Una obra de un solo acto:
¿Cómo recordar la sed? de Nona Fernández

Diego Leiva Quilabrán

El año pasado, en una columna sobre crítica, Roberto Careaga se preguntaba si Nona Fernández puede hallarle más pliegues a la memoria. La pregunta venía rodeada de otras, en un embutido que evitaba al autor dar respuestas que buscaba en el ojo ajeno. ¿Cómo recordar la sed?, breve ensayo publicado a fines del 2023 por la editorial Historiográfica, parece por sí solo dar la respuesta: no, no puede. 

El texto redunda en lugares comunes y obviedades que no revisten ningún aporte ni a la obra de Fernández ni al circuito nacional ni al pensamiento de izquierda. Más bien confirman la recursividad y el reciclaje de algunas ideas y estrategias que han pasado de ser con los años de algo llamativo y reflexivo a una fórmula de escritura bastante cómoda. Cabe reconocer, eso sí, que estas ideas sustentadas en el archivo y la narración de eventos desconocidos de la historia chilena pueden ser exportadas con facilidad al mercado extranjero. Si no, que lo diga su larga distribución transnacional y la insistente lectura de la propia ponencia en tres ocasiones distintas a lo largo del 2023, según consta en un paratexto: en la Feria del Libro de Buenos Aires, en la Furia del Libro en Chile el mismo año y en la Universidad de Princeton.

La operación de escritura, en ese sentido, se vuelve sencilla por la mucha práctica que Nona Fernández tiene: identificar un hecho histórico de carácter más o menos íntimo y arrancarle un aura de ficción con un narrador dislocado, quebrado, pero bien portado discursivamente, que interprete. Por ejemplo, el segmento dedicado a M y la casa de su hermana, L, construida sobre los escombros desechados de La Moneda tras el bombardeo del 11 de septiembre.

«L, feliz, llamó a su hermana. Quería contarle de su logro y, además, pedirle que se hiciera cargo de recibir los escombros.

Algo desconcertada, M aceptó el encargo. No tardó mucho en llegar el camión con los escombros de La Moneda bombardeada hasta prácticamente la puerta de su casa. M, que había huido de ese fantasma, que se había largado lo más lejos posible, salió a recibir a los hombres y vio cómo vaciaban el material en el terreno de su hermana. Fierros, madera quemada, cemento, clavos chamuscados, adoquines rotos, baldosas quebradas, vidrios, pedazos de ladrillo, restos, puros restos» (p. 37)

Ganar, ganar: el lector sale conmovido, comprometido ideológicamente y la escritura gana adeptos.

Tomando el mismo extracto, se puede comentar otro de los vicios en la escritura de Fernández: el reciclaje y la redundancia de algunas elaboraciones. Habría que volver en su obra hasta el final de Av. 10 de julio Huamachuco, del 2006, para rastrear ese suelo que guarda la memoria y que vuelve al presente:

«Trato de concentrarme y entonces me doy cuenta. Mi silla vibra suavemente. Las sillas de todos. El suelo, las mesas, las copas, las bandejas de canapés, las botellas de champagne, el micrófono de Lobos. La gente se ha percatado y se mira inquieta. El cemento se estremece bajo nuestros pies. Podría apostar a que veo una grieta delgada trizándolo de a poco aquí en el suelo. La hecatombe. Una explosión subterránea, una marcha de niños acercándose desde abajo.

[…] El momento por fin ha llegado, estoy segura. El niño va a nacer.

―Es cierto, Dalí, tienes razón. Está temblando y no es la tierra.»

Al menos en ese vínculo hay una suerte de selección de un caso para el ensayo. Puede ser tratado como coincidencia estructural, en la medida que, como buen comodín posmoderno, se desdibuja el límite entre la historia y la ficción. Sin embargo, en las primeras páginas hay una formulación casi idéntica a La dimensión desconocida, cuando se comenta la imagen de La Moneda bombardeada. Dice la novela de 2016, al describir el inicio de un documental en que participó la narradora y protagonista:

«El sonido de una máquina de escribir inaugura los parlantes de la sala. Una gran hoja en blanco aparece en la pantalla y sobre ella un grupo de teclas tipea el nombre de la película. Lo que viene es otra vez La Moneda bombardeada, otras vez los bandos militares, otras vez el Estadio Nacional y los detenidos.

