Narcocultura de Ainhoa Vásquez Mejías
Andrea Ocampo Cea
Narcocultura (Paidós, 2024) nos presenta –en una redacción ligera– el contexto mexicano del concepto de «narcocultura», distinto de lo que ha llamado «narcoficciones» (producciones culturales entorno a la narcocultura) y al cual engarza un concepto más coloquial que teórico sobre la masculinidad precaria, que en la jerga del feminismo soft, se ha reconocido como «masculinidad frágil». La principal hipótesis de esta publicación refiere a que esta masculinidad es performativa y de eminente carácter público, encontrando en la actividad y cultura narco un caldo de cultivo que más ensucia el piso que alimenta. Esta metáfora doméstica es mía, principalmente porque la ostentación de la violencia en público no es noticia en ninguna cultura juvenil, en los deportes y menos en los varones asiduos al blinblín.
Celebro el buen timing en el que aparece este libro, justo en medio de una discusión leguleya en torno a normas que se nos quieren imponer para no financiar espectáculos de los artistas de nuestra efervescente música urbana; así como también, en el contexto de una crisis de migración y seguridad. Fenómenos que no se siguen necesariamente uno de otro, pero sí se cruzan. Celebro esta aparición pues pone en la pauta mediática la ridiculez que significa confundir la promoción de la narcocultura con la expectación o consumo de las narcoficciones. Tan absurdo es como culpar a la teleserie La Reina del Sur de la existencia de narcorreinas en las poblaciones y cárceles del país, como si fuesen estas producciones culturales las responsables de la sociedad que tenemos y no esta última la que emerge como síntoma en estas producciones. Esta claridad meridiana es relevante, pues padecemos de una escasa comprensión lectora, no solo en las escuelas, sino que también en la vida cívica. Sin duda, este libro puede encontrar excelentes lectores y comentadores en la educación secundaria o en las carreras de pregrado.
Con esto también quiero decir que Narcocultura carece de un trabajo de escritura con mayor espesor que permita hallar cierta carnosidad literaria y/o teórica que dé continuidad a un campo de investigación local. En breves páginas, merodea un sinfín de anécdotas sobre la cultura mexicana, que no siempre tienen que ver con la realidad chilena, pero que ilumina el antejardín –para quienes deseen saber más– sobre el país que prohíbe, al mismo tiempo que endiosa, a un bélico Peso Pluma.
Ahora, veo manchas en el piso sobre las que busco detenerme:
La autora sugiere que la popularización de la música urbana ocurre durante el estallido social del año 2019, cuando –lo preciso– sería decir que la popularización del trap chileno fue antes y durante la pandemia (2016 y ss.), siendo la permanente exposición a la redes sociales y plataformas virtuales los alicientes para la libre descarga de softwares de autoedición y experimentación sonora. Este detalle no es menor, porque la naturaleza del trap local no es necesariamente político, sino que más bien responde a una crónica tan íntima como autobiográfica de lo que se vivía en los dormitorios de Santiago y regiones, así como de esa cotidianidad que durante meses vivimos en digital. El retorno a las calles y a la protesta fue una oportunidad para la descarga energética con estas canciones y pogos que no encontraban espacio público libre de riesgo (COVID y los perdigones oculares). Así mismo, no es que la revuelta popular hiciera de los jóvenes chilenos sujetos de sospecha y peligro. Las juventudes empobrecidas de Chile y del mundo comparten esta condición al poseer un carácter grisáceo que se bate –como dijo un lúcido Daddy Yankee– en un tiempo que divide a los niños de los hombres: se es un menor que no alcanza a ser adulto o muy adulto para ser considerado menor. Misma franja de edad que, considerando la marginalidad, se vuelve atractiva para los reclutadores de narcosoldados que ven en su precariedad etaria, material, simbólica y estética la posibilidad de abrir esas puertas que no solo ellos no podrán alcanzar, sino que tampoco lo han podido hacer sus padres.
