Ya es tarde cuando amaneces en una cartografía[1]

Notas para una cartografía imaginaria de los fiordos de Emilia Pequeño Roessler

Francisco Cardemil Pérez

A fines del siglo XIX, en un punto en que los glaciares no eran dibujados en los mapas, y mucho menos medidos, Joseph Vallot dispuso grandes rocas sobre el Mer de Glace, en Mont Blanc, siguiendo una obsesión que duró años: anotaba el movimiento de las rocas a lo largo de las estaciones para así medir un glaciar en su crecida y decrecida naturales. «Este es el material midiendo al material», o, más bien, la conciencia de que «solo el glaciar podía medir al glaciar», propone Francesca Hughes al recontar el procedimiento de Vallot y la historia cartográfica de los glaciares. ¿Por qué empezar por aquí, con una distancia? En la historia, la representación, el trabajo de traducir de un medio a otro medio, supone en sí mismo una pérdida; una falta parecida a aquella que hace funcionar al sistema erótico y, por lo mismo, amoroso. El eros, como el dibujo, es una estructura que basa su posibilidad de existir en una falta o pérdida: la parte que escapa de ti hace el deseo en mí; la parte que evade la línea es lo que permite formular un dibujo. Ya sea la simplificación necesaria para traspasar un mundo de tres dimensiones a un papel de dos dimensiones —el reverso siempre en blanco, el trazo sin espalda— o la construcción de una geografía para dar cuerpo a una relación amorosa, el amor y la representación aceptan esa pérdida y no podrían existir de otra manera. «Toda representación es un acto de medida», declara Hughes. Así, amor y accidente geográfico comparten una larga historia de trabajos de representación, de personas obsesionadas, al igual que Vallot con sus piedras, en hacer de lo inmensurable algo comprensible, pero aceptando de base que no lo lograrán. Lo inmensurable se mantiene inmensurable. Aquí me gustaría aventurarme y decir en cambio: si lo inmensurable no puede por definición medirse ¿para qué habitarlo? ¿para qué la obsesión? La contradicción arma un velo, un juego de pasadizos que no conducen a ninguna parte. Pienso entonces en un mirador circular que no tiene salidas, no hay escaleras, los niveles se mantienen incomunicados. Hay que aceptarlo. Sin otra posibilidad, miramos el escarpado: el paisaje —lo que el ojo recorta cada vez— ofrece un desborde a los sentidos a pesar de que no podamos aprehenderlo. Notas para una cartografía imaginaria de los fiordos (Vaso Roto, 2024), segundo libro de Emilia Pequeño Roessler, parece cargar con esa aceptación, pero también con la insistencia de la obsesión que quiere medir y traducir la experiencia amorosa, que quiere habitar esa medida de lo inmensurable. Dice Emilia: «hay algo en pensar cartografías / inequívocamente amoroso / crear un recorrido que acorte distancias / cuando el tacto no puede afirmarse».

Dije que partía con una distancia porque el libro está armado con ellas. Su recorrido zigzagueante ofrece, en cuatro capítulos, un esfuerzo por construir el terreno donde se para el amor. Y ese terreno también presenta su propia complejidad: no existe. O, bueno, existe solo en la imaginación de la hablante: ella lo compone para darle un lugar a las emociones, salvando la distancia que las separa de lo concreto del mundo. Pero el fiordo imaginado no es solo el puente entre esas distancias, sino también la encarnación del amor: es el amor y lo habita el amor; es una distancia y un destino. Por ello, los problemas que más aparecen en el libro pueden conformar una familia de palabras: distancia, traducción, recorrido, transporte, cicatriz, dibujo, cartografía, cuerpo, amor. En una imagen que acusa la condición simbólica del fiordo, la poeta declara que «el agua habita al fiordo como la sangre al cuerpo», así, el accidente geográfico, que ya había sido nombrado cicatriz, se revela como un mecanismo natural, por eso inevitable, cuya función es marcar o herir un cuerpo —el paso insistente del agua lo construye y marca el territorio—. Esta idea forma una metáfora que, aunque incompleta, estructura el imaginario del libro y es el artefacto apropiado para trasladarse en esa geografía del pensamiento y la emoción. Dice Emilia:

creo

el deseo                                     nunca se aleja

                                                 realmente

del impulso cartográfico

recorrer una estepa 

es traducirla 

                       la figuración de una montaña

                       se vuelve su forma

                       la metáfora    es el modo

                       más simple de transporte.

