Juana Inés Casas
En “Explicación falsa de mis cuentos”, el escritor uruguayo Felisberto Hernández esboza con líneas esquivas aquello que es imposible de definir, incluso en estos tiempos de obsesión por lo decodificable, de máquinas y algoritmos que escriben narraciones a partir de datos previos, cruces de información y fórmulas. A la hora de escribir, a Felisberto no le importan las reglas, los decálogos sobre cómo escribir un buen cuento, o transmitir una receta para lograr narraciones que «enganchen» al lector. No. Él se detiene en lo que parece quedar reservado al terreno del misterio: ¿de dónde viene la literatura, su literatura? ¿Cómo dar cuenta de la creación? ¿Cómo transmitir aquello que en cierta forma conserva algo de lo intransmisible, de lo profundamente subjetivo?
Y lo hace como solo el autor nacido en 1902, el autor que también era pianista y compositor, podría hacerlo: compara sus cuentos con plantas que crecen bajo sus propios impulsos y a las cuales el escritor no alcanza a controlar:
«Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro (…) no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento: sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos».
En ese texto publicado por primera vez en 1955, luego de que Felisberto ya hubiera escrito y publicado varios libros y hubiera recorrido ciudades de Argentina y Uruguay como concertista de piano, podemos ver o entrever lo que también vemos en sus cuentos, ese elemento del misterio y del desprendimiento con respecto a la propia creación, como si los cuentos sucedieran un poco a pesar de sí mismo, como si tuvieran una vida propia.
Lo mismo le sucede al narrador de “Nadie encendía las lámparas”, uno de los cuentos más conocidos de Felisberto, y que recuerdo haber leído por primera vez hace muchos años en medio de un estado de ensoñación, como habitando ese espacio de penumbras. El protagonista lee un cuento propio en casa de dos viudas. Un cuento que ya parece no decirle nada, un relato que repite: «con pereza de tener que comprender de nuevo (…) y transmitir su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes».
El cuento se cuenta pese a que su autor fija la atención en otras cosas, una mujer cuyo pelo ondulado se despliega sobre la pared como una planta «que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada». Sabemos que el cuento que él relata en la sala se trata también de una mujer, una que va todos los días a un puente con la esperanza de suicidarse y siempre se encuentra con obstáculos.
Mientras avanza el relato, la mujer del pelo que crece como una planta se acerca al narrador y muestra interés en el argumento:
«—Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?
—¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
—Y usted, ¿no lo podría hacer?
—Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño».
Y me quedo con esta frase y esa imposibilidad. Porque si Felisberto usa la imagen de las plantas para ilustrar sus cuentos, también podemos pensar en ellos como sueños, como piezas narrativas que toman algo de la sintaxis del inconsciente que no es lineal ni sigue reglas lógicas. En sus relatos, hay desplazamientos, hay objetos e imágenes que parecen estar reunidos de forma caprichosa. Hay cosas que parecen tomar forma humana, hay pensamientos que se convierten en objetos, pianos que aparecen como viejos animales somnolientos, muebles que conforman familias, tías que se convierten en roperos de espejos, escalinatas que se abren como colas de novias; hay palabras que parecen tener vida propia, cabezas de humanos que se vuelven cabezas de gallinas, hombres que se recuerdan como caballos y hasta hay una casa llena de agua donde un escritor pobre navega con una señora muy gorda que se llama Margarita.
Hablo de “La Casa Inundada”, uno de los cuentos que está entre los más conocidos del autor y que al leerlo la primera vez, pero también en cada relectura, me atrapó con esa cadencia del agua, por esa sensación de movimiento que se instala al situarnos en el cuento como si navegáramos en un bote que se desliza alrededor de una isla.
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En el prólogo a una edición que hizo Lumen a La Casa Inundada y otros cuentos, Julio Cortázar –uno de sus famosos admiradores así como Italo Calvino, Gabriel García Márquez o Hebe Uhart– habla de la singularidad de Felisberto, de su capacidad de estar atento solo a «interrogaciones interiores» y no responder a influencias externas. En sus cuentos, nos dice Cortázar, está el Felisberto autor, ese «hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano en círculos de provincia», pero luego en unos pocos párrafos se instala «lo otro, el salto fulgurante a lo único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato».
