Gabriela Alburquenque
«Se acabó un vacío cuando nos encontramos
Y se abrió una puerta cuando nos acercamos»
Julieta Venegas, Dos soledades.
Desde hace tiempo, una idea ronda la literatura latinoamericana: cuando escribimos, al escribir, no estamos solas. Pero admitir que no estamos solas cuando escribimos, y por lo mismo, que la escritura –y la literatura, en consecuencia– está llena de una infinita compañía; no quiere decir que ella, en sí, acompañe –porque su esencia es hacerlo– o que no esté también plagada de soledades infinitas.
Quizás, una potencia: que dos soledades se encuentren por la literatura.
*
Ir «contra la borradura del olvido» es lo que nos propone Gabriela Contreras con Caguama. Escritos de una lesbiana gorda (Invertidas, México 2022), que ya cuenta con su segunda edición (mayo 2023). Un libro que apela a la comunidad, a la intimidad y al cuerpo; los pliegues de la carne, sus memorias y soledades. ¿Pero qué nos dicen estos escritos de la poesía que ha venido cultivando Gabriela Contreras en esta, su cuarta publicación? O mejor, ¿qué pueden decir estos escritos, los «escritos de una lesbiana gorda», marcadamente feminista, antirracista y crítica del poema, la poesía?
Desde el comienzo, rápidamente, una soledad histórica se toma el texto:
«Apenas iniciada
desprovista de equipajes
cargando el frío de mi casa
un hálito alcohólico
de mi padre
la costumbre de subir cerros
incendiando horizontes
y ser la vergüenza de la familia
por bailar pegada
al pecho de mi vecina» (p. 7).
La soledad histórica de las lesbianas, sujetas empujadas a la vergüenza, al secreto o el exilio por sus deseos; quienes, al buscar en la escritura la instalación de su herida, corrompen el espacio de soledad que les ha sido dado para prolongar la existencia de su deseo con la punta de la lengua, sus signos, las palabras. De este modo, darle nombre a la experiencia de una lesbiana, como lo leyó muy bien Adrienne Rich en su conferencia y luego ensayo Es la lesbiana que hay en nosotras de 1976, es una llave para la acción:
«Para nosotras [las lesbianas] el proceso de nombrar y definir no es un mero juego intelectual, sino una comprensión de nuestra existencia y una llave para la acción. La palabra lesbiana debe ser confirmada porque descartarla es colaborar con el silencio y la mentira acerca de nuestra existencia misma, con el juego de la clandestinidad, y volver de nuevo a la creación de lo inexplicable» (239).
La poesía feminista, en y desde lo político, piensa y usa el poema, en muchos casos –pero claro, no todos–, como dispositivo con origen y función social; un vehículo para las ideas, los textos, un espacio para la impresión de los signos. En su propósito y emergencia, no le preocupan demasiado a la poesía feminista las preguntas por la estética y lo formal, los debates por la escritura militante o las grandes ideas de hombres que se preguntan por la naturaleza del poema. Todavía disputa su espacio la poesía feminista, militante y disidente; obligada por condiciones materiales que escapan al texto, testigo de su presente, aún opera como testimonio.
Escribe Gabriela Contreras:
«Hay en mí tantas
allá
donde duerme mi madre
distante del continente sobrevalorado
de las risas sobre mi carne porfía
en esta tierra rubia
hay pedazos de mí
que se han omitido
aquí mismo
donde aún bailan
encima de los muertos
donde se disponen
a hablar de nosotras
sin siquiera mencionarnos» (p. 25).
Sobre la poesía capaz de dar testimonio, Tamara Kamenszain escribió un ensayo precioso titulado «La boca del testimonio». En él, la escritora dice que se trata de una poesía constituida de puro presente, testimonio vivo: «Solo está ahí para leer el sentido que sobrevive a la muerte del otro, o, mejor, para escribir lo que dice la poesía. Y la poesía dice vida mientras esgrime una única prueba para dar su testimonio: la prueba del presente. Volver presentes los hechos, ponerlos en fecha, es recibir en el propio aliento la boca del otro» (12). En el carácter testimonial de Caguama está su posibilidad de constituir memoria y armar archivo. Recibimos de la boca de Gabriela Contreras un incendio que pretende ir contra la borradura del olvido. Ese olvido que ha hecho de la literatura un espacio dominado por lo masculino, patriarcal, heterosexual y blanco, más que olvido una exclusión, porque la legitimación de la voz y el cuerpo que escribe, no ha sido legitimado en la institucionalidad literaria; a medida que se escribe la voz del poema, dialoga con su tradición y posición, y al hacerlo, articula y produce su escena. No es raro, así, que como lo proponía Kamenszain sobre los testimonios, también en estos escritos, que son testimoniales y por lo mismo, constituyen memoria y archivo. Producen presente: «Los objetos que antes entraban mansanamente al verso a través de un operativo metafórico, violent[e]n ahora la escena exigiendo, en una lengua que busca despojarse de recursos retóricos, más uso que contemplación».