[…]

He dedicado gran parte de mi vida a escudriñar en esas imágenes. Las he olfateado, cazado y coleccionado. He preguntado por ellas. He pedido explicaciones. He registrados sus esquinas, los ángulos más oscuros de sus escenarios. Las he ampliado y organizado intentando darles un espacio y un sentido. Las he transformado en citas, en proverbios, en máximas, en chistes. He escrito libros con ellas, crónicas, obras de teatro, guiones de series, de documentales y hasta de culebrones.» (p. 64-65)

Y en ¿Cómo recordar la sed?:

«Sé que no tengo que explicarla ni presentarla, pero últimamente desconfío de la pregnancia de esta imagen en el recuerdo de mi país. Cierta tendencia a desenfocarla, a bajarle el volumen, a restarle protagonismo, me hace creer que no está de más recordarles, a quienes tienden al olvido, que lo que vemos aquí es el palacio de gobierno de Chile bombardeado por su propio ejército, con el patrocinio de la élite económica, de la derecha política y de la cia.

[…]

Esta imagen quedó grabada en el inconsciente de toda una generación como la primera huella del brutal cambio que sufriría la vida del país. 

[…]

No lo sé, pero en esta imagen mi presente se ha visto atrapado. Ante esta imagen no dejamos de configurarnos.» (p. 17-18)

Atrapada en la imagen en cuestión. Eso parece a estas alturas una confesión no de un lugar generacional, sino de un empantanamiento del argumento. Sumado a que en La dimensión desconocida ya se reitera con variaciones el episodio del «tío Claudio» y su relación con el caso Degollados, en torno al que gira Space Invaders, novela de un año antes. 

Hacia el final del ensayo, Fernández utiliza la noción geométrica de fractales para elaborar una idea de una memoria no lineal, desordenada y hecha en red más que en progresión secuencial. 

«El fractal […] es una forma rara. Una estructura que no calza, que no encaja, que tiene tanto de caos como de orden. De lo microscópico a lo macroscópico, del átomo a la galaxia, del suceso al recuerdo, del sueño a la realidad, todo se organiza de forma fractal.

[…] Somos una mancha en el universo de Euclides. Seres fractales que habitamos un tiempo fractal, que vivimos una vida fractal. Por eso nos encontramos en una encrucijada al momento de elegir un orden para la historia» (p. 52)

Si bien la metáfora es distinta, no alcanza a ser una novedad cuando esa idea ya fue desarrollada, aunque en clave astronómica y genética, en Voyager (Penguin Random House, 2019):

«La memoria de Ann, como la memoria de cada ser humano que ha pisado este planeta, es ingobernable. Intentamos darle un curso, organizarla en todos los rincones de nuestro hipotálamo. […] Requerimos fijarla, darle una lógica, establecer un relato que la conduzca para no perdernos, para descifrarnos, para intentar entender lo que somos en base a versiones unívocas e incuestionables. Pero la memoria es antojadiza y se mueve sin guion. […]

La memoria de Ann, como la memoria de todas las personas que han pisado este planeta, no sigue pauta alguna, tiene vida propia, y el registro de esa rebeldía deambula por el espacio como parte de aquel mensaje que fue enviado al universo.» (p. 170-171)

Si vamos un poco más atrás, llegamos a Chilean electric (Alquimia, 2015), y la metáfora del cortocircuito:

«Podría contar algunas historias y heredarlas después a mis nietos en mi pieza oscura. […] Con suerte y buena voluntad, esos mensajes podrían cobrar sentido en el futuro e iluminar respuestas o quizás más preguntas. Pequeños cortocircuitos, chispazos de luz que llamarían la atención y que obligarían a enfocar zonas oscuras, terrenos invisibles. Lo que narraría a mis nietos sería una selección de recuerdos emblemáticos de mi paso por la plaza de Armas. Lo escenificaría ahí para darle continuidad a esta historia e intentaría no inventar más de la cuenta, sólo lo estrictamente necesario para que el acertijo tenga posibilidad de resolución.» (p. 45)

