La banda oriental de Paloma Vidal
Diego Leiva Quilabrán
«É impossível não ser feliz nesta casa»: esa oración es un motivo recurrente a lo largo de La banda oriental (Ediciones Bastante, 2022), de la escritora y traductora argentina Paloma Vidal. La novela presenta un reverso del relato seductor del turismo, de la visita a esos otros lugares que ofrecen algo diferente, fuera de la rutina. Su protagonista es una niña, sobrina de la empleada doméstica que trabaja en una casa de veraneo de brasileños en Beverly Hills, Punta del Este. Junto a ella, un perro callejero. Y de forma muy cercana a la visión de ambos, una voz narrativa que perfila una casa enrarecida, en gran parte, por el contacto mínimo entre sus propietarios, sus visitantes y la trabajadora doméstica.
Es inevitable relacionar el trabajo de Vidal como traductora con el tema de la novela. En torno a los idiomas, la (in)comunicación y el acceso a otro mundo, más jovial. Los personajes siempre giran en torno a un «espacio de allá»: para los brasileños, Punta del Este; para la niña, Brasil. Lugares donde es imposible no ser feliz. Sin embargo, estas experiencias de otro lugar se viven de manera distinta: los brasileños viven una opaca existencia en la casa, en el plano material, mientras que la imaginación y el deseo infantiles de la protagonista la hacen recrear un Brasil para sí, a la medida del exotismo de las telenovelas.
«la nena está todo el tiempo con el perro, observando la piscina cuando no hay nadie cerca, lo que sucede a menudo, porque los dueños de casa, cuando están en la ciudad, les gusta estar adentro» (p. 11).
«La nena no puede entender que a la tía no le gusten las novelas brasileñas. A ella le encanta todo lo que viene de Brasil. Sueña con ser adoptada por una pareja de brasileños. Una de esas parejas que se visten de blanco en el reveillón [celebración carioca de Año Nuevo], que tienen la piel bronceada naturalmente, como si pasaran la vida en un velero, deslizándose por aguas transparentes, recostados, tomando sol, sin miedo, como si la vida fuera un lindo paseo en velero yendo hacia una playa desierta con arenas blancas, para bañarse en el mar y comer rabas. A los brasileños les encantan las rabas» (p. 13).
En un juego que se sostiene en un narrador externo, pero opera muy cercano a la consciencia de la protagonista, proliferan las imágenes y los adjetivos en las ensoñaciones de la niña, lo que contrasta con la permanente falta de información que tiene respecto de los habitantes del hogar y cómo interactúan. Esos dos elementos, además, acentúan la sensación permanente de no-estar-ahí, en un desplazamiento que es a la vez físico e imaginativo.
Descoloca un tanto que esa misma jugarreta, además, se repita con el perro, que en determinadas circunstancias, marcadas por la ausencia o desatención de la niña, se transforma en quien lleva la narración. Esos segmentos no se caracterizan por una búsqueda de una «voz perruna», como si eso fuera posible; más bien, son funcionales al relato y a una cadena de puntos de vista. Eso sí, a diferencia de las ensoñaciones o suposiciones de ella, las del perro enfatizan la incomprensión, en el crecimiento sostenido de dudas o preguntas:
«Al perro le viene la escena del libro en la piscina: un pequeño rectángulo blanco sobre un inmenso rectángulo negro. Era una linda escena. Había algo de trágico en todo. Ahora ya están en la farsa. No está seguro de si estas categorías son precisas, pero son las que tiene a mano. Le cuesta cada vez más entender esta realidad. Esta realidad.
¿Dónde está la nena? La necesita. No puede ser que todo esto pase sin que lo compartan. Sin que observen juntos. Sin que sean, juntos, espectadores. La mujer, la caída. ¿Estará muerta? Los dueños ya se reunieron a su alrededor. Algunos invitados también. Hubo corridas. Más desesperación» (p.59).