Así, escribe Gabriela Contreras, con más uso y descripción de los hechos de un presente que contemplación:
«dejo una estela
hermosamente oscura
por donde camino
y señala
mi número de pasaporte
por si hiciera falta» (p. 26).
Es claro que los escritos de Caguama denuncian y recuperan, que contienen un reclamo histórico ineludible, que responden sobre todo a una política en su poética. Aunque esto no quiere decir, lo han leído ya, que no haya un cuidado con el lenguaje por la autora o que caiga en los vicios contemporáneos en que caen algunas escrituras que al constituir presente no pueden escapar de la inmediatez de la anotación, de la bitácora de reproducción del cliché comunicacional que han modelado las redes sociales; escrituras que insisten en la producción de memoria como hito instantáneo, archivable al momento. Literatura selfi, diría Diamela Eltit. Por el contrario, el presente que se anota aquí no tiene nada que ver con una autobiografía que se toma los textos como un reflejo del ego; se trata de constituir una experiencia de un yo común, colectiva; de escribir un yo que dice nosotras.
Para escribir ese yo Contreras elige la autobiografía; lo anuncia el subtítulo: Escritos de una lesbiana gorda; que aprovecha de subrayar su resistencia a ser llamados poemas, porque antes de ser designados por categorías que quieren cazar a esa tortuga en peligro de extinción que los escribe, es ella quien decide poner su cuerpo encima del poema para apropiarse de algún cuerpo para sí y ser ella quien los nombra, ese cuerpo que también es nombrado en el subtítulo, ese cuerpo lesbiano y gordo que insiste en su lugar desde el lenguaje. La autora, consciente del sistema que elige para nombrar su producción, prefiere la agencia y elige, recuperando la política implicada en cualquier autoría, en un gesto de observación del campo literario similar al de Raquel Olea, quien al reconocer el mandato que exigía certificar la procedencia del saber adquirido, eligió no incluir bibliografías ni referencias en su Variaciones (2009), para “favorecer al diálogo que la cita abre con mi propio texto y con quien lo lea”. A su modo, Gabriela Contreras, al proponer estos poemas como escritos, elige neutralizar su condición de ser leídos unívocamente como poesía; al ofrecerlos a las lectoras como escritos, neutraliza su condición formal de poemas, pero no su potencia poética. Que no quede duda que hay poesía aquí, y buena poesía, poesía conmovedora, poesía que es una interrupción y sintoniza con más de un silencio que necesita ser dicho:
«He sabido enfermarme por tu cuerpo ir a trabajar los domingos
para que no sospechen de mí
ni de lo apagada que estoy
sin embargo
es un latido impostergable
y conservo su registro encendido para que vuelvas a gemir
sobre mi cuerpo infinito
con la desobediencia
que compone
la combustión
de nuestra fiebre» (40).
**
En un lúcido ensayo de 1977, Audre Lorde propuso que la poesía no es un lujo para las mujeres y que el poema es una necesidad vital, un dispositivo entre la experiencia y el entendimiento que hace posible nombrar aquello que no ha sido nombrado. Entre la idea y la intuición, Gabriela Contreras nombra la herida:
«este fuego inscribe iniciales geográficas
al territorio de la domesticación
debajo de nuestros nombres
y dice mordaza
cuando borramos con el cuerpo
símbolos patrios
sobre el despojo» (p. 49).
No obstante, también, intenta suturarla para disputar un futuro contra todo pronóstico, incluso el de la soledad inevitable que subyace a ella:
«Vamos a ser amenaza
fragmentos de piedra y lenguas
contra el tiempo
ante los pronósticos de muerte
que hasta ahora han sido posibles» (p. 69).