Me permito ahora una conjetura: la metáfora, con su tenor y vehículo, como herramienta del poema, replica la estructura triangular en que la poeta y ensayista canadiense Anne Carson entiende el eros. En el ensayo Eros, el dulce-amargo, Carson elabora cómo el concepto aparece en la obra de Safo. En particular, al trabajar sobre el fragmento 31, donde Safo describe una escena en que la mujer que ama conversa y ríe con un hombre mientras ella la observa, Carson propone que, al contrario de cómo se ha interpretado a partir de los celos, el poema describe un triángulo que estructura el sentimiento erótico. En este sentido, la distancia que separa a la poeta de la amada es necesaria para que exista la reacción emocional que posibilita tanto al poema como al amor. El hombre en cuestión es un medio necesario que funciona como ese vértice-distancia entre el cuerpo deseante y el deseado. Esta relación parece continuar en el poema «madeleine de scudéry», donde Pequeño toma la voz de la cortesana francesa que recibe en su regazo el llanto de una mujer: «preciosa mía // afuera hay un mar que se parece / a las lágrimas / que derramaste ayer / sobre mi vestido / caminos que dibujaron / los ríos / de la inclinación / la estima / y gratitud // para alcanzarte / solamente / tendría que atravesarlos». Aquí, el triángulo vuelve a dibujarse a pesar de que el lugar que ocupaba el hombre en el poema de Safo está en apariencia vacío; el deseo se muestra con un freno distinto solo sugerido por esos «caminos» que deben recorrerse antes de alcanzar a la amada. Estas bifurcaciones de la hablante cuya voz entra en otras personas nutren la exploración del libro rondando siempre la misma cuestión: una imposibilidad que va y viene, un obstáculo que impide experimentar «el amor demorado / de quienes pueden verse madurar / en el transcurso de los años». Es ahí, en ese deseo de longevidad, donde el sistema de distancia toma otra capa de complejidad: no es solo espacial, sino también temporal. 

Al definir el eros de Safo, Anne Carson muestra una preocupación justamente cronológica en su despliegue: «si [el] orden [del compuesto de Safo, glukupikron] tiene una intención descriptiva, se dice aquí que el eros provoca dulzura y después amargura en secuencia» y, sin embargo, en el instante del deseo «un momento se tambalea bajo la presión del eros; se parte un estado mental. Es la simultaneidad del placer y el dolor». Ambos polos aparecen en simultáneo o bien en desfase, uno después del otro. Estos componentes, podríamos pensar, ya habían aparecido en la obra de Pequeño. Su primer libro, La chacra de las fresias (Libros del Pez Espiral, 2022) parte con una interpelación que apunta justamente a esa distancia temporal: «¿recuerdas el día que llegamos y este era un sitio eriazo?». Si en ese primer trabajo la vemos desviar la mirada del tú para abocarse al interior de la casa y su material vegetal, en este segundo libro el trabajo es trasladar al oyente a una geografía aparentemente exterior. Para esto, la poeta echa mano a una especie de cuerpo informativo, en la que “definir” conceptos es un recurso constante. Esto podría parecernos un trabajo unívoco en una primera lectura, pero, al contrario, comprende una capa de complejidad que paulatinamente mueve y distorsiona lo que el libro entiende por sus propios materiales. Separa así, por ejemplo, el fiordo de nuestra realidad con la palabra «fiordo» del libro, a la que, capa por capa, le desdibuja el borde y la traslada a un punto de indefinición que habita la hablante desde un inicio: la imposibilidad de entender nuestras emociones, nuestras obsesiones. 

El poema, entonces, continúa su vereda indefinida, «las horas          las semanas imantad[a]s como islas / que han perdido el nombre / de tanto transitar por el invierno». Emilia ha dotado al conjunto de una estación única o casi única. El tiempo agreste del amor es un punto fijo que replica la parte difícil de la relación de la hablante con su oyente. La distancia temporal, así, aparece solo proyectada en la posibilidad de la madurez del amor, pero en el presente se queda detenida: «cualquier yuyo / sabe cómo parar el tiempo / para la mala hierba / no hay estación agreste / resistir una helada o granizo / parapetándose al borde de un peñasco». De esto podemos desprender dos nociones sobre la manera en que Pequeño mira este paisaje imaginado. Primero, no es un lugar producido por una sola voluntad (la de ella), sino que, al igual que nuestro entorno construido, ha sido modelado comunitariamente por todas las especies que lo habitan: 

las pisadas 

han ido moldeando 

un relato de idas           vueltas

de tactos                       espacio

lagunas de trazo carcomido

                                     hongos

                                     fuegos menores

                                     ratones

                                     han hecho un paisaje

                                     a su propia medida

La segunda noción está en el esfuerzo, articulado por las metáforas, de hacer que la geografía cambie su nombre, pierda su raíz material hasta convertirse en palabras. Así, el paisaje se construye a medida que el amor se asienta y ese amor, a su vez, dota al paisaje de estaciones, hace a los seres que lo habitan resistir sus propias batallas, esperar un tiempo mejor cuando el amor no alcanza o cuando la voluntad se agota o cuando la erosión empieza a construir un fiordo. El amor, así, desdefine, indefine, borronea, contornea, toma un sentido de límite y lo conduce a otro lugar. Hablar de la cartografía de un accidente geográfico sería entonces hablar de la cartografía de la marca que deja en el cuerpo una emoción, un encuentro amoroso. La montaña no existe por sí misma, existe en el momento del dibujo, las cotas de nivel arman su forma, de otra manera, solo es tierra incognoscible, solo es. La cartografía en sí misma es vista por la poeta como una medida y no simplemente como un registro: es una forma de orientación del cuerpo, de separación del cuerpo, una herramienta para estimar cuánto el cuerpo desea a otro cuerpo y cuánto ese deseo debe moverse para que la distancia desaparezca, para hacer nuestro propio atajo y calmar un tipo de sed, un tipo de añoranza extendida que desborda. 