Ambos en una sola posición: espectadores. Siempre por fuera, en un «allá» permanente: fuera de la vista, fuera de la casa, fuera de la acción. Al borde una piscina curiosamente negra, un abismo que recuerda a la piscina como metáfora pantanosa de La ciénaga, la película dirigida por Lucrecia Martel. En torno a ella, el tiempo, la experiencia y las relaciones humanas, se estancan y se pudren, como síntomas de crisis.
Así como hay una distancia irreductible, tempranamente se elabora un puente que permita cruzarla. Los dueños de casa, gran parte de sus invitados, hablan portugués incluso cuando se comunican con su tía y con ella, hispanohablantes ambas: «Si ellas no los entienden, ponen una cara rara, como de pena, y les hablan como si fuesen niñas pequeñas, en un tono infantil» (p. 25). Para acceder a ese mundo, hay una barrera clara para la niña, la idiomática. Desde la inocencia, la protagonista hace del idioma el vehículo de un paisaje, de una forma de vida, de un estatus, de otro lugar que no es el suyo ni es «afuera». Tanto es su compromiso, que sintomáticamente prefiere esa lengua que no comprende del todo por sobre el español, «así practica» (p. 25). La comunicación del aquí y el presente parece dejar de valer la pena, todo se vuelca sobre ese deseo de integración a una forma, a través de la palabra.
Ese puente es una inocentada. El narrador, que camina junto a la niña alrededor de la piscina, nos entrega su visión, su forma de armar un proyecto precario que es puro objetivo, sin arraigo, sin proceso. Es un deseo infantil que no tiene mayor planificación, que se mueve imaginariamente, que estira pequeños brazos desde la inocencia para alcanzar, allá, el paraíso. Sin embargo, ese proceso no está exento de pérdidas, en el momento en que se elabora como algo individual: Brasil es el lugar de la esperanza para la nena, pero no deja de producir un «afuera» para el perro. Para remediarlo, la piedad y la crueldad se mezclan: «Antes de irme a Brasil, te voy a ahogar en esta piscina, así no te quedás solo» (p. 16).
A lo largo del texto, la estética del ensueño lejano se complementa bastante bien con notas al pie que, en el tono de las revistas de estilo de vida y bienestar, abren una serie de conceptos e imágenes. Estas notas, dirigidas particularmente a lectoras, nutren cierta idea de paraíso exótico y relajado y construyen una figura de público objetivo, agregando al relato una capa metanarrativa, que explicita la artificialidad del relato:
[Nota 6, referida a la puesta de sol en Pedra do Arpoador] «Cariocas y turistas se reúnen en verano en la Pedra do Arpoador, en la zona sur de Río de Janeiro, para aplaudir la puesta de sol, en un ritual único en Brasil y en el mundo. Algunos incrédulos no lo creen. Pero es verdad: aplaudir el espectáculo proporcionado por la naturaleza es uno de los programas más concurridos de esta ciudad. Ubicada entre las playas de Arpoador y Diabo, la Pedra do Arpoador se va llenando de gente a partir de las 6 de la tarde. Al llegar a la cumbre, uno se encuentra con un escenario increíble: la faja de arena que va de Arpoador a Leblon, pasando por Ipanema, y al fondo el Morro Dois Irmão y la Pedra da Gávea. El sol se pone en el mar, al lado de estas dos imponentes rocas. Recientemente, la significativa presencia de brasileños en Punta del Este hizo que este conmovedor ritual se haya instalado en las costas esteñas. La puesta de sol en Punta del Este es casi mística. Mantiene embelesados a sus espectadores con un magnetismo incomparable gracias a una disposición privilegiada que permite ver cómo el sol se hunde en el mar. La caída es lenta, suave delicada. Como una pintura en movimiento, multicolor» (p. 40-41)
[Fragmento de la nota 9, referida a la sensación momentánea de la niña protagonista de querer correr] «Correr nos transforma de la cabeza a los pies: además de traer los beneficios que ya conocemos para el cuerpo, nos transforma la mente, nos vuelve más tranquilas, aumenta nuestra autoconfianza y mejora nuestra relación con los demás. Preparamos una lista de las razones principales de nuestras lectoras para ponerse las zapatillas y salir a correr: 1. Potencia la confianza: aumentar los kilómetros, volverte más rápida, ver que tu cuerpo es cada vez más capaz de enfrentar nuevos desafíos son factores que contribuyen a la autoestima. 2. Da felicidad instantánea: además de liberar la famosa enforfina, conocida como “la hormona de la felicidad”, correr puede mejorar tu relación con vos misma y causar una notable diferencia en tu actitud a lo largo del día. 3. Mejora el sueño: descansar es esencial para que puedas vivir mejor, y nada más aconsejable que una buena ducha después de un largo entrenamiento. ¡Y a la cama! 4. Trabaja el autoconocimiento: correr es una actividad solitaria, lo que te proporciona tiempo para que puedas comprenderte mejor –cuerpo y mente–» (p.53).