Al modo de los feminismos, a través de esas dos estrategias –por un lado, abrir la herida y, al recorrerla, conocerla y, por otro, suturarla hasta que la piel haga lo suyo, conciencia y agencia–, el viaje que recorre la Caguama del campo a la ciudad, de la ciudad al país, y el inevitable regreso a la tierra, arman el trayecto de su migración obligatoria. Entre el desplazamiento y el desarraigo, aparece y resuena como la describió Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950), la soledad de estos poemas:
«Nuestra sensación de vivir se expresa como separación y ruptura, desamparo, caída en un ámbito hostil o extraño. A medida que crecemos esa primitiva sensación se transforma en sentimiento de soledad. Y más tarde, en conciencia: estamos condenados a vivir solos, pero también lo estamos a traspasar nuestra soledad y a rehacer los lazos que en un pasado paradisíaco nos unían a la vida. Todos nuestros esfuerzos tienden a abolir la soledad. Así, sentirse solos posee un doble significado: por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la otra, en un deseo de salir de sí. La soledad, que es la condición misma de nuestra vida, se nos aparece como una prueba y una purgación, a cuyo termino angustia e inestabilidad desaparecerán. La plenitud, la reunión, que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos espera al fin del laberinto de la soledad» (175).
Parte de lo que el autor mexicano se propuso en su amplio estudio sobre la identidad mexicana, era leer la soledad como condición compleja, histórica y multifácetica, pues en ella se manifiestan distintas dimensiones de la experiencia e identidad humana atravesada por la vida moderna, pero más radicalmente, de su historia, heridas, e hilos que la tensan; que son también los que definen cómo se comporta, hacia donde guía su mata. Pareciera que para Gabriela Contreras así como para Octavio Paz vivimos en la contradicción de una dialéctica de la soledad en constante anhelo de comunión con otrxs, pero desde un deseo contradictorio e irresuelto entre querer estar solas y desear encontrarnos también en soledad. Esta soledad, además, será para ambxs autores una cuestión americana, pues los dos escriben reconociendo la herida colonial como hito de su escritura.
Pero no se puede salir fácilmente del laberinto. Siempre podemos sentirnos más solas:
«Nadie aprendió a nombrarme
en la urbe
mantuve mi lentitud
mi olor a tierra
contra la celeridad citadina
además de mis formas enormes
y dijeron que era una tortuga
ninguna quiso bailar conmigo
les avergonezaban mis piernas cortas
la cara de india
que ellas negaban frente al espejo
todas hablaban del futuro
con las pupilas llenas
mientras yo recién
desandaba un pasado
que todavía mastico» (p. 11).
Con la soledad encima, entonces, la Caguama transita un proceso de reapropiación del propio cuerpo en el que la migración, el no-tener-lugar, empuja al fracaso y la errancia a ese cuerpo, hasta explotar una potencia política de aquella errancia, la de la resistencia, que se constituye y manifiesta en la existencia de estos escritos. Aunque el yo parte de la resolución de su soledad, vuelve a ese estado de aislamiento una y otra vez porque, como condición inicial, la tiene irresuelta y se convierte en un fantasma; solo a través de su conciencia opera en su contra: cansada, ya no quiere destruirla, busca apenas describirla, entenderla, asumirla como propia y al hacerlo, al menos, la comparte y corrompe el espacio de separación al que ha sido arrojada.
Vemos, en la afirmación de la soledad como condición inicial de su identidad, la afirmación de la sujeta de los escritos. Entendemos el lugar que ocupa la Caguama en estos escritos y fuera de ellos, en lo que representa del afuera del texto; la tortuga marina de la que toma el nombre el poema, la mujer que se le parece y ha sido nombrada así por los otros, se arraiga al desarraigo, porque no-tener-lugar es sobre todo una condición material. Todos los cuerpos ocupan un lugar, lo que a veces pasa es que algunos no tienen lugares propios que ocupar y eso ya es otra cosa y tiene otras muy materiales consecuencias, que estos poemas expresan muy bien. En el lugar de la Caguama de estos escritos, además, la experiencia lésbica, gorda y de clase. En el lugar de la Caguama de estos escritos, además, todo ese deseo entrelíneas que Contreras nombra, y también el que calla:
«Muerdes los excesos
de mi carne
porque sabes
que a nadie le importan
dos mujeres que se llena de sangre» (p. 52).
Ya que no se puede resolver esta soledad, parece decirnos la autora, se puede insistir en nombrarla, describirla, buscarla en el lenguaje, conjurarla hasta que aparezca y haya un encuentro; el deseo, su insistencia en la fricción de los cuerpos –que no son cualquier cuerpo–.