Y esta vuelta es relevante en la medida que esos jóvenes se han educado frente a sus Play y teléfonos inteligentes, encerrados durante su pubertad, sabiendo que afuera solo hay incertidumbre, violencia y riesgo; sabiendo que la educación no les asegurará una buena vida; que el trabajo disponible no dignifica a nadie; que nacer supone una deuda económica, social y material infinita y que la corrupción legal, sigue a la corrupción política y de esta también se sigue la corrupción policial. Los adolescentes pobres de Chile saben que la justicia no es alcanzable ni la misma para todos. De ahí que no existan los flaites de hoy sin los flaites y pokemones de ayer; de ahí que no existan los Pablo Chill-E sin los Marlon Breeze de anteayer.
Pasando por las juventudes hippies de los sesenta, las rebeldías de los setenta, el rock y la masacre de cuerpos que dejaron las dictaduras sobre Latinoamérica, así como la emergencia de los punks, el furor del heavy metal y el grito en el cielo que lanzó el rap de los noventa, siempre hemos tenido sujetos peligrosos en las calles, precarizados, pateando piedras, siendo patos feos; portadores de estigmas de clase, origen y género, así como también respecto a su color de su piel y su pelo trinchado. En este Chile clasista no existe el narcotrap, como sugiere la autora, solo existe el trap a secas; un trap sin apellido, cuyo sonido pesado y lírica versa sobre el narcotráfico, desde sus orígenes gringos hasta la traducción local. Decir narcotrap, a nuestras juventudes les sonaría como flaites-cumas o flaites-choros, una redundancia que surge probablemente para armar un marco conceptual para el libro.
Dicho esto, en el Chile clasista, Chile del horror, sigue viva no solo la violencia pistolera de la narcocultura local, sino que también la violencia económica que no prevé al clasismo como la gran virulencia subterránea que nos cruza. Se ausenta del libro, en ese sentido, el origen de todos los males: la injusticia, la impunidad, la desigualdad social, los privilegios heredados e inamovibles, así como el cese de los metarrelatos religiosos, políticos, institucionales y formativos. Pues no es solo la edad lo que vuelve a los flaites el blanco de la violencia, sino principalmente su origen económico: venir de población, reconocerse como un individuo (aún no sujeto) marginalizado y relegado al «presentismo», así como a su falta de oportunidades y credenciales para ser considerado un ciudadano de bien. De ser alguien que importe.
Es vital tener esto a la vista cada vez y siempre que trabajemos con y desde las juventudes, pues investigar es una práctica situada, donde no hay tabula rasa, sino que memoria, publicaciones, obras, discos y juventudes previas: hay sarro en las hendiduras de esta dentadura blinblineada. Hay inestabilidad e insolencia ante cualquier rasgo de certeza o autoridad. Persiste en la rebeldía juvenil un resto que resiste al Chile colonial e hiperpolicial de hoy, prácticas que en su porosidad hacen superficie, mas no al revés. Prácticas que en su persistencia inauguran imágenes, escenas, estéticas. Y esto supone una doble dificultad: escribir de juventudes denota el cese de nuestra jovialidad, al mismo tiempo, que nos exige una experiencia comprometida, ya sea con la clase, los submundos, lo narco, el perreo u otra, lo suficientemente significativa para no carecer –al menos– de verosimilitud.
Escribo esto mientras avanzo en una tesis de posgrado sobre el reggaetón chileno, un ensayo que da continuidad a un trabajo de investigación que cumple este año 16 años. Vale decir, de quienes escribí en Ciertos ruidos: nuevas tribus urbanas chilenas (Planeta, 2009), hoy –muy probablemente– ya tienen hijos y desconocen o –peor– se arrepienten de su pasado flaite y/o pokemón. Quizá sean los papás o los hermanos mayores de los cabros que hoy bailan a los Floyymenor, Jere Klein, Cris Mj, a las Akatumamy, Loyaltty o las Kuinas. Artistas a los que Chile les arroja la responsabilidad de promover la narcocultura, mas no de abrir espacios de desarrollo profesional que les permitiría vivir y soñar con un tiempo futuro. Cuán injusto puede ser atribuirle las grietas de un sistema que hace aguas por todos lados a una generación que vive y vivirá condiciones de distopía, violencia y mayor precarización que las de sus padres.