Para Cortázar, Felisberto, al igual que Macedonio Fernandez y José Lezama Lima, nada acepta «de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica».
Esta ausencia de lógica, esta imposibilidad de ordenar sus relatos no sólo da cuenta de lo imposible que es ordenar o racionalizar nuestra realidad, sino también los modos misteriosos en que funciona nuestra mente. La linealidad del relato, la idea de cierta progresión, un principio, un nudo seguido de un desenlace, incluso la misma idea cortazariana del cuento como «knock out», no sirven para pensar los cuentos de Felisberto, que se abren como pequeñas ramas que crecen a su ritmo y se despliegan bajo sus propios designios.
Lo mismo sucede con la memoria y los recuerdos, algo que aparece fuertemente en sus relatos, no hay un control o más bien hay una rebelión a cualquier intento de control.
Pero mejor leamos a Felisberto en “Por los tiempos de Clemente Colling”:
«Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos. Y además reclaman la atención algunos muy tontos. Y todavía no sé si a pesar de ser pueriles tienen alguna relación importante con otros recuerdos; o qué significados o qué reflejos se cambian entre ellos».
Una vez más, hay algo del orden de lo inconsciente o al menos algo que se escapa de lo racional o voluntario que aparece en la escritura. Incluso la memoria subjetiva y personal aparece como un personaje indomable, externo a la propia voluntad de quien la encarna.
«No creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro», dice el narrador de “Por los tiempos de Clemente Colling”. Felisberto, por momentos, también parece posicionarse como un escritor que escribe sobre lo que sabe poco, sobre lo que no sabemos pese a estar tan próximo a nosotros porque eso que existe cerca y nos es familiar, también es impenetrable, oscuro. Y esa es una apuesta en sí misma, aferrarse a lo incierto, lo que no puede terminar de descifrarse.
«Pocas cosas aparecen más móviles, inseguras o dispuestas a fugarse que la literatura de Felisberto Hernández. Pero pocos autores tuvieron una claridad tan lúcida y vigorosa para saber qué querían y perseguirlo», dice Elvio Gandolfo en el prólogo de Cuentos reunidos, editado por Eterna Cadencia, y menciona por un lado su intención de describir procesos esquivos o mezclas extrañas de imágenes y, por el otro, su lucha muy clara por lo que quería evitar: «la seriedad, la falsedad».


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En un artículo publicado en 1975 en Cuadernos Hispanoamericanos, Juan Carlos Onetti cuenta que conoció a Felisberto en una primera etapa de su carrera, antes de que recibiera cierto reconocimiento, de ser publicado por Gallimard y vivir en Francia, de ser rodeado por un círculo que «lo protegía y adulaba».
En esa época, nos dice Onetti «escribía para sí y no parecía ser acuciado por ningún demonio. Lo sentí tan descentrado, tan sinceramente inseguro de los pequeños libros que había publicado. Me dijo que le faltaban temas, que no podía inventarlos o perseguirlos (…) Agregué que sus giras pianísticas por lugares inconcebibles podrían, tal vez, proporcionarle material para su literatura; me contestó que tenía en su recuerdo muchas anécdotas pero que él andaba buscando otra cosa (como todo el mundo)».
¿Qué buscaba Felisberto? ¿Qué era esa otra cosa?
Me detengo un minuto, he hablado aquí del misterio, de la falta de lógica, de su capacidad para reunir cosas aparentemente inconexas, de su búsqueda, pero esta búsqueda no se puede pensar como algo solo espiritual o «elevado».
Más bien todo lo contrario. Escuchemos, o más bien leamos a Ángel Rama, también uruguayo y uno de los críticos literarios más brillantes de América Latina, quien lo calificó como «el poeta de la materia» en un texto escrito justo después de la muerte de Felisberto y publicado en 1964 en el semanario Marcha.
«Se ha observado a menudo la presencia en sus cuentos de seres imbuidos de sutiles contactos con el misterio; se ha observado menos que en los mismos cuentos hay seres que comen y beben hasta quedar enfermos de ejercer tal goce material».