Estas iteraciones estructurales bien podrían ser consideradas estilo, obsesión, o la vuelta de un gatillo creativo. No habría problema con entrar en esa discusión, porque algo puede decir, de modo general, sobre el trabajo de la escritura. Eso sí, llama la atención que Lorena Amaro no detecte ningún problema ni tensión en ese proceso, cuando comenta la escritura de Fernández en el prólogo de su libro Recolectoras. Conversaciones con diez escritoras latinoamericanas contemporáneas (Montacerdos, 2023): se limita a describir y conceptualizar esa propuesta bajo el rótulo de «poética de las “tres erres” (reducir, reutilizar, recilar)» (p. 11). En la entrevista a la dramaturga y escritora, esta reconoce su reiteración, entre risas: «Siempre creo que estoy escribiendo algo muy nuevo… ¡y resulta que estoy escribiendo lo mismo!» (p. 53). Ahora bien, habría que decidirse, porque unas preguntas más adelante dice: «La escritura de todos mis libros es muy distinta, no hay un fórmula» (p. 55). Esta última idea es, en última instancia, algo de lo que al menos habría que sospechar. Si hay una variedad en los procesos y no existe una fórmula, ¿cómo es que se llega a resultados curiosamente similares en el fondo? Al fin y al cabo, ¿son tan distintos escritos cuyas estructuras de significado son equivalentes y en los que aquello que varía es la metáfora que representa esa estructura? Quizá esa sea la forma de «reciclaje» que debería tensarse en una lectura atenta: no la de «constelar», que describe Amaro (p. 11), arguyendo una innovación cuando solo se trata de coleccionar metáforas para la misma idea, como quien colecciona estampillas.

A lo anterior hay que agregar que las secciones interpretativas que pudieran constituir una novedad dentro del reciente ensayo –por profundización, corrección, matización, diálogos y cruces, alguna de las formas como podemos pasar a la siguiente pregunta– se limitan a afirmaciones simples y hasta obvias que evidencian un escasa insistencia en el trabajo reflexivo. Este fenómeno se puede rastrear, al menos, hasta la publicación en 2020 de Preguntas frecuentes (editorial Alquimia) y del texto «El enredo del tiempo» en Palabra pública. Por citar un par de ejemplos, limitándome a ¿Cómo recordar la sed?

«El ataque a la Moneda fue simbólico, dirigido al edificio y no a quienes se encontraban al interior» (p. 16)

Como si en determinado contexto otro edificio pudiera ser objetivo significativo–. 

«[p]ese a todas las irregularidades, o más bien gracias a ellas, la Constitución de 1980 fue aprobada por una amplia mayoría. En marzo de 1981, siguiendo el curso de lo planificado, entró en vigor en el preciso momento en que La Moneda concluyó su restauración. / Era importante que todo calzara.» (p. 44).

¿De verdad estas reflexiones pueden ofrecerse como actualizadas dentro de nuestras izquierdas? Cómo decir que no a ese trabajo intelectual si habita una lectura totalmente zanjada. No me parece justificable ni siquiera bajo un discurso sobre la función divulgativa del ensayo: se leyó no precisamente en circuitos de desinteresados por la historia, la memoria y la cultura. Quizá su mayor triunfo sea volverse un informativo para el público extranjero: en el caso de las lecturas realizadas, para el argentino, que se entiende no tenga completos ciertos contextos y, más aún, para la izquierda culposa gringa –¿cuánto se celebra aún el episodio con Patti Smith?, ¿cuánto de esa actitud provinciana que espera el reconocimiento metropolitano nos despertaría toparnos con una foto de Dua Lipa en Instagram leyendo Chilean Poet: A novel, by Alejandro Zambra? –. 

No entiendo el valor de un texto del tenor y calidad de ¿Cómo recordar la sed? en 2024, como si fuera rupturista, como si permitiera avanzar en los debates actuales, como si aportara algo, repito, al pensamiento de izquierda, a la literatura nacional o a la obra de Fernández. Una trayectoria no debería poder resumirse en un único libro. Ni siquiera en uno que declaremos un hito fundamental, canónico o hasta sagrado. Vale la pena preguntarse si, con este nivel de trabajo teórico y escritural, uno pueda quedar al día con la obra de Nona Fernández solo leyendo su próxima novedad. Y vale la pena exigirle un poco más al trabajo intelectual al interior de la izquierda, sobre todo a quienes insisten en ejercer vocerías en tiempos álgidos. 

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