrever un final más bien vago.
La memoria de Leni toma todo el relato, lo transforma, y tal vez, como lectores, nos hemos de situar en nuestro propio presente. No diré mayor detalle de quién realmente es Max K. o qué sucesos aguardan los últimos párrafos, para mantener la sorpresa en esta reseña crítica que se extendió más de lo esperado. Con todo, Neosantiago de Tansky es una novela que merecería un texto aún más extenso, que lograra abarcar cada esquina de esta ciudad increíble que ha reinventado esta escritora.
Drago Yurac (Santiago, 1996). Escritora, librera, editora, traductora. Psicóloga y licenciada en Estética por la PUC. Con Editorial Fonema publicó las traducciones de poesía Un millón de sonidos escapan de mis ojos, de Lydia Tomkiw (2018) y Actos de amor, de Penny Rimbaud y Gee Vaucher (2021). Ha colaborado con diversas escrituras sobre filosofía, estética, arte, psicología, literatura y géneros híbridos, en medios como Revista Oropel, Revista Carcaj, Aceleracionismo, Artishock, entre otros. Durante más de diez años ha participado en lecturas y talleres de escritura de la escena local, y también organizado ciclos de lecturas de poesía como Buenas noches, poetas (2023) en homenaje al poeta Pedro Montealegre. Realizó el taller de lectura y escritura de sueños El mundo bajo los párpados (2023). Actualmente trabaja en la Librería Nueva Altamira, realiza ediciones, traducciones y prepara sus primeros libros de poesía y crónicas sentimentales.


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