Tipeo entonces también pensando en este campo de la crítica cultural que asume la autora, considerando un presente de oscurantismo y de escasos faros donde inspirarnos para seguir. Quizá incluso podríamos preguntarnos sobre la vigencia de la crítica cultural chilena respecto del Chile de hoy. Consideremos el cierre sucesivo de publicaciones culturales y la casi inexistente retribución por escribir/pensar en público. Sumémosle la callosidad agarrotada de aquellas autoridades intelectuales que no buscan, alientan, ni convienen a/con estas nuevas voces. Entonces, cómo no escribir sobre esto si interlocución es justamente lo que falta.
Entonces, retomo y cierro: Ainhoa Vázquez Mejías aparece en esta escena enhebrando un texto simple e informativo que, mediante una redacción puntillosa no forma una traza gruesa –quizá tampoco lo desea–, pero que, ante el estado del arte en las investigaciones en juventudes y culturas, celebro por tercera vez. Su libro es una muestra de que la academia puede (y debe) hacer el esfuerzo por subirse las mangas y modular su producción; demuestra –además– la inmensa deuda que tiene el campo intelectual chileno para con sus pares y la sociedad, esa que no tiene nombre propios, ni auditorios donde ser escuchados. Dar sentido (o nuevos sentidos) a los pastiches discursivos y lugares comunes del presente es parte de la tarea a la que se precipita Narcoculturas, evidenciando tácitamente por qué estos temas son un compromiso urgente e importante en los patios post-party de esta Nación.
Ainhoa Vázquez Mejías. Doctora en Literatura Latinoamericana por la Pontificia Universidad Católica de Chile, investigadora y docente universitaria. Lleva más de diez años trabajando con temas vinculados a la narcocultura y la violencia de género. Ha publicado más de cuarenta artículos académicos sobre dichos temas en revistas internacionales especializadas. Es autora de los libros No mirar. Tres razones para defender las narcoseries (México, Universidad Autónoma de Chihuahua / Universidad Autónoma de Sinaloa, 2020), Feminicidio en Chile. Una realidad ficcionada(Cuarto Propio, 2015), y editora del libro Narcocultura de norte a sur: una mirada cultural al fenómeno del narco(México, Centro de Investigaciones sobre América del Norte-Universidad Nacional Autónoma de México / Universidad Autónoma de Chihuahua, 2017).
Andrea Ocampo Cea. Escritora, comunicadora e investigadora sobre cultura urbana desde una perspectiva de derechos humanos y juventudes. Lic. en Filosofía y tesista del Magíster en Estéticas Urbanas de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Autora de Ciertos ruidos: nuevas tribus urbanas chilenas (Planeta, 2009), Patio 29: la democracia imaginaria(Animita Cartonera, 2007) y del poemario Piñata (Ripio, 2011), además de artículos académicos como «Reggaetón y academia, apropiaciones, desapropiaciones y estéticas de resistencia (Chile, 2016 – 2021)», entre otros. Con veinte años de registro, divulgación e investigación sobre fenómenos juveniles y la cultura urbana, ha publicado en medios como VICE en Español, Nylon, Zona de Obras, Anfibia y Paula. Es jurado de los Premios Pulsar en categoría género urbano. Ha sido Becaria de la Fundación Neruda, tallerista y profesora de Balmaceda Arte Joven, así como participante de los talleres de escritura de Guadalupe Santa Cruz y Mauricio Redolés.


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