En una escena nocturna, la pasión de la hablante se afirma de las cáscaras de un cielo enmohecido, en las grietas encuentra un lugar para traspasar el punto en que pudo tocar el cuerpo del oyente, darle cabida en el dibujo casi como un juego de topología en que los momentos de tacto forman una red de puntos que luego puede materializarse. Todo encuentro tiene una grafía y sin embargo esa notación solo ocurre en el interior —¿la emoción? —, dice Pequeño: «piensa que las piedras de día / son distintas de noche / que no existe tal cosa como el mundo exterior». Esto hace eco con las palabras de la poeta chilena Nadia Prado en su libro El poema acecha en los intervalos (Bisturí 10, 2021): «No coincide el mundo con el mundo que no coincide, nada saciable en el amor, nada saciable en escribir, no ocurre la realización de alguien por algo que lo vuelva desde sí. (…) Y aun así los gestos regresan». El amor y sus faltas necesitan consumir todo a su paso en busca de una certeza que no llega, esa es su propia fatalidad.

Pero ¿por qué el amor? La palabra, un cuerpo, se contamina por la presencia de una segunda palabra, otro cuerpo. Cuerpo y cuerpo se nombran y no logran disolverse. En el amor, un cuerpo logra intervenir el sentido de otro cuerpo. El poema como poema busca en ese desplazamiento de la palabra inicial rechazar su concordancia con el mundo de lo real y permitir que el amor lo reimagine: «para mí la palabra sur significa / todo lugar que tú has habitado». En el libro, el cuerpo amado desplaza el sentido meramente referencial y transporta el significado a un rumbo distinto. Pero, preciso la pregunta, ¿por qué el amor hoy? En Pusieron debajo de mi mare un magüey (La Uña Rota, 2020), la poeta española Ángela Segovia habla a la par del amor y de la lírica como la necesidad de respuesta ante una crisis, o la posibilidad de una crisis y, por consiguiente, de una aventura. Para ella, «todo acto de libertad es una promesa de lírica». Pero, también, toda lírica que conoce su riesgo busca una crisis. A esto podría añadir, en el caso del amor, que toda posibilidad de tacto es una promesa del eros y esa promesa es en sí misma un microcosmos de nuestra relación con otres. El amor, en su pequeña escala, admite esa otra exploración más grande. En el caso de Emilia, la pequeña escala es superada en ese entrelazo con el pasado, con otras voces, con otras escrituras y con la exploración del paisaje. El libro rebasa esa ausencia del tacto de una desilusión para desbordar a otros lugares más complejos y hacer nudo en ellos.

Todo encuentro tiene una grafía y sin embargo. Digo sin embargo y en eso aparece un agujero. Cada poema presenta su propio sin embargo que no puede resolverse. En la historia, el glaciar tuvo una seguidilla de representaciones que partieron por una obsesión o por un encargo que terminó en una obsesión. Las piedras acabaron en cascadas de hielo pero dejaron una marca. Línea por línea los niveles y decrecidas del Mer de Glace y los espacios en blanco que los separan. Esos espacios están intactos, la línea los contornea sin oprimirlos, y sin embargo, diremos, y sin embargo, buscando otro lugar para llenarlos. «Ya es tarde cuando amaneces en una pregunta», dice el epígrafe de Anne Carson que abre el libro. La cuestión del amor y su cartografía sería entonces para Pequeño cómo habitar esa pregunta, conocer su límite, llenarla y vivirla, pero nunca responderla.


Francisco Cardemil Pérez (Santiago, 1995). Poeta y traductor. Ha participado en las publicaciones Topiaria (2019) y Poemas contra la policía (2020) del Colectivo Frank Ocean y ha traducido a autores como Victor Heringer, Anne Carson y Francesca Hughes. Ha publicado los libros de poesía Pueblos de tacto (Gramaje, 2021), El amor oscuro (Libros del Pez Espiral, 2022) y Como si dejaras caer una granada (Bisturí 10, 2024), además del cuento infantil La costa es una sonrisa (Viva Leer, 2024).

Emilia Pequeño Roessler (Santiago, 1997) Poeta e investigadora. En 2018, obtuvo el Premio Roberto Bolaño en poesía y, en 2023, el Premio de Poesía Joven Vaso Roto. Ha publicado los libros La chacra de las fresias (Pez Espiral, 2022) y Notas para una cartografía imaginaria de los fiordos (Vaso Roto, 2024).


[1] Texto leído en la presentación de Notas para una cartografía imaginaria de los fiordos de Emilia Pequeño Roessler, realizada en Santiago de Chile en el marco del Festival del Libro y la Lectura de Ñuñoa en marzo de 2024.

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