Dos breves apartados intercalados narran otra historia, acaso tan importante en el imaginario de la niña como Brasil. El asesinato de una niña en una playa y su cobertura mediática forman un espejo oscuro de la protagonista, quizá otra forma del abismo de la piscina negra. Se abre una pregunta en la lectura: ¿qué tan libre de conflictos, tensiones o daños?
«Un nuevo detenido por el crimen –la nena lee el nombre de otra nena, a quien no conoce–. La jueza titular ordenó allanamientos e indagó a una docena de personas, luego de recibir los resultados de las pericias de ADN –sigue leyendo, aunque no entiende perfectamente. Le cuesta este vocabulario, distinto del de las revistas que recoge de la casa–. […] Observa la imagen de la otra nena, su rostro, en una foto que ocupa un cuadrado en la parte inferior izquierda de la página del diario. Una nena. Una nena como cualquier otra. Y sin embargo, única, con nombre y apellido. Una nena como ella. Y sin embargo, distinta. Se siente rara al interesarse por ella, una desconocida» (p. 27)
«Sin miedo, pero con menos turismo –lee la nena, sin entender a qué se refieren ahora. ¿Quiénes son los que no tienen miedo? Cambiaron de rumbo. Ya es otra cosa. Otra nena–. Una nena de doce años caminaba por la playa casi desierta. El fuerte viento arrastraba la arena y movía, de un lado a otro, una bicicleta. Ni un poco de miedo sintió cuando dos desconocidos la interceptaron, en medio de la playa, para preguntarle por la ubicación del rancho de un pescador –mira de nuevo la foto. ¿Quién es esa nena? No quieren que se sepa nada, pero ahí está ella. No tiene miedo. Ni un poco de miedo. Camina segura por una playa casi desierta. Se va a morir–» (p. 65).
El encuentro del acá y el allá es lo que genera la crisis. Algo en la manera de construir el relato puede recordarle al lector a Parasite, la película coreana de 2019 dirigida por Bong Joon-ho. Cuando polos opuestos –dentro y fuera, en la novela; arriba y abajo, en la película– se reúnen en torno a una zona limítrofe o gestos que los ponen en contacto, es que se verifica la posibilidad de convivir o si todo termina por desmoronarse. No se trata solo de espacios, reales o imaginarios, se trata de sus habitantes, de cuerpos que se mueven y los ocupan o desean ocuparlos. La banda oriental es una buena novela sobre ese cruce, sobre el deseo de lugar, la forma de imaginar ese lugar y el colapso de, esta vez, una utopía infantil y perruna. Finalmente, ¿es posible no ser feliz allá, en el paraíso?
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Paloma Vidal (Buenos Aires, 1975). Desde los dos años vive en Brasil. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Federal de Río de Janeiro. Actualmente enseña Teoría Literaria en la Universidad Federal de São Paulo. Ha publicado novelas, obras de teatro, cuentos y poesía. En Argentina se publicaron Más al sur, Algún lugar, Mar azul y Ensayo de vuelo. La novela anterior a La banda oriental es Pré-historia, publicada en Brasil el 2020. Ha traducido al castellano a la escritora brasileña Clarice Lispector y al portugués a autores latinoamericanos como Tamara Kamenszain, Lina Meruane, Adolfo Bioy Casares, Margo Glantz y Benjamín Labatut. La banda oriental es su primer libro escrito directamente en español.


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