Para Rama, el misterio de las cosas al que se refiere Felisberto no implica un cambio en la forma en que se constituyen los objetos: las sillas siguen siendo sillas, las estatuas, estatuas e incluso las muñecas siguen siendo muñecas (imposible dejar de mencionar ese cuento alucinante que es Las Hortensias y que recomiendo a quien no lo haya leído). Ese misterio se refiere a las «fórmulas» que usan para relacionarse que no son las que conoce el hombre sino otras «más escurridizas, que incluso pueden estar regidas por una secreta ley que el autor jamás ha desentrañado».
Rama se detiene en su obra, pero también en la vida profundamente carnal de Felisberto «los toneles de buen y mal vino que ingirió», «las monstruosas fuentes de papas fritas que devoró», «su repertorio de cuentos eróticos». Porque además de ser un gran escritor y compositor de piano, la figura de Felisberto se despliega, al igual que sus cuentos, en distintas ramas: anticomunista, de derechas, profundamente enamoradizo (se casó varias veces), un personaje tan único como sus escritos.
Su cuerpo (ese cuerpo delgadísimo en su juventud que luego, obeso a fuerza de las papas fritas que menciona Rama y seguro otros platos desbordantes) fue también parte de su obra literaria, pero desde un lugar que recae también en el extrañamiento con aquello que tenemos más próximo, nuestra manera de ser en el mundo, nuestros brazos, piernas, cabeza.
Leamos al narrador de “Tierras de la memoria”:
«En mi casa podía estar distraído mucho tiempo: ellos (está hablando de su familia) me cuidaban el cuerpo y yo podía enfrentarme a lo que me llegaba a los ojos (…) Estando lejos de mi casa mi cuerpo podía tirarse a un abismo y yo irme con él».
O leamos el desdoblamiento que hace el narrador de “El balcón” y que describe para mí tan bien una noche de excesos: «Él –mi cuerpo– había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación».
No es nada curioso, y por el contrario sí muy felisbertiano, que llamara al cuerpo el sinvergüenza en una obra llamada “Diario del sinvergüenza” que aborda obsesivamente, con una observación minuciosa, el vínculo con el propio cuerpo, un vínculo atravesado por cierta perplejidad, esa misma que el Felisberto escritor dice tener con sus propios cuentos.
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Mientras releía en estas últimas semanas a Felisberto me crucé con una entrevista publicada recientemente en Argentina del periodista y escritor Matías Serra Bradford al escritor Sergio Bizzio donde hablan –entre otras cosas– sobre el hastío o cierta fobia al sentido y la lógica como algo que de alguna manera resulta banal.
Dice Bizzio: «¿Es que cuánto sentido podemos soportar? Es que llega como un hastío del sentido, te sentís agobiado por tanta búsqueda de sentido. Trato de llevar las cosas en otra dirección, que puede tener justamente sentido o no».
Pienso que en medio de tanto agobio de sentido, de tantas certezas, reglas, instrucciones, consejos, tips, decálogos de escritura, resúmenes, argumentos y libros enteros escritos por la inteligencia artificial, ahí está Felisberto como un recuerdo de lo poderoso que es lo otro, lo que no se sabe, lo que crece como una plantita descontrolada, lo que rodea el misterio, lo que no se puede asir y que tal vez sea lo más singular que tengamos, aquello que es irreductible al ejercicio simplificador de la razón, los algoritmos o las definiciones y sólo puede permanecer en un terreno que apenas se vislumbra, algo siempre opaco e impredecible, como el deseo, el amor, los sueños y la buena literatura.


*Este texto nace de uno leído por la escritora para el Festival del Libro y la Lectura de Ñuñoa 2024, el 2 de marzo, en ocasión de un homenaje al escritor uruguayo.
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Juana Inés Casas es escritora, editora y periodista. Es autora de los libros de cuentos El tiempo de los peces (2011) y Segundo idioma (2023). Ha participado en las antologías «Vivir allá» (2017) y «Avisa cuando llegues» (2019).


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