Escribió Lorde: «Los padres blancos nos dijeron “Pienso, luego existo”. La madre negra que todas llevamos dentro, la poeta, nos susurra en nuestros sueños: “Siento, luego puedo ser libre”. La poesía acuña el lenguaje con el que expresar e impulsar esta exigencia revolucionaria, la puesta en práctica de la libertad». Al nombrar la experiencia, la autorrepresentación a la que apelan tanto Rich como Lorde, la palabra aparece en Caguama como potencia de una revolución: la de reunirse, y evoca al mismo tiempo la contradicción de la soledad al hacerlo:
«Nosotras
las que ni hombres
ni mujeres
las que más bien derrumbe
más bien soledades
tenemos colgando un mapa
que señala niñas tristes» (p. 71).
Es la revolución del encuentro de las niñas tristes, de las lesbianas mal miradas, del continente que ni rubio ni con ojitos de progreso, al que le han hecho sentirse avergonzado por su deseo, por su lugar, parte por reconocer el espacio que ocupan, y promete la posibilidad de sentirse acompañadas, para empezar.
Vale la pena preguntarnos, entonces, contra quién y con quién conversa el texto, hacia quién grita o se dirige el escrito, cuál es la dirección de su política. La pregunta por la inutilidad del poema aparece e insiste; la denuncia que desborda a estos escritos como una insistencia de la vida, un reclamo abierto y directo a la justicia. Por las lesbianas. Por las lesbianas asesinadas. Por las lesbianas pobres. Por las mujeres pobres. Por las mujeres mapuche. Por las mujeres pobres y racializadas. Por la vida. Por la soledad.
***
Cuando leí Caguama por primera vez a fines del año pasado, quise escribirle —al libro—, pero no pude hacerlo hasta ahora. Las preguntas que movilizó el texto para mí lo convirtieron en una lectura frecuente durante todo un año. Me tuve que acompañar de otras voces para entenderlo, algunas de las que aquí comparto. Es breve el texto, pero insiste. Lo vuelvo a leer, me pregunto las mismas cosas, se manifiesta la misma técnica, la misma poética que es sobre todo una política; el poema es el mismo, pero deja de serlo porque establezco una relación afectiva con él. Vuelvo a la técnica, a la poética, a los poemas. Sé que leer implica hacerlo más de una vez, porque es cierto que los libros, aunque no todos, pueden acompañar, como pensaba Patricia de Souza. Me pregunto cosas sobre mí. Intento afirmarme en algo teórico porque quizás, lo que el libro hace es desarticular allí, justo entre la ternura y una condición crítica con la vida.
Yo también soy una lesbiana que necesitaba la experiencia que aquí se nombra, ¿y entonces qué? Tanta cobardía por nombrar las cosas, esperar tanto.
¿Vale preguntarse por el valor afectivo de los textos que leemos? ¿Vale cruzar estas lecturas con experiencias con mi propia experiencia, implicarme en el texto? ¿Cuándo hablamos del placer del texto, decimos también su dolor? ¿A quién le sirve la poesía? ¿A quiénes les habla el poema? ¿Habla un poema? ¿Cómo habla si habla? ¿Solo habla de un modo el poema? ¿Cuándo el lenguaje del poema vale la pena? ¿Vale la pena el poema? ¿Vale la pena la poesía? ¿Poesía lésbica? ¿Escritora lesbiana? ¿Escritora-Gorda-Lesbiana-Feminista-Antirracista?
Más allá de cualquier lectura que se le pueda hacer a un texto, pero particularmente a este, a estos escritos de una lesbiana gorda, que son también los escritos de una gestora cultural, editora, activista, lesbofeminista gorda y antirracista que con frecuencia comparte espacios con figuras del feminismo latinoamericano fuera de las instituciones, y por lo mismo, interpela como primera condición, primer lenguaje; encontramos en Caguama el abrazo de una poeta que consuela, acompaña como lo pensaba Patricia de Souza, y abre con una herida el lenguaje, porque lleva costras a cuestas, como todas, y debe escribir.
Gabriela Contreras (Melipilla, 1983). Fundadora de Editorial FEA (Feminismo / Estrías / Autogestión), dedicada al trabajo escritural de corte poético/político de disidencias corporales y sexuales. En 2012 publicó Leporina y el 2014 Subterránea por Editorial Moda y Pueblo; y Humedales el 2017 en una autopublicación de FEA Editorial. Caguama es su cuarto